Rachel retransmitió, pues, la noticia en directo ante las puertas del Hospital Choscal. El sol despuntaba sobre una densa franja de nubarrones justo por encima de su cabeza, dispuesto a abrasar la tierra. Grant, el presentador del telediario local, lograba sonar doblemente imbécil en una transmisión internacional.
Rachel soltó de corrido las estadísticas: había treinta y dos casos de cólera confirmados, ingresados en el hospital a sus espaldas; las inundaciones posteriores al huracán estaban contribuyendo a que la epidemia se propagara a escala nacional y complicando las labores de ayuda; las expectativas eran catastróficas. Detrás del equipo de filmación, Cité Soleil se desplegaba como una ofrenda sacrificial al dios del sol, y Rachel sintió que algo se partía en su interior. Era un fragmento de su espíritu que hasta el momento se había mantenido inaccesible al mundo, un pedazo del alma tal vez, y tan pronto como se desgajó de ella, el calor y la muerte le dieron caza y se lo tragaron. En su lugar, fue a instalarse un gorrión que batía las alas en el centro de su pecho. Sin previo aviso, de golpe y porrazo. De súbito sobrevolaba el centro de su pecho, batiendo las alas con todas sus fuerzas.
—Pero, disculpa, Rachel —le decía Grant por el pinganillo—, Rachel…
¿Por qué repetía una y otra vez su nombre?
—Sí, Grant.
—¿Rachel?
—¿Sí? —contestó, evitando conscientemente soltar un bufido.
—¿Cuántas personas se calcula que han contraído esa terrible enfermedad? ¿Cuál es el número de enfermos?
A Rachel la pregunta se le antojó absurda.
¿Cuál es el número de enfermos?
—Enfermos lo estamos todos —respondió Rachel.
—¿Perdona? —dijo Grant.
—Que estamos todos enfermos —repitió ella. ¿Eran imaginaciones suyas o las palabras le habían salido un tanto entrecortadas?
—Rachel, ¿significa eso que tú y otros miembros del equipo de Channel 6 habéis contraído el cólera?
—¿Cómo? No.
Danny Marotta apartó el ojo del objetivo de la cámara y le preguntó a Rachel con la mirada si se encontraba bien. Widdy caminaba por detrás de él con una grácil zancada que no se correspondía con su corta edad ni con la sangre que manchaba su vestido, ni con aquella otra sonrisa abierta como un tajo en su garganta.
—Rachel —decía Grant—. ¿Rachel? Lo siento, pero no entiendo.
Rachel, ya sudando a mares y temblando de tal modo que el micrófono le saltaba en la mano, contestó:
—He dicho que enfermos lo estamos todos. Todos, todos lo estamos, lo que quiero decir, digo que todos estamos enfermos. ¿Entiendes? —Las palabras le brotaban de los labios como sangre por una herida punzante—. Estamos perdidos y enfermos aunque todos finjamos lo contrario, pero luego nos vamos todos y aquí se quedan. Todos nos vamos, y a tomar por saco.
Antes de que se pusiera el sol, las imágenes de Rachel repitiéndole al perplejo presentador de televisión «enfermos lo estamos todos», con las manos y los hombros sacudidos por los temblores y pestañeando para apartar las gotas de sudor que le resbalaban por la frente, se habían hecho virales.
DENNIS LEHANE - "Después de la caída" - (2017)
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