Todo el tiempo había esperado, y de pronto, entre dos o tres jinetes lo vió venir con su gran cuchillo de plata cruzado en la cintura. El trote hacía tintinear las monedas de su cinto resplandeciente y Nefer, ah, la Nefer cebando mate para las visitas junto a su hermana, ella no miró, volvió la espalda, se quemó las manos con el agua que vertía, pero oyó —durante un rato no fué más que oídos— cómo desmontaba, cómo ataba el caballo, las bromas que cambió con los amigos, los pasos con que cruzó el patio para entrar en la cocina y saludar. Cuando llegó su turno respondió muy rápido: bieniusté, y después le ofreció el mate con los ojos bajos.
Llegó el almuerzo, servir a los invitados, ir y venir, el calor, las brasas latiendo en el suelo junto a los asadores que goteaban; los hombres se inclinaban a cortar lentamente sus pedazos; había vino, había empanadas —toda la víspera amasaron con la madre y las primas—, el sol golpeaba sobre el patio de tierra, las caras estaban rojas bajo la sombra de los talas, Jacinto se puso a tocar en el acordeón una música alegre que llenaba el aire de la mañana. Pero ella, Nefer con la fuente de empanadas o el fuentón de carne, Nefer con el vino o partiendo galleta, tenía ojos en la espalda, en los brazos, en la nuca, en todo el cuerpo, y sin mirarlo vió constantemente al Negro. Lo vió en cuclillas entre algunos amigos, comiendo con su gran cuchillo la presa de carne, un bocado y otro, limpiamente y sin prisa, sonriendo una veces y hablando otras.
Todo el día pasó así, con el Negro por centro. Pero junto al Negro estaba Delia.
Si Nefer no tuviera las uñas gastadas hasta la carne por el trabajo; si no fuera hermana de la novia; si no fuera ella misma, ¡cómo hubiera despedazado a desgarrones esa cara, ese cuerpo odiado, cómo hubiese terminado con esa risa de chajá! Molida a golpes la hubiera hecho rodar por tierra, la hubiera atado del pelo a la cola de un potro, la hubiera colgado de los pies, desnuda sobre el fuego, y al fin carbonizada, deshecha, hubiera dado su polvo a los caranchos, a los perros, a las comadrejas y a los zorros. Ah, Delia, hija de bolichero, desenvuelta y cuidada.
Como esas cicatrices pálidas que un esfuerzo vuelve de pronto rojas, la cara de su abuela se iluminaba en su sangre. Apenas la conocía y sin embargo estaba viva en ella. Su abuela vagando por las lagunas de Carhué y los campos arenosos, niña en las tolderías del Oeste; su abuela oscura y sin canas, muerta a los cien años, sabia en terribles palabras. Mamá no hablaba de ella porque su sangre había llegado de Italia con sus padres; papá no necesitaba mencionarla y las nietas tampoco.
¿Qué es el día, qué es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno? El cielo se pone oscuro, las casas crecen, se juntan, se tambalean, las voces suben, aumentan, son una sola voz. ¡Basta! ¿Quién grita así? El alma está negra, el alma como el campo con tormenta, sin una luz, callada como un muerto bajo la tierra.
Nefer va con el mate en la mano. En el galpón bailan hace rato y ella bailó con muchos en la luz fuerte de los faroles. Ahora corre, huyendo. Nicolás, el que trabaja en las vías del tren, le dice «Nefer», cruzado, enorme en su camino. Ella se detiene.
—¿Qué llevás ahí? ¿Mate?
Nefer lo mira y no ve su cara, no ve sus bigotes, ve a Delia con el Negro, bailando y riendo. Dice sí, lo mismo hubiera dicho no. El hombre dice:
—¿Me convidás?; tengo sed.
—Está seco, hay que cambiar la yerba.
Por su cara bajan lágrimas, pero no lo sabe. El hombre tomó vino, tiene olor, ella lo vio esa tarde riendo y hablando.
La toma por un brazo y las espinas del monte se incrustan en su espalda. El hombre tiene bigotes y olor a vino, hace calor, las ramas de los árboles son un mundo, el Negro está con Delia, el hombre suda, hace calor, me ahogo, ah Negro, Negro, qué me has hecho, mirá mi vestido, era para vos. Durante meses esperé este día para invitarte…
SARA GALLARDO - "Enero" - (1958)
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