Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 29 de diciembre de 2024

MENDICIDAD A LA INVERSA


 A principios de otoño de ese año, tres meses después de mi viaje al este, estaba yo en la estación de Waterloo, de camino a dar una charla en una biblioteca de Hampshire. No tenía ya ninguna opinión positiva sobre los servicios de comida de ningún lugar de Inglaterra. Cuando volvía del mostrador de bocadillos sosteniendo en equilibrio una barrita de pan que me proponía transportar cuidadosamente hasta Alton, un joven alto tropezó conmigo y lanzó volando de mi mano mi cartera.

   Era una cartera llena, hinchada de calderilla, y las monedas se fueron volando y rodando entre los pies de otros viajeros, desperdigándose y esparciéndose por el suelo resbaladizo. Estaba de suerte, porque la gente que salía del Eurostar empezó a reírse y a cazar mi pequeña fortuna, convirtiendo en un deporte perseguir cada monedita y atraparla: tal vez pensasen  que era mendicidad a la inversa, o algún tipo de costumbre de Londres como la de los Pearly Kings. El propio joven sorteaba bamboleándose entre los pies de los europeos, y acabó siendo él quien vació un puñado de calderilla de vuelta en mi bolso y, sólo por un segundo, me apretó la mano para tranquilizarme. Alcé la vista hacia su cara, asombrada: tenía grandes ojos azules, una apostura tímida pero segura; debía de medir uno ochenta y estaba ligeramente bronceado; fuerte pero suavemente cortés, la chaqueta color índigo hábilmente arrugada, la camisa de un blanco impecable; era, en conjunto, tan dulce, tan limpio, tan dorado, que retrocedí temerosa de que pudiera ser americano y estar a punto de convertirme a algún culto.



   Cuando llegué a la biblioteca habían dispuesto en semicírculo un ambicioso número de sillas (quince, en primera cuenta). La mayoría estaban ocupadas: un triunfo silencioso, ¿no? Di mi charla en piloto automático, salvo porque cuando llegué a mis influencias me puse un poco loca e inventé un escritor portugués que dije que dejaba chiquito a Pessoa. El joven dorado seguía invadiendo mi mente, y yo pensaba que me gustaría mucho irme a la cama con alguien de aquella índole, para variar. ¿No tenía todo el mundo derecho a un cambio? Pero él era un orden de ser diferente de mí: una persona de otro plano. Mientras transcurría la velada empecé a sentir frío, desvalimiento, como si silbase a través de mis huesos un viento.

HILARY MANTEL - "El asesinato de Margaret Thatcher" - (2014)


Imágenes: Shaun Hughes

viernes, 27 de diciembre de 2024

ASÍ QUE ME QUEDÉ CON LA CARTERA

   


—Fue en el verano del 72 —dijo—. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero, cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego desistí. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

   »Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le detuviera. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre  desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado, a los nueve o diez años, vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué más daban un par de libros de bolsillo?



   »Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin en un estante de la cocina. Pienso, qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

   »La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas de protección oficial. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

   »—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.



   »Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

   »—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

   »Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

   »Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

   »—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

   »No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

   »No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un desconocido y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir y, puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.



   »Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

   »—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo—. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

   »Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos al cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me lo he perdonado.

   »Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada pero, en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.



   »No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

   —¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

   —Una sola —contestó—. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

   —Probablemente había muerto.

   —Sí, probablemente.

   —Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

   —Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

   —Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

   —Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamar a eso una buena obra.

   —La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es lo mismo que si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

   —Todo por el arte, ¿eh, Paul?

   —Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

   —Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?

   —Sí —dije—. Supongo que sí.

   Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

PAUL AUSTER - "El cuento de Navidad de Auggie Wren" - (1990)


Imágenes: Jeff Bartels
 

miércoles, 25 de diciembre de 2024

TODO LO QUE LA SUBIDA DEL MAR DESTROZARÁ


Por las noches hago listas de todo lo que la subida del nivel del mar destrozará. No puedo parar. La Colonia Güell, el Teatre Nacional, el bingo Billares, el centro de arte Hangar, todos los Mercadona, la sede de la Agencia Tributaria de Letamendi, el bar Lord Byron de la calle Valencia, el Institut del Teatre, el cuartel del Bruc.

   Caerá el Sutton, caerán las chocolaterías de la calle Xuclá. Las golondrinas, esos barquitos turísticos de madera que olían a petróleo, ya no estarán en el puerto sino que habrán aterrizado extrañamente sobre algún arbolito de Montjuïc, donde el agua también habrá sorprendido a dos amantes en plena acción, por lo que morirán con los pantalones bajados.

  Es con esa imagen en la cabeza y no otra que, al volver del trabajo, cuando hago la compra en el supermercado, empiezo a pedir más bolsas de plástico. Tengo tantas ganas de que nos ahoguemos todos que dejo las luces encendidas en casa y no reciclo. Si supiera conducir lo haría a toda velocidad por la carretera de les Aigües, despegaría por la ronda de Dalt a ciento cincuenta, con gasolina altamente contaminante, algo para chamuscar la flora, algo para ahogar a los jabalíes, algo para acelerar el proceso. Vamos a envenenarnos todos juntos, vamos a darle caña a este ritual conjunto, vamos a darlo todo, once more with a feeling.

