Bajé a por la mochila y subí de nuevo las escaleras. Aparte de las escaleras a la cámara, en el piso de arriba solo hay una habitación que comparto con la vieja. Dejé la mochila sobre mi cama, la pequeña. Antes había sido de mi madre y antes de mi abuela. En esta casa no se hereda dinero ni anillos de oro ni sábanas bordadas con las iniciales, aquí lo que nos dejan los muertos son las camas y el resentimiento. La mala sangre y un sitio para echarte a la noche, eso es lo único que puedes heredar en esta casa. Ni siquiera me tocó el pelo de mi abuela, que a su edad la vieja sigue teniendo el cabello fuerte como soga que da gloria verlo cuando se lo suelta y yo con cuatro pelos lacios y raquíticos que se me pegan a la cabeza y se me llenan de grasa a las dos horas de habérmelo lavado.
La cama me gusta porque el cabecero está lleno de estampas de ángeles de la guarda pegadas con celofán. De vez en cuando el celofán se cae de viejo y de podrido pero yo enseguida corto otro trocito con los dientes y lo cambio.
Mi preferida es una en la que el ángel vigila a dos niños que están a punto de caerse por un barranco. Los niños están jugando en un risco y sonríen con cara de imbéciles como si estuviesen en el patio de su casa y no al borde de un despeñadero. Son bastante mayores pero ahí están los idiotas como si nada. Muchas mañanas la miro nada más despertarme a ver si los niños se han caído ya. También hay otra estampa en la que un bebé está a punto de prenderle fuego a la casa, otra en la que unos gemelos están intentando meter los dedos en un enchufe y otra en la que una niña está a punto de amputarse una falange con un cuchillo de cocina. Todos sonríen como psicópatas con los mofletes redondos y rosados. La vieja puso las estampas ahí cuando nació mi madre para que los ángeles la protegiesen y todas las noches antes de dormir las dos se arrodillaban al lado de la cama con las palmas de las manos juntas y rezaban cuatro esquinitas tiene mi cama cuatro angelitos que me la guardan. Pero luego la vieja vio a los ángeles de verdad y se dio cuenta de que los que habían dibujado las estampas no habían visto uno en su vida porque ninguno tiene esos rizos rubios y esas caras hermosas. Todos son más bien como insectos gigantes, como mantis religiosas. Y mi abuela dejó de rezar porque quién querría que viniesen cuatro mantis religiosas con sus cientos de ojos y sus bocas de pinzas a la cama de su hija. Ahora les rezamos porque tenemos miedo de que se posen sobre el tejado y metan sus antenas y sus patas largas por la chimenea. A veces oímos ruido en la cámara y subimos a mirar y vemos sus ojos vigilándonos por entre los huecos de las tejas y entonces les decimos un avemaria para que se espanten.
LAYLA MARTÍNEZ - "Carcoma" - (2021)
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