—¿Tu hermana es arqueóloga? —le pregunta Katerina.
—Sí, es profesora asociada de arqueología en Atenas.
—Una hija es profesora de arqueología y la otra directora del Departamento de Homicidios. Tus padres deben de estar muy orgullosos de vosotras —dice Fanis.
Antigoni deja el tenedor y estalla en una carcajada tan amarga que más bien parece que esté llorando. Nos la quedamos mirando atónitos.
—¿Qué te pasa? —le pregunta Adrianí.
—¿He dicho algo que te ha incomodado? —añade Fanis, preocupado.
Antigoni, tras unos segundos, recupera la compostura y nos mira:
—Como me habéis dado un certificado de ingreso en la familia, creo que puedo contaros algo que pocas personas saben. —Hace otra pausa y respira profundamente—. Crecí en una familia en la que mi padre era profesor de historia, mi madre actriz y mi hermana mayor arqueóloga. En mi casa solo se hablaba de intelectuales, de artistas y de la Grecia antigua. Mis padres querían que yo también fuera una intelectual o una artista. En mi habitación no había juguetes, solo libros. Hasta los juguetes que me traía mi abuela desaparecían en cuanto ella se marchaba. Cuando quería invitar a alguna compañera de clase a casa, mis padres tenían que dar antes el visto bueno a su familia. Todos los días, volver del colegio a casa era como ir del paraíso al infierno. Así fue mi vida de pequeña, en primaria, en secundaria y hasta primero de bachillerato.
Nos mira a cada uno por separado. Nosotros guardamos silencio, desconcertados y sin saber qué decir.
Antigoni continúa. Parece sentirse un poco más aliviada.
—Cuando empecé el bachillerato comenzaron también las presiones para decidir qué iba a estudiar. Una noche, mientras cenábamos, les anuncié que había decidido que quería entrar en la Academia de Policía, que quería ser policía, vaya. No lo dije al tuntún, sino que fue una especie de venganza. En todos los años que viví con mi familia jamás los oí decir una sola palabra buena sobre la policía: pasara lo que pasara, la culpa era de la policía. Aquello fue la gota que colmó el vaso: al principio se quedaron en shock, luego se indignaron, y al final empezaron a coaccionarme para que cambiara de opinión, pero yo no cedí. —Toma aliento y prosigue—: Cuando se dieron cuenta de que no cambiaría de parecer, me echaron de casa y me mandaron a vivir con mi abuela. Consideraban que era la vergüenza de la familia, y no querían saber nada de mí. La única con la que mantuve cierto contacto, aunque solo fuera por teléfono, fue mi hermana. Y mi relación con ella ha cambiado gracias a usted, señor Jaritos —me dice.
PETROS MÁRKARIS - "La revuelta de las Cariátides" - (2023)
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