   Pero no lo logro. En su lugar, me voy a vivir a Madrid. Que es algo bastante parecido a la muerte.

LUCÍA LIJTMAER - "Cauterio" - (2022)


Imágenes: Nick Brandt

lunes, 23 de diciembre de 2024

CON SUS NAVIDADES ABURRIDAS Y CONVENCIONALES


Así que no debería sorprenderme que me haya quedado atrapada en un atasco, avanzando a paso de tortuga por West Side Highway en el asiento trasero de un taxi amarillo. He abandonado la esperanza de poder maquillarme durante el trayecto. Hacerme rabillo con el delineador era apuntar muy alto; me puedo dar con un canto en los dientes si no vomito por el mareo.

     —¿Eres de la Gran Manzana? —me pregunta mi taxista sexagenario con un marcado acento neoyorquino.

     —No, de Jersey —contesto, intentando encontrar el equilibrio entre la buena educación y dejarle claro que no quiero hablar.

     —Pero seguro que tienes familia en la ciudad, ¿no? ¿Tías? ¿Primos? —pregunta—. Seguro que vas a pasar la Nochebuena con ellos.

     —No. No tengo familia, estoy sola.

     Me mira por el retrovisor y veo compasión en sus ojos azul grisáceos.

     Él lo siente por mí, pero yo lo siento por todos los demás con sus Navidades aburridas y convencionales. Hay gente que piensa que es triste estar sin la familia durante estas fiestas, pero la Navidad es mi día favorito del año. Y esta va a ser la mejor de todas. Tiene que serlo después de las catástrofes de los dos últimos años. Lo de esta noche solo es para ir abriendo boca.

     Estoy planteándome la idea de corregir las suposiciones del taxista, pero el burrito que he comido se me revuelve en el estómago cuando frena por enésima vez, y decido cerrar los ojos y fingir que duermo. Que piense lo que quiera.

BECCA FREEMAN - "El club de la Navidad" - (2023)


Imágenes: Newburgh Action Group

viernes, 20 de diciembre de 2024

SON MÁS BIEN COMO INSECTOS GIGANTES


 Bajé a por la mochila y subí de nuevo las escaleras. Aparte de las escaleras a la cámara, en el piso de arriba solo hay una habitación que comparto con la vieja. Dejé la mochila sobre mi cama, la pequeña. Antes había sido de mi madre y antes de mi abuela. En esta casa no se hereda dinero ni anillos de oro ni sábanas bordadas con las iniciales, aquí lo que nos dejan los muertos son las camas y el resentimiento. La mala sangre y un sitio para echarte a la noche, eso es lo único que puedes heredar en esta casa. Ni siquiera me tocó el pelo de mi abuela, que a su edad la vieja sigue teniendo el cabello fuerte como soga que da gloria verlo cuando se lo suelta y yo con cuatro pelos lacios y raquíticos que se me pegan a la cabeza y se me llenan de grasa a las dos horas de habérmelo lavado.

   La cama me gusta porque el cabecero está lleno de estampas de ángeles de la guarda pegadas con celofán. De vez en cuando el celofán se cae de viejo y de podrido pero yo enseguida corto otro trocito con los dientes y lo cambio.

 


Mi preferida es una en la que el ángel vigila a dos niños que están a punto de caerse por un barranco. Los niños están jugando en un risco y sonríen con cara de imbéciles como si estuviesen en el patio de su casa y no al borde de un despeñadero. Son bastante mayores pero ahí están los idiotas como si nada. Muchas mañanas la miro nada más despertarme a ver si los niños se han caído ya. También hay otra estampa en la que un bebé está a punto de prenderle fuego a la casa, otra en la que unos gemelos están intentando meter los dedos en un enchufe y otra en la que una niña está a punto de amputarse una falange con un cuchillo de cocina. Todos sonríen como psicópatas con los mofletes redondos y rosados. La vieja puso las estampas ahí cuando nació mi madre para que los ángeles la protegiesen y todas las noches antes de dormir las dos se arrodillaban al lado de la cama con las palmas de las manos juntas y rezaban cuatro esquinitas tiene mi cama cuatro angelitos que me la guardan. Pero luego la vieja vio a los ángeles de verdad y se dio cuenta de que los que habían dibujado las estampas no habían visto uno en su vida porque ninguno tiene esos rizos rubios y esas caras hermosas. Todos son más bien como insectos gigantes, como mantis religiosas. Y mi abuela dejó de rezar porque quién querría que viniesen cuatro mantis religiosas con sus cientos de ojos y sus bocas de pinzas a la cama de su hija. Ahora les rezamos porque tenemos miedo de que se posen sobre el tejado y metan sus antenas y sus patas largas por la chimenea. A veces oímos ruido en la cámara y subimos a mirar y vemos sus ojos vigilándonos por entre los huecos de las tejas y entonces les decimos un avemaria para que se espanten.

