Por las noches hago listas de todo lo que la subida del nivel del mar destrozará. No puedo parar. La Colonia Güell, el Teatre Nacional, el bingo Billares, el centro de arte Hangar, todos los Mercadona, la sede de la Agencia Tributaria de Letamendi, el bar Lord Byron de la calle Valencia, el Institut del Teatre, el cuartel del Bruc.
Caerá el Sutton, caerán las chocolaterías de la calle Xuclá. Las golondrinas, esos barquitos turísticos de madera que olían a petróleo, ya no estarán en el puerto sino que habrán aterrizado extrañamente sobre algún arbolito de Montjuïc, donde el agua también habrá sorprendido a dos amantes en plena acción, por lo que morirán con los pantalones bajados.
Es con esa imagen en la cabeza y no otra que, al volver del trabajo, cuando hago la compra en el supermercado, empiezo a pedir más bolsas de plástico. Tengo tantas ganas de que nos ahoguemos todos que dejo las luces encendidas en casa y no reciclo. Si supiera conducir lo haría a toda velocidad por la carretera de les Aigües, despegaría por la ronda de Dalt a ciento cincuenta, con gasolina altamente contaminante, algo para chamuscar la flora, algo para ahogar a los jabalíes, algo para acelerar el proceso. Vamos a envenenarnos todos juntos, vamos a darle caña a este ritual conjunto, vamos a darlo todo, once more with a feeling.
Pero no lo logro. En su lugar, me voy a vivir a Madrid. Que es algo bastante parecido a la muerte.
LUCÍA LIJTMAER - "Cauterio" - (2022)
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