Odio el baile desde que tengo memoria. No de un modo envidioso y frustrado, sino con beligerancia. El baile es pasatiempo de descerebrados e irreflexivos, de arrogantes e indignos: nada arruina tanto la imagen que tenemos de alguien como verlo sacudirse en una pista, girar o contraerse o incluso dar de brincos como un escolar.
He procurado siempre escuchar música violenta, incapaz de provocar las fraternidades asnales de la danza. Mi peor desprecio para el hombre que se crea aquello de que a la mujer se la conquista bailando. Condescender al baile es el mejor modo de pertenecerle, convertirse en mascota.
—Ven. Baila esto.
Es fácil darse cuenta de que Carla ha consumido algún estupefaciente y bebido un mar de alcohol. Fuma y se bambolea. Pero el frío que me corroe desde hace unos días, desde mi ascenso y aumento para ser precisos, me impide levantarme y convertir su invitación en manoseo o cópula.
Famélica como una hiena, drogada como un criminal, Carla se menea junto a mis manos, entrecierra unos ojos saltones, infectados de algo más que cansancio.
Alguna vez, hace años, fui débil y bailé. Empeñado en la patética seducción de una mujer casualmente conocida en una fiesta, acepté levantarme de mi silla y mecerme a su ritmo. Demostré cierta habilidad mínima para hacerlo; al menos ninguna risotada ajena me fue dedicada. Pero la humillación me marcó: aquella mujer merecía que le robara el bolso y la ropa íntima, tal y como hice por la madrugada, en el hotel donde la dejé dormida y cuya cuenta me cobré con el dinero de su cartera.
Carla no debería correr mejor suerte. La dejo allí, no estática sino mutable y monótona, como una nube de humo entre la pedorrera del radio.
—Traeré a mi jefe. No lo olvides —le indico.
—Sí, tráelo. Puedes darme dinero desde ahora, si quieres que sea sorpresa.
—Harías eso por mí —no pregunto: afirmo.
—Haré lo que pagues. Y nada menos.
Se afana en acercarse. Me besa la cara y trata de acariciarme el pecho. Le entrego unos billetes y le prometo más, le prometo drogas o un arma, lo que prefiera. Ella asiente y baila. Sólo baila.
Estoy por quedarme dormido, en el taxi que me lleva a casa, cuando Verónica llama.
No saluda. Tampoco pregunta dónde estoy metido hace días, por qué no la busco, por qué no la veo.
Me explica en voz muy baja que su marido ha estado entrevistándose con detectives o algo así.
No le presto demasiada atención. Estoy ocupado.
Respirando. Respirando. Respirando.
ANTONIO ORTUÑO - "Recursos humanos" - (2007)
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