LAYLA MARTÍNEZ - "Carcoma" - (2021)



Imágenes: Amahi Mori

miércoles, 18 de diciembre de 2024

¿ESTÁN CARGADAS O DESCARGADAS?

 


Al fondo de la tienda había una especie de aula. Después de indicarnos que nos sentáramos tras unos pupitres, Lonnie se sentó en una silla enfrente de nosotros. «Lo primero que tenéis que saber sobre pistolas y protocolos de seguridad es que casi todo el mundo es subnormal. No me refiero a vosotros, que quede claro. Me refiero a la gente en general. Por ese motivo, a lo largo de años y años de experiencia en el manejo de armas he ido desarrollando una serie de normas. Norma Número Uno: siempre tienes que dar por hecho que la pistola está cargada».

   Lisa y yo nos incorporamos un poco sobre los pupitres cuando Lonnie sacó dos pistolas. Una era una Glock nosequé, y la otra —⁠la que tenía mejor pinta⁠— era una 38 Especial de cañón corto.

   «¿Están cargadas o descargadas?», preguntó.

   «Voy a dar por hecho que están cargadas», respondió Lisa.

   «Buena chica», dijo Lonnie.

   Una vez estaba limpiando el apartamento de una persona en Nueva York y encontré una pistola. Estaba debajo de la cama, donde se supone que uno guarda las revistas porno, envuelta en una camiseta, y antes de darme cuenta la tenía en mi regazo. Me quedé petrificado, como si acabara de descubrir una bomba. Al rato, con mucho cuidado, volví a colocar la pistola en su sitio, preguntándome qué pinta tendría su dueño, porque nunca lo había visto.



   Solía pensar que los tíos con barba siempre tenían armas. Luego, a base de preguntar a la gente, me enteré de que los tíos con barba lo que tenían era padres que tenían armas. Suena raro, pero nunca deja de sorprenderme lo acertado del dato, no falla. Una vez conocí a un chaval asiático con una perilla paupérrima —⁠doce pelos largos colgando de la barbilla⁠— y cuando deduje que su padre tenía balas en casa, pero no tenía pistola, respondió «¿cómo coño sabes eso?».

   Eso fue antes de que las barbas volvieran a ponerse de moda y todo el mundo se dejara una. Ahora tengo la teoría de que los tíos con gorras y gafas de sol apoyadas sobre la visera tienen armas en casa o llevan una pipa encima, sobre todo —⁠esto es vital⁠— si sus gafas de sol son reflectantes o tienen uno de esos degradados de amarillo a naranja, como una copa de tequila sunrise. En cuanto a las mujeres, la verdad es que no tengo ni idea de cuál tiene pistola y cuál no.

   Lonnie pasó a otro asunto y empezó a enseñarnos la manera correcta de empuñar una pistola. Como casi todas las personas que han tenido pistolas de agua de niños, fuimos directos a colocar el dedo en el gatillo, y eso, en el manual de seguridad de Lonnie, es un No rotundo. «Estas armas no se disparan a no ser que apretemos este trocito de metal», nos dijo.



   «¿Si se te cae al suelo no puede dispararse sola?», pregunté.

   «Es absolutamente imposible», respondió. «Bueno. A ver. No pasa casi nunca. Pasa muy pocas veces. Venga, David, empuña la Glock».

   Tragué saliva y obedecí.

   «¡Muy bien!».

   Cuando llegó el turno de Lisa, su dedo se fue directo al gatillo.

   «¡Te pillé! ¡Ja, ja!», dijo Lonnie. «Venga, David, ahora empuña tú la 38 y Lisa que levante la Glock».

   Accedimos directamente a la Norma Número Dos —⁠jamás apuntes a otra persona con tu pistola a no ser que pretendas matarla o herirla⁠— cuando Lisa nos reveló el motivo por el cual estaba asistiendo a esa clase: «¿Y si alguien quiere pegarme un tiro y de repente se le cae la pistola al suelo y voy yo y la agarro para defenderme? Quiero saber cómo usar una».

  «Es un motivo muy lógico e inteligente», dijo Lonnie. «Se nota que eres una persona que se anticipa a los acontecimientos, Lisa».

   «Ni te imaginas», pensé. 

DAVID SEDARIS - "Estoy bien" - (2022)


Imágenes: Beatriz Lobo
 

domingo, 15 de diciembre de 2024

¿QUÉ LLEVÁS AHÍ?


Todo el tiempo había esperado, y de pronto, entre dos o tres jinetes lo vió venir con su gran cuchillo de plata cruzado en la cintura. El trote hacía tintinear las monedas de su cinto resplandeciente y Nefer, ah, la Nefer cebando mate para las visitas junto a su hermana, ella no miró, volvió la espalda, se quemó las manos con el agua que vertía, pero oyó —durante un rato no fué más que oídos— cómo desmontaba, cómo ataba el caballo, las bromas que cambió con los amigos, los pasos con que cruzó el patio para entrar en la cocina y saludar. Cuando llegó su turno respondió muy rápido: bieniusté, y después le ofreció el mate con los ojos bajos.

