Enero de 1981 estaba concluyendo y los noticieros locales daban cuenta de numerosos atentados en nuestra propia región, especialmente en Sicuani, en la frontera con Puno, y de muchos más ataques con dinamita en Apurímac y Ayacucho. Cuando veíamos las noticias por los dos canales de televisión nacional, parecía que estuviéramos ante otro país, donde los problemas y las cosas importantes eran muy distintos. No obstante, en aquella casa con vistas al parque del Trébol, las vacaciones parecían interminables. Para mí. Bárbara tenía una vida oculta, no tardé en darme cuenta.
Creí que A. A. S. estaba obsesionado con ella. Aquel mes sus cartas llegaban cada semana. Al leerlas, a Bárbara se le iluminaba el rostro, pero luego la dejaban en sombra. Las huelgas por las alzas de precios en los pasajes urbanos o la reducción de derechos laborales una y otra vez generaban movilizaciones y paros. A medida que pasaban las semanas, veía a Bárbara volver más agotada de sus clases.
—No me gusta esa carrera —me explicaba—. Cuesta demasiado estudiar algo que sabes bien que no es para ti.
Al finalizar el mes se declaró un paro universitario de dos días por el alza de los pasajes urbanos; sin embargo, ella se alistó para asistir a clases como si nada. Le pedí que me llevara para ver de cerca cómo era un paro. Se negó. Mientras se alejaba del parque, decidí seguirla. Sin quitarme los patines, avancé por las veredas de la avenida de la Cultura hasta llegar cerca de la universidad. Frente a su puerta principal se empezaba a desatar una batalla. El cañón del rochabús de la policía ya estaba lanzando su agua tóxica. Muchos manifestantes le respondían con pedradas. Otros grupos de estudiantes se enfrentaban a golpes entre sí. Más tarde descubriría que los choques con la policía también eran propicios para desahogar las pugnas entre las diferentes facciones políticas de la universidad. Con las aceras llenas de baches, me sentí insegura sobre mis patines. Iba a retirarme sin más demora, pero a lo lejos distinguí a Bárbara, en medio de la columna de chicos que arrojaban piedras contra el rochabús.
Era ella, no tuve dudas, por más que su cabeza estuviera camuflada bajo un pasamontañas negro. Cómo no iba a distinguirla. Quién, si no, podía ser la dueña de esa figura menuda, claramente femenina, de estrecha cintura, que lanzaba piedras con tal furia. En una ciudad donde la gran mayoría teníamos el pelo negro, ella lo tenía castaño, bastante claro, y las dos trencitas diminutas que se armaba por debajo de las orejas, fuera que llevara el cabello suelto o bajo la cola con la que recogía el resto de su pelo, se le habían escapado del pasamontañas.
Por la tarde, cuando regresó a casa, yo sabía ya que sus ojos rojos nada tenían que ver con la nostalgia que estuviera sintiendo por su familia, ni con las cartas de A. A. S. Desde lejos había visto cómo la policía lanzaba bombas lacrimógenas cerca de ella.
—Sé dónde estuviste por la mañana. ¿No te da miedo? —la interrogué.
—Vengo de Mama Huaco, no lo olvides —repuso desafiante—. Por eso, arrojo piedras muy lejos, sin que me haga falta una huaraca.
—¡Te pueden detener, Bárbara! —le advertí asustada.
—Soy chiquita, me escabullo —repuso riendo. Sus pupilas claras bailaban sobre el rojo.
Al día siguiente, el paro proseguía. Mientras yo desayunaba, ella iba llenando su mochila con piedras sueltas del jardín. Salió de casa ya sin fingir que estuviera yendo a clases. Desde la ventana de la sala, la vi marcharse, cruzando el parque dando saltitos. No la seguí más. Era previsible que de nuevo se aprestara a sacar todo el fuego que portaba en la mirada, esa furia que manejaba como si estuviera jugando con bolas de malabares.
Pero, no sé por qué, aquella mañana no la vi más invulnerable. Por un instante, quise abrir la ventana y gritarle: «¡Bárbara, no te dejes atrapar!, ¡corre, corre!». No lo hice, solo farfullé esas palabras. O, quién sabe, la memoria me engaña y quiero creer que llegué a pronunciarlas: «¡Bárbara, corre! Esto no es un juego. ¡Corre, corre! ¡Vuelve!».
KARINA PACHECO - "El año del viento" - (2021)
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