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lunes, 9 de diciembre de 2024

ESTE ES EL TAMAÑO DE NUESTRA DERROTA


No necesité más de cinco minutos para darme cuenta de que estaba hablando con un loco. Después de pedir disculpas por tener que recibirme en su habitación, Riquelme explicó que no era muy seguro que nos reuniéramos de día, y quiso saber si alguien más estaba al tanto de la entrevista. Le aseguré que hasta ahora no le había dicho a nadie, y que podía sentirse seguro. Cuando supo que me había traído el chofer de la revista, pidió que le anotara su nombre, su celular y cualquier otra información relevante, ya que no se podían tomar suficientes precauciones. Recomendó que en el futuro solo me trasladara en metro o en colectivo, ya que los taxistas eran animales de costumbres, y que muchos buenos hombres habían caído por confiar en el chofer equivocado. Tienen registros que son fáciles de rastrear, aclaró, rutas fijas, hábitos. Eso es lo que hay que evitar si uno quiere estar seguro: la repetición. El movimiento es la única certeza que tenemos: todo vibra, todo se mueve, dijo. Le respondí que el chofer era un hombre de absoluta confianza, bueno como pocos. Luego, Riquelme preguntó por mis apellidos, por la ascendencia de mis abuelos, y cuando supo que mi tatarabuelo era francés se vio satisfecho. ¿Del sur de Francia?, preguntó. No lo sé, le dije, me parece que sí. Los Riquelme somos de Italia, me contó, pero a principios del siglo XIV fuimos expulsados por los ejércitos del Vaticano y tuvimos que exiliarnos en el sur de Francia. Buena gente, concluyó.



   Se negó a contestar cualquiera de mis preguntas. En vez de responder dónde había estado durante los últimos años, me habló de un pianista que escuchaba los acordes de Dios, de un ángel que ejercía la prostitución en un subterráneo de La Haya, y de una mujer con piel de reptil que no ingería alimentos hacía doce años. Cuando pregunté por sus años en el Ejército, me contó la historia de un astronauta chileno que llevaba cinco años girando alrededor de la Tierra, repitiendo un largo mantra que generaría cambios irreversibles en el desarrollo de la raza humana. Su discurso estaba plagado de situaciones paranoides: agentes y contra-agentes, espías que trabajaban en lo oscuro sin contacto con sus superiores, hombres y mujeres que —sin sospecharlo— formaban parte de conspiraciones orquestadas por sociedades secretas. Todo se mueve como un péndulo, me dijo, todas las verdades son medias verdades; todo asciende y desciende, pero nada escapa a la Ley. Después de escucharlo durante casi cuarenta minutos, me animé a preguntarle por su amistad con Karol Vasek. Al escuchar el nombre del poeta, se puso de pie y echó llave a la puerta, cubriendo por completo la salida con su cuerpo encorvado. Trastabillando, estiró los brazos y cogió las carpetas que había ordenado sobre el escritorio; luego se llevó un dedo a los labios y apuntó hacia el techo y la ventana.



 Asentí para hacerle entender que comprendía, mientras buscaba algún objeto para utilizar como arma. Riquelme se acercó a mi silla con pasos inseguros y pidió que detuviera la grabadora. Estrechó las carpetas contra su pecho, como si abrazara a un ser querido, y luego me las tendió con las manos temblorosas. Las recibí y me puse inmediatamente de pie, dispuesto a salir corriendo ante la más mínima señal de violencia. Riquelme quitó el pestillo de la puerta, abrió y se quedó esperando que yo saliera, con el pelo blanco cayéndole sobre la cara. Su cuerpo gigantesco me pareció repentinamente frágil, al borde del colapso, y antes de salir le pregunté si estaba bien. Como respuesta se llevó las manos a la cara y se quitó los anteojos: dos esferas completamente blancas me miraban fijamente. Este es el tamaño de nuestra derrota, murmuró antes de cerrar.

BENJAMÍN LABATUT - "La Antártica empieza aquí" - (2010)


Imágenes: Jeremy Miranda

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