   Llegó el almuerzo, servir a los invitados, ir y venir, el calor, las brasas latiendo en el suelo junto a los asadores que goteaban; los hombres se inclinaban a cortar lentamente sus pedazos; había vino, había empanadas —toda la víspera amasaron con la madre y las primas—, el sol golpeaba sobre el patio de tierra, las caras estaban rojas bajo la sombra de los talas, Jacinto se puso a tocar en el acordeón una música alegre que llenaba el aire de la mañana. Pero ella, Nefer con la fuente de empanadas o el fuentón de carne, Nefer con el vino o partiendo galleta, tenía ojos en la espalda, en los brazos, en la nuca, en todo el cuerpo, y sin mirarlo vió constantemente al Negro. Lo vió en cuclillas entre algunos amigos, comiendo con su gran cuchillo la presa de carne, un bocado y otro, limpiamente y sin prisa, sonriendo una veces y hablando otras.



   Todo el día pasó así, con el Negro por centro. Pero junto al Negro estaba Delia.

   Si Nefer no tuviera las uñas gastadas hasta la carne por el trabajo; si no fuera hermana de la novia; si no fuera ella misma, ¡cómo hubiera despedazado a desgarrones esa cara, ese cuerpo odiado, cómo hubiese terminado con esa risa de chajá! Molida a golpes la hubiera hecho rodar por tierra, la hubiera atado del pelo a la cola de un potro, la hubiera colgado de los pies, desnuda sobre el fuego, y al fin carbonizada, deshecha, hubiera dado su polvo a los caranchos, a los perros, a las comadrejas y a los zorros. Ah, Delia, hija de bolichero, desenvuelta y cuidada.

   Como esas cicatrices pálidas que un esfuerzo vuelve de pronto rojas, la cara de su abuela se iluminaba en su sangre. Apenas la conocía y sin embargo estaba viva en ella. Su abuela vagando por las lagunas de Carhué y los campos arenosos, niña en las tolderías del Oeste; su abuela oscura y sin canas, muerta a los cien años, sabia en terribles palabras. Mamá no hablaba de ella porque su sangre había llegado de Italia con sus padres; papá no necesitaba mencionarla y las nietas tampoco.



   ¿Qué es el día, qué es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno? El cielo se pone oscuro, las casas crecen, se juntan, se tambalean, las voces suben, aumentan, son una sola voz. ¡Basta! ¿Quién grita así? El alma está negra, el alma como el campo con tormenta, sin una luz, callada como un muerto bajo la tierra.

   Nefer va con el mate en la mano. En el galpón bailan hace rato y ella bailó con muchos en la luz fuerte de los faroles. Ahora corre, huyendo. Nicolás, el que trabaja en las vías del tren, le dice «Nefer», cruzado, enorme en su camino. Ella se detiene.

   —¿Qué llevás ahí? ¿Mate?

   Nefer lo mira y no ve su cara, no ve sus bigotes, ve a Delia con el Negro, bailando y riendo. Dice sí, lo mismo hubiera dicho no. El hombre dice:

   —¿Me convidás?; tengo sed.

   —Está seco, hay que cambiar la yerba.

   Por su cara bajan lágrimas, pero no lo sabe. El hombre tomó vino, tiene olor, ella lo vio esa tarde riendo y hablando.

   La toma por un brazo y las espinas del monte se incrustan en su espalda. El hombre tiene bigotes y olor a vino, hace calor, las ramas de los árboles son un mundo, el Negro está con Delia, el hombre suda, hace calor, me ahogo, ah Negro, Negro, qué me has hecho, mirá mi vestido, era para vos. Durante meses esperé este día para invitarte…

SARA GALLARDO - "Enero" - (1958)


Imágenes: Lucía Morón

viernes, 13 de diciembre de 2024

A LO MEJOR ASÍ APRENDES LO QUE SON LAS COSAS

 


Fui a escuchar a un hombre que daba una charla. El acto se celebraba en un campus universitario. El hombre era un catedrático, pero daba clases en otra universidad, en otra parte del país. Era un escritor muy conocido que, anteriormente ese mismo año, había ganado un premio internacional. Aunque el acto era gratuito y abierto al público, el auditorio solo estaba medio lleno. Yo misma no me habría encontrado entre el público, ni me habría encontrado en esa ciudad, de no ser por una coincidencia. A una amiga mía la estaban tratando en un hospital de la zona especializado en su tipo de cáncer en particular. Yo había ido a visitar a esa amiga, a esa vieja amiga tan querida a la que no había visto en varios años, y a quien, dada la gravedad de su enfermedad, quizá no volviese a ver.



