Fui a escuchar a un hombre que daba una charla. El acto se celebraba en un campus universitario. El hombre era un catedrático, pero daba clases en otra universidad, en otra parte del país. Era un escritor muy conocido que, anteriormente ese mismo año, había ganado un premio internacional. Aunque el acto era gratuito y abierto al público, el auditorio solo estaba medio lleno. Yo misma no me habría encontrado entre el público, ni me habría encontrado en esa ciudad, de no ser por una coincidencia. A una amiga mía la estaban tratando en un hospital de la zona especializado en su tipo de cáncer en particular. Yo había ido a visitar a esa amiga, a esa vieja amiga tan querida a la que no había visto en varios años, y a quien, dada la gravedad de su enfermedad, quizá no volviese a ver.
Era la tercera semana de septiembre de 2017. Yo había reservado una habitación por Airbnb. La anfitriona era una bibliotecaria jubilada, viuda. A través de su perfil supe que también era madre de cuatro, abuela de seis y que sus aficiones incluían cocinar e ir al teatro. Vivía en el piso más alto de un pequeño edificio de apartamentos a unos tres kilómetros del hospital. El apartamento estaba limpio y ordenado y olía levemente a comino. La habitación de invitados estaba decorada de esa forma que la mayoría de la gente pensaba que haría sentir a alguien como en casa: grandes alfombras afelpadas, una cama con una pila de cojines y un edredón de plumas mullido, una mesa rinconera con una jarra de cerámica con flores secas y, en la mesilla de noche junto a la cama, un lote de novelas policiacas de bolsillo. El tipo de lugar donde yo nunca me siento en casa. Lo que la mayoría de la gente considera acogedor —gemütlich, hygge— a otros nos resulta sofocante.
Prometían que había un gato, pero no vi ni rastro de ninguno. Solamente algo más tarde, cuando llegó el momento de irme, supe que, entre el momento de mi reserva y mi estancia, el gato de la dueña se había muerto. Me dio la noticia bruscamente, cambiando enseguida de tema para que no pudiese preguntarle al respecto, cosa que de hecho iba a hacer solo porque algo en sus ademanes me hizo pensar que quería que le preguntase sobre ello. Y se me ocurrió que quizá no era la emoción lo que le había hecho cambiar de tema de ese modo, sino más bien la preocupación de que yo fuese a quejarme después. Anfitriona deprimente que hablaba demasiado sobre su gato muerto. El tipo de comentario que veías todo el tiempo en el sitio web.
En la cocina, mientras me bebía el café y comía de la bandeja de cosas para picar que me había preparado la anfitriona (entretanto ella, tal como recomiendan hacer a los anfitriones de Airbnb, se había esfumado), me puse a estudiar el corcho en el que había información para los huéspedes sobre sitios de la ciudad a los que ir. Una exposición de grabados japoneses, una feria de artesanía, una compañía de danza canadiense de gira por la ciudad, un festival de jazz, un festival de cultura caribeña, el horario del polideportivo local, una lectura de spoken-word. Y, esa tarde, a las siete y media, la charla del escritor.
En la fotografía parece rígido; no, «rígido» es demasiado rígido. Digamos que severo. Con ese aspecto que acaban teniendo muchos hombres blancos mayores a cierta edad: pelo completamente blanco, nariz aguileña, labios finos, mirada penetrante. Como aves rapaces. Poco apetecibles. Con muy poca pinta de decir: Por favor, ven a escucharme. ¡Me encantará verte allí! Sino más bien: No te quepa duda, yo sé mucho más que tú. Deberías ir a escucharme. A lo mejor así aprendes lo que son las cosas.
SIGRID NUNEZ - "Cuál es tu tormento" - (2021)
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