Doña Leonor, en Burgos, no había tomado en serio los primeros rumores que le llegaron sobre el desliz amoroso de Alfonso. Incluso cuando estaba claro que el rey vivía desde hacía largas semanas sólo con la judía en La Galiana, se dijo que se trataría de una aventura pasajera. Claro que Alfonso, en los quince años de su matrimonio, había tenido de vez en cuando amoríos, pero muy pronto, lleno siempre de un juvenil azoramiento, había vuelto a ella. No podía imaginarse que se hubiera enamorado seriamente, y menos de aquella judía. La primera vez que él la había visto apenas si se había ocupado de ella, la misma Leonor había tenido que advertirle para que le dedicara un par de cortesías. Además, la judía era impertinente y se vestía de un modo extraño y exagerado, cosas todas ellas que desagradaban a Alfonso. No, Doña Leonor no estaba celosa. Ante ella se alzaba amenazante la historia de su madre, Ellinor de Guyena, que había atormentado a su padre, el inglés Enrique, con sus salvajes celos y que ahora, desde hacía años, permanecía encerrada por orden suya. Ella no iba a imitarla. Los amoríos de Alfonso con la judía pasarían, como otros anteriores.
Pasaron las semanas, pasaron los meses, Alfonso seguía junto a esa Doña Raquel. Y de pronto, a Leonor dejaron de servirle sus sensatos argumentos y razonamientos. Ella siempre había creído que los hermosos romances en verso que su hermana le mandaba desde Troyes, y que narraban los caballeros francos y los juglares, eran sólo fantasías. Se había permitido soñar con aquellas hermosas e ingeniosas mujeres, Ginebra e Isolda, por cuya causa los más excelentes caballeros, Lancelote y Tristán, habían renunciado al honor y a la vida. Y de pronto estas insensatas historias dejaban de ser invenciones de poetas para convertirse en algo real a su lado. Eran la terrible realidad de su marido, de su caballero, de su amado, de su Alfonso.
Se sintió llena de ira contra Alfonso, que retribuía su amor, su alegre serenidad, tan adecuada a una dama, y el nacimiento del infante de aquella manera; y de un odio ilimitado contra la muchacha, la judía, la puta que le robaba y disputaba con malas artes a su marido, que le pertenecía a ella, por cristiano matrimonio, desde hacía quince años.
Pero ella no debía perder el control como su madre. Debía ser astuta, tenía como oponente al hombre más astuto del reino, al Ibn Esra que ella misma, necia, desventurada, había hecho llamar.
Ella era astuta. Reprimió su ira. No se dio por enterada de lo que estaba sucediendo, lo desmentía incluso ante sus más allegados. El arzobispo de Burgos, un amigo próximo y auténtico, acudió preocupado y empezó a hablar de aquel tema tan desagradable. Ella adoptó un rostro majestuoso y lo miró extrañada, sin comprender; el piadoso señor tuvo que ceder Doña Leonor no sabía nada de La Galiana, no emprendió nada contra Alfonso, nada contra su querida, no se quejó ante nadie.
Pero cambió su política. Para asombro de los señores de su corte, declaró de pronto que la neutralidad de Castilla era impía y absurda. Cualquiera podía darse cuenta que ahora el reino tenía los medios para participar en la Guerra Santa. Había llegado el momento de emprender la batalla.
Ella sabía que Alfonso despertaría de su obsesión tan pronto como entrara en campaña. Esto era tan seguro como el Evangelio.
LION FEUCHTWANGER - "La judía de Toledo" - (1955)
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