   Era la tercera semana de septiembre de 2017. Yo había reservado una habitación por Airbnb. La anfitriona era una bibliotecaria jubilada, viuda. A través de su perfil supe que también era madre de cuatro, abuela de seis y que sus aficiones incluían cocinar e ir al teatro. Vivía en el piso más alto de un pequeño edificio de apartamentos a unos tres kilómetros del hospital. El apartamento estaba limpio y ordenado y olía levemente a comino. La habitación de invitados estaba decorada de esa forma que la mayoría de la gente pensaba que haría sentir a alguien como en casa: grandes alfombras afelpadas, una cama con una pila de cojines y un edredón de plumas mullido, una mesa rinconera con una jarra de cerámica con flores secas y, en la mesilla de noche junto a la cama, un lote de novelas policiacas de bolsillo. El tipo de lugar donde yo nunca me siento en casa. Lo que la mayoría de la gente considera acogedor —⁠gemütlich, hygge— a otros nos resulta sofocante.



   Prometían que había un gato, pero no vi ni rastro de ninguno. Solamente algo más tarde, cuando llegó el momento de irme, supe que, entre el momento de mi reserva y mi estancia, el gato de la dueña se había muerto. Me dio la noticia bruscamente, cambiando enseguida de tema para que no pudiese preguntarle al respecto, cosa que de hecho iba a hacer solo porque algo en sus ademanes me hizo pensar que quería que le preguntase sobre ello. Y se me ocurrió que quizá no era la emoción lo que le había hecho cambiar de tema de ese modo, sino más bien la preocupación de que yo fuese a quejarme después. Anfitriona deprimente que hablaba demasiado sobre su gato muerto. El tipo de comentario que veías todo el tiempo en el sitio web.



   En la cocina, mientras me bebía el café y comía de la bandeja de cosas para picar que me había preparado la anfitriona (entretanto ella, tal como recomiendan hacer a los anfitriones de Airbnb, se había esfumado), me puse a estudiar el corcho en el que había información para los huéspedes sobre sitios de la ciudad a los que ir. Una exposición de grabados japoneses, una feria de artesanía, una compañía de danza canadiense de gira por la ciudad, un festival de jazz, un festival de cultura caribeña, el horario del polideportivo local, una lectura de spoken-word. Y, esa tarde, a las siete y media, la charla del escritor.

   En la fotografía parece rígido; no, «rígido» es demasiado rígido. Digamos que severo. Con ese aspecto que acaban teniendo muchos hombres blancos mayores a cierta edad: pelo completamente blanco, nariz aguileña, labios finos, mirada penetrante. Como aves rapaces. Poco apetecibles. Con muy poca pinta de decir: Por favor, ven a escucharme. ¡Me encantará verte allí! Sino más bien: No te quepa duda, yo sé mucho más que tú. Deberías ir a escucharme. A lo mejor así aprendes lo que son las cosas.

SIGRID NUNEZ - "Cuál es tu tormento" - (2021)

Imágenes: Julian Meagher

miércoles, 11 de diciembre de 2024

ENFERMOS LO ESTAMOS TODOS


Rachel retransmitió, pues, la noticia en directo ante las puertas del Hospital Choscal. El sol despuntaba sobre una densa franja de nubarrones justo por encima de su cabeza, dispuesto a abrasar la tierra. Grant, el presentador del telediario local, lograba sonar doblemente imbécil en una transmisión internacional.

   Rachel soltó de corrido las estadísticas: había treinta y dos casos de cólera confirmados, ingresados en el hospital a sus espaldas; las inundaciones posteriores al huracán estaban contribuyendo a que la epidemia se propagara a escala nacional y complicando las labores de ayuda; las expectativas eran catastróficas. Detrás del equipo de filmación, Cité Soleil se desplegaba como una ofrenda sacrificial al dios del sol, y Rachel sintió que algo se partía en su interior. Era un fragmento de su espíritu que hasta el momento se había mantenido inaccesible al mundo, un pedazo del alma tal vez, y tan pronto como se desgajó de ella, el calor y la muerte le dieron caza y se lo tragaron. En su lugar, fue a instalarse un gorrión que batía las alas en el centro de su pecho. Sin previo aviso, de golpe y porrazo. De súbito sobrevolaba el centro de su pecho, batiendo las alas con todas sus fuerzas.



   —Pero, disculpa, Rachel —le decía Grant por el pinganillo—, Rachel…

   ¿Por qué repetía una y otra vez su nombre?

   —Sí, Grant.

   —¿Rachel?

   —¿Sí? —contestó, evitando conscientemente soltar un bufido.

   —¿Cuántas personas se calcula que han contraído esa terrible enfermedad? ¿Cuál es el número de enfermos?

   A Rachel la pregunta se le antojó absurda.

   ¿Cuál es el número de enfermos?

   —Enfermos lo estamos todos —respondió Rachel.

   —¿Perdona? —dijo Grant.

   —Que estamos todos enfermos —repitió ella. ¿Eran imaginaciones suyas o las palabras le habían salido un tanto entrecortadas?

   —Rachel, ¿significa eso que tú y otros miembros del equipo de Channel 6 habéis contraído el cólera?

   —¿Cómo? No.

