El insomnio es espiral. Te engulle y te escupe hasta que pierdes la consciencia de estar despierto, dormido o en el limbo de una inestable vigía. También es una rutina que asumo como una de las consecuencias de envejecer. No es la única y, desde la cama, me estoy acostumbrando a enumerarlas con rigor notarial, sin añadir ningún barniz hipocondriaco, y a constatar que el inventario de males es más eficaz que el recuento de ovejas. Siento los latidos de mi corazón, siempre acelerado pese a la medicación que tomo, y aplico los consejos —a menudo incongruentes— que a lo largo de los años me han ayudado a convivir con un variado repertorio de arritmias, taquicardias y lo que mi padre llamaba palpitaciones. Si el inventario no funciona como bálsamo contra el desvelo, me concentro en escucharlo todo con la atención de un guepardo enfocado por la cámara de un documental sobre naturaleza. Accedo a frecuencias que de día son imperceptibles. Paradoja: que el silencio sea un amplificador de la respiración, del roce con las sábanas y de los ruidos procedentes de la calle —la insolencia de una moto que espera a que el semáforo se ponga verde, el diálogo estridente entre dos borrachos, las ruedas de las maletas que, a todas horas, entran y salen de los pisos turísticos— o de todo lo que se mueve más allá de la puerta de mi dormitorio. Cuando aún dormía acompañado, todo quedaba restringido a las reacciones de dos cuerpos aparentemente armónicos.
De unos años a esta parte, la soledad me ha obligado a ampliar el radio de atención. Incluso con la puerta del dormitorio cerrada, puedo llegar a escuchar el remoto zumbido de la nevera, o el goteo intermitente de la ducha, como si los objetos dialogaran en un idioma que, en momentos de euforia, me parece entender.
Ñec. El oído detecta un crujir que se sale de la gama de ruidos habituales. Lo interpreto como la apertura de una puerta. Reacciono abriendo los ojos y, sin que exista ninguna lógica en este movimiento, cogiendo el móvil. La pantalla me informa de que son las 3:34 h. En otro momento habría jugado a extraer alguna conclusión numerológica, pero ahora solo estoy pendiente del crujido, que se transforma en una secuencia de pisadas de alguien que, deduzco, anda de puntillas. Los prejuicios se imponen: imagino a un hombre tatuado, miembro de una banda de delincuentes albanokosovares y con un padre alcohólico que, de pequeño, lo maltrataba. En vez de decir algo, encender la luz o levantarme, y siguiendo el impulso de una intuición que me mantiene bloqueado, dejo el móvil (si llamo a la policía, y aunque susurrara, el albanokosovar podría oírme) sobre la mesita de noche y concluyo que alguien ha entrado en mi casa forzando la puerta. Las palpitaciones multiplican mi capacidad de imaginar qué debe estar pasando. No son especulaciones recreativas, sino el diagnóstico de una realidad que se desdobla: la que transcurre más allá de la puerta y la que vivo dentro de mi cerebro. En ambos casos prevalece el miedo. Miedo a ser agredido, herido o asesinado. Y siguiendo la misma lógica de la bola de nieve, al miedo físico hay que añadirle el miedo a que me roben.
Simultáneamente, intento interpretar cada ruido y deduzco que el intruso —a estas alturas aún no sé qué grado de peligrosidad asignarle— está desconectando los cables de mi ordenador y, apresuradamente, buscando objetos susceptibles de ser revendidos en el mercado negro. Por el resquicio que separa la puerta del parqué, se adivina el movimiento de un haz de luz de linterna, y recuerdo que las últimas semanas el conserje me había comentado los robos en fincas cercanas. Enemigo del alarmismo —es un lujo que creía que ya no podía permitirme—, reaccioné de un modo que ahora se ha demostrado erróneo. Creía que, si yo fuera ladrón, el último piso en el que entraría a robar sería el mío. Precisamente porque no tiene una puerta blindada ni un aviso de instalación de alarma, pensaba que un ladrón mínimamente profesional deduciría que aquí no hay nada que robar. Sin saber si han transcurrido diez segundos o diez minutos —es una obviedad, pero me vuelve a sorprender: la angustia altera la percepción del tiempo—, decido acurrucarme, en posición fetal, debajo del edredón. La reacción sigue un razonamiento cobarde pero pragmático: si el ladrón tiene intenciones violentas, prefiero no verle la cara. Si tienen que apuñalarme, que la última imagen que vea en vida no sea la expresión brutal o sanguinaria de un psicópata. Ahora, bajo el edredón, ya no puedo seguir los movimientos de la linterna, solo imaginarlos. Y los sonidos sigilosos del ladrón ya no me llegan con nitidez hasta que, cloc, reconozco el sonido de la puerta de entrada cerrándose.
A continuación, silencio. Es un silencio relativo, de angustia y también de cierto alivio, que, en vez de hacer que me levante para comprobar qué ha ocurrido, me mantiene en la misma posición. La negociación conmigo mismo continúa y este espejo opaco me devuelve la imagen de alguien miedoso, contradictorio, que practica lo que llamamos —en el momento de pensarlo me doy cuenta de que ya no se dice tanto— táctica del avestruz. Las hipótesis se atomizan a medida que el silencio se confirma, incluso la impresión, inoportuna y fugaz, de que los avestruces han dejado de ser animales pintorescos, populares y simpáticos. Con un gesto inseguro, saco la cabeza de debajo del edredón y respiro hondo. Calculo los inconvenientes que me provocará haberme quedado —lo doy por hecho— sin ordenador y tener que hacer la denuncia en comisaría, pero agradezco que, como mínimo, no se hayan oído destrozos ni reacciones de tensión o de violencia. La llegada del camión de la basura me devuelve a la rutina. Es la referencia sonora de un paso del tiempo que, en los peores días —mejor dicho: en las peores noches—, no solo no avanza sino que a veces retrocede. «Debería levantarme y llamar a la policía», pienso. Pero no me muevo. Siento, sobre los párpados, el peso de una fatiga inesperada. La reconozco: es el presagio de una ola de sueño. Me mantengo expectante, y con el inestable equilibrio de un surfista, me preparo para que, a saber hasta cuándo, el sueño me arrastre.
SERGI PÀMIES - "A las dos serán las tres" - (2024)
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