   Danny Marotta apartó el ojo del objetivo de la cámara y le preguntó a Rachel con la mirada si se encontraba bien. Widdy caminaba por detrás de él con una grácil zancada que no se correspondía con su corta edad ni con la sangre que manchaba su vestido, ni con aquella otra sonrisa abierta como un tajo en su garganta.



   —Rachel —decía Grant—. ¿Rachel? Lo siento, pero no entiendo.

   Rachel, ya sudando a mares y temblando de tal modo que el micrófono le saltaba en la mano, contestó:

   —He dicho que enfermos lo estamos todos. Todos, todos lo estamos, lo que quiero decir, digo que todos estamos enfermos. ¿Entiendes? —Las palabras le brotaban de los labios como sangre por una herida punzante—. Estamos perdidos y enfermos aunque todos finjamos lo contrario, pero luego nos vamos todos y aquí se quedan. Todos nos vamos, y a tomar por saco.

   Antes de que se pusiera el sol, las imágenes de Rachel repitiéndole al perplejo presentador de televisión «enfermos lo estamos todos», con las manos y los hombros sacudidos por los temblores y pestañeando para apartar las gotas de sudor que le resbalaban por la frente, se habían hecho virales.

DENNIS LEHANE - "Después de la caída" - (2017)


Imágenes: Cheri Smith

lunes, 9 de diciembre de 2024

ESTE ES EL TAMAÑO DE NUESTRA DERROTA


No necesité más de cinco minutos para darme cuenta de que estaba hablando con un loco. Después de pedir disculpas por tener que recibirme en su habitación, Riquelme explicó que no era muy seguro que nos reuniéramos de día, y quiso saber si alguien más estaba al tanto de la entrevista. Le aseguré que hasta ahora no le había dicho a nadie, y que podía sentirse seguro. Cuando supo que me había traído el chofer de la revista, pidió que le anotara su nombre, su celular y cualquier otra información relevante, ya que no se podían tomar suficientes precauciones. Recomendó que en el futuro solo me trasladara en metro o en colectivo, ya que los taxistas eran animales de costumbres, y que muchos buenos hombres habían caído por confiar en el chofer equivocado. Tienen registros que son fáciles de rastrear, aclaró, rutas fijas, hábitos. Eso es lo que hay que evitar si uno quiere estar seguro: la repetición. El movimiento es la única certeza que tenemos: todo vibra, todo se mueve, dijo. Le respondí que el chofer era un hombre de absoluta confianza, bueno como pocos. Luego, Riquelme preguntó por mis apellidos, por la ascendencia de mis abuelos, y cuando supo que mi tatarabuelo era francés se vio satisfecho. ¿Del sur de Francia?, preguntó. No lo sé, le dije, me parece que sí. Los Riquelme somos de Italia, me contó, pero a principios del siglo XIV fuimos expulsados por los ejércitos del Vaticano y tuvimos que exiliarnos en el sur de Francia. Buena gente, concluyó.



   Se negó a contestar cualquiera de mis preguntas. En vez de responder dónde había estado durante los últimos años, me habló de un pianista que escuchaba los acordes de Dios, de un ángel que ejercía la prostitución en un subterráneo de La Haya, y de una mujer con piel de reptil que no ingería alimentos hacía doce años. Cuando pregunté por sus años en el Ejército, me contó la historia de un astronauta chileno que llevaba cinco años girando alrededor de la Tierra, repitiendo un largo mantra que generaría cambios irreversibles en el desarrollo de la raza humana. Su discurso estaba plagado de situaciones paranoides: agentes y contra-agentes, espías que trabajaban en lo oscuro sin contacto con sus superiores, hombres y mujeres que —sin sospecharlo— formaban parte de conspiraciones orquestadas por sociedades secretas. Todo se mueve como un péndulo, me dijo, todas las verdades son medias verdades; todo asciende y desciende, pero nada escapa a la Ley. Después de escucharlo durante casi cuarenta minutos, me animé a preguntarle por su amistad con Karol Vasek. Al escuchar el nombre del poeta, se puso de pie y echó llave a la puerta, cubriendo por completo la salida con su cuerpo encorvado. Trastabillando, estiró los brazos y cogió las carpetas que había ordenado sobre el escritorio; luego se llevó un dedo a los labios y apuntó hacia el techo y la ventana.



 Asentí para hacerle entender que comprendía, mientras buscaba algún objeto para utilizar como arma. Riquelme se acercó a mi silla con pasos inseguros y pidió que detuviera la grabadora. Estrechó las carpetas contra su pecho, como si abrazara a un ser querido, y luego me las tendió con las manos temblorosas. Las recibí y me puse inmediatamente de pie, dispuesto a salir corriendo ante la más mínima señal de violencia. Riquelme quitó el pestillo de la puerta, abrió y se quedó esperando que yo saliera, con el pelo blanco cayéndole sobre la cara. Su cuerpo gigantesco me pareció repentinamente frágil, al borde del colapso, y antes de salir le pregunté si estaba bien. Como respuesta se llevó las manos a la cara y se quitó los anteojos: dos esferas completamente blancas me miraban fijamente. Este es el tamaño de nuestra derrota, murmuró antes de cerrar.

BENJAMÍN LABATUT - "La Antártica empieza aquí" - (2010)


Imágenes: Jeremy Miranda

sábado, 7 de diciembre de 2024

UNA RÁPIDA SERPIENTE CORRIENDO DEL CUELLO HASTA LOS PIES


Esperar, lo decían todos, hay que esperar porque nunca se sabe en casos así, también el doctor Raimondi, hay que esperar, a veces se da una reacción y más a la edad de Mecha, hay que esperar, señor Botto, sí doctor pero ya van dos semanas y no se despierta, dos semanas que está como muerta, doctor, ya lo sé, señora Luisa, es un estado de coma clásico, no se puede hacer más que esperar. Lauro también esperaba, cada vez que volvía de la facultad se quedaba un momento en la calle antes de abrir la puerta, pensaba hoy sí, hoy la voy a encontrar despierta, habrá abierto los ojos y le estará hablando a mamá, no puede ser que dure tanto, no puede ser que se vaya a morir a los veinte años, seguro que está sentada en la cama y hablando con mamá, pero había que seguir esperando, siempre igual m’hijito, el doctor va a volver a la tarde, todos dicen que no se puede hacer nada. Venga a comer algo, amigo, su madre se va a quedar con Mecha, usted tiene que alimentarse, no se olvide de los exámenes, de paso vemos el noticioso.

 

Pero todo era de paso allí donde lo único que duraba sin cambio, lo único exactamente igual día tras día era Mecha, el peso del cuerpo de Mecha en esa cama, Mecha flaquita y liviana, bailarina de rock y tenista, ahí aplastada y aplastando a todos desde hacía semanas, un proceso viral complejo, estado comatoso, señor Botto, imposible pronosticar, señora Luisa, nomás que sostenerla y darle todas las chances, a esa edad hay tanta fuerza, tanto deseo de vivir. Pero es que ella no puede ayudar, doctor, no comprende nada, está como, ah perdón Dios mío, ya ni sé lo que digo.

   Lauro tampoco lo creía del todo, era como un chiste de Mecha que siempre le había hecho los peores chistes, vestida de fantasma en la escalera, escondiéndole un plumero en el fondo de la cama, riéndose tanto los dos, inventándose trampas, jugando a seguir siendo chicos. Proceso viral complejo, el brusco apagón una tarde después de la fiebre y los dolores, de golpe el silencio, la piel cenicienta, la respiración lejana y tranquila. Única cosa tranquila allí donde médicos y aparatos y análisis y consultas hasta que poco a poco la mala broma de Mecha había sido más fuerte, dominándolos a todos de hora en hora, los gritos desesperados de doña Luisa cediendo después a un llanto casi escondido, a una angustia de cocina y de cuarto de baño, las imprecaciones paternas divididas por la hora de los noticiosos y el vistazo al diario, la incrédula rabia de Lauro interrumpida por los viajes a la facultad, las clases, las reuniones, esa bocanada de esperanza cada vez que volvía del centro, me la vas a pagar, Mecha, esas cosas no se hacen, desgraciada, te la voy a cobrar, vas a ver. La única tranquila aparte de la enfermera tejiendo, al perro lo habían mandado a casa de un tío, el doctor Raimondi ya no venía con los colegas, pasaba al anochecer y casi no se quedaba, también él parecía sentir el peso del cuerpo de Mecha que los aplastaba un poco más cada día, los acostumbraba a esperar, a lo único que podía hacerse.



   Lo de la pesadilla empezó la misma tarde en que doña Luisa no encontraba el termómetro y la enfermera, sorprendida, se fue a buscar otro a la farmacia de la esquina. Estaba hablando de eso porque un termómetro no se pierde así nomás cuando se lo está utilizando tres veces al día, se acostumbraban a hablarse en voz alta al lado de la cama de Mecha, los susurros del comienzo no tenían razón de ser porque Mecha era incapaz de escuchar, el doctor Raimondi estaba seguro de que el estado de coma la aislaba de toda sensibilidad, se podía decir cualquier cosa sin que nada cambiara en la expresión indiferente de Mecha. Todavía hablaban del termómetro cuando se oyeron los tiros en la esquina, a lo mejor más lejos, por el lado de Gaona. Se miraron, la enfermera se encogió de hombros porque los tiros no eran una novedad en el barrio ni en ninguna parte, y doña Luisa iba a decir algo más sobre el termómetro cuando vieron pasar el temblor por las manos de Mecha. Duró un segundo pero las dos se dieron cuenta y doña Luisa gritó y la enfermera le tapó la boca, el señor Botto vino de la sala y los tres vieron cómo el temblor se repetía en todo el cuerpo de Mecha, una rápida serpiente corriendo del cuello hasta los pies, un moverse de los ojos bajo los párpados, la leve crispación que alteraba las facciones, como una voluntad de hablar, de quejarse, el pulso más rápido, el lento regreso a la inmovilidad. Teléfono, Raimondi, en el fondo nada nuevo, acaso un poco más de esperanza aunque Raimondi no quiso decirlo, santa Virgen, que sea cierto, que se despierte mi hija, que se termine este calvario, Dios mío. Pero no se terminaba, volvió a empezar una hora más tarde, después más seguido, era como si Mecha estuviera soñando y que su sueño fuera penoso y desesperante, la pesadilla volviendo y volviendo sin que pudiera rechazarla, estar a su lado y mirarla y hablarle sin que nada de lo de fuera le llegara, invadida por esa otra cosa que de alguna manera continuaba la larga pesadilla de todos ellos ahí sin comunicación posible, sálvala, Dios mío, no la dejes así, y Lauro que volvía de una clase y se quedaba también al lado de la cama, una mano en el hombro de su madre que rezaba.

JULIO CORTÁZAR - "Ahí y ahora" - (1994)


Imágenes: Meggan Joy

jueves, 5 de diciembre de 2024

LA HISTORIA SE SOSTENÍA PERFECTAMENTE

 


No reconocimos la gravedad de nuestra situación hasta varias semanas después, cuando la nieve de las montañas ya se estaba fundiendo. Bunny llevaba diez días muerto cuando lo encontraron. Fue la operación de búsqueda más intensa de la historia de Vermont: policía estatal, el FBI, incluso un helicóptero del ejército. Cerraron la universidad, cerraron la fábrica de tintes de Hampton, acudió gente de New Hampshire, de Nueva York y hasta de Boston.

   Cuesta creer que el sencillo plan de Henry funcionara tan bien, a pesar de los imprevistos. No nos habíamos propuesto ocultar el cuerpo en un lugar donde no pudieran hallarlo. De hecho, no lo ocultamos en absoluto, sino que nos limitamos a dejarlo allí, donde había caído, con la esperanza de que algún infortunado paseante tropezara con él antes de que nadie notara siquiera su desaparición. La historia se sostenía perfectamente: las rocas sueltas, el cuerpo en el fondo del barranco con el cuello roto, y las huellas en el barro señalando la dirección en que había resbalado; un accidente de excursionista, ni más ni menos, y en eso se habría quedado, en unas cuantas lágrimas y un modesto funeral, de no ser por la nieve que cayó aquella noche; lo cubrió completamente, y diez días después, cuando por fin llegó el deshielo, la policía, el FBI y los voluntarios que lo buscaban se dieron cuenta de que habían estado pasando una y otra vez sobre su cadáver hasta convertir la nieve que lo cubría en una masa compacta, dura como el hielo.



   Cuesta creer que se armara tanto alboroto alrededor de un acto del que yo era en parte responsable, y todavía cuesta más creer que yo hubiera pasado por todo aquello —las cámaras, los uniformes, la muchedumbre esparcida por el monte Cataract como hormigas negras en un azucarero— sin levantar la menor sospecha. Pero una cosa era pasar por ello y otra muy distinta, desgraciadamente, era pasar de ello; y, aunque creía que me había alejado para siempre de aquel barranco una tarde de abril, ahora ya no estoy tan seguro. Ahora que los que buscaban se han ido y que la vida ha vuelto a la normalidad, me he dado cuenta de que, si bien durante años puedo haber imaginado que me encontraba lejos de allí, en realidad he estado allí todo el tiempo: allí arriba, junto a las fangosas roderas marcadas en la hierba reciente, con aquel cielo oscuro sobre los temblorosos manzanos en flor y el primer frío de la nieve que va a caer por la noche ya en el aire.



   «¿Qué hacéis aquí arriba?», preguntó Bunny, sorprendido, cuando nos encontró a los cuatro esperándole.

   «Nada, buscar helechos», dijo Henry.

   Nos quedamos un momento murmurando entre la maleza —un último vistazo al cuerpo y un último vistazo alrededor, a nadie se le han caído las llaves, nadie ha perdido las gafas, ¿todo el mundo lo tiene todo?— y echamos a andar en fila india por el bosque, y yo miré atrás, por entre los arbolitos que se cimbreaban cerrando el paso detrás de mí. Aunque recuerdo el camino de vuelta y los primeros copos de nieve solitarios que caían flotando entre los pinos, y recuerdo cómo nos apretujamos en el coche, agradecidos, y bajamos por la carretera como una familia en vacaciones, y a Henry que conducía con las mandíbulas apretadas sorteando los baches mientras los demás nos reclinábamos en los asientos hablando como niños; aunque recuerdo demasiado bien la larga y terrible noche que teníamos por delante y los largos y terribles días y noches que siguieron, me basta con mirar por encima del hombro, después de tantos años, para volver a ver detrás de mí el barranco, irguiéndose, verde y negro, entre los arbolitos, una imagen que nunca me abandonará.

  Supongo que hubo un tiempo en que tenía muchas historias que contar, pero ahora no hay otra. Ésta es ya la única historia que jamás seré capaz de relatar.

DONNA TARTT - "El secreto" - (1992)


Imágenes: Kardamonich