Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 6 de junio de 2025

LLEGAMOS CON LAS TRIPAS LLENAS


Llegamos con las tripas llenas. Doloridas. El vientre negro, cargado de agua oscura y fría, y de rayos y truenos. Veníamos del mar, de otras montañas y de toda clase de sitios, y habíamos visto toda clase de cosas. Rascábamos la piedra de las cimas como la sal, para que no creciera ni la mala hierba. Elegíamos el color de las crestas y el de los campos, el brillo de los ríos y el de los ojos que miran al cielo. Cuando los animales nos vieron llegar se acurrucaron en lo más profundo de las madrigueras, unos encogieron el pescuezo y otros levantaron el hocico para captar el olor a tierra mojada que se acercaba. Lo cubrimos todo como una manta. Los robles y los bojes, los abedules y los abetos. Chsss. Y todos guardaron silencio porque éramos un techo severo que decidía sobre la tranquilidad y la felicidad de tener el espíritu seco.



Después de llegar, después de la calma y de la presión, después de acorralar el aire suave contra el suelo, disparamos el primer rayo. ¡Bang! Qué alivio. Y los caracoles, enroscados en su solitaria casa, se estremecieron sin dioses ni oraciones, sabiendo que si no morían ahogados saldrían redimidos a respirar la humedad. Y entonces derramamos el agua a gotas inmensas, como monedas sobre la tierra, la hierba y las piedras, y el trueno estremecedor resonó en la cavidad torácica de todos los animales. Fue en ese momento cuando el hombre dijo cagüen diez. Lo dijo en voz alta porque cuando uno está solo no hace falta pensar en silencio. Cagüen diez, inútil, te ha pillado la tormenta. Y nosotras nos reímos, ju, ju, ju, ju, mientras le mojábamos la cabeza y nuestra agua se le colaba por el cuello de la camisa y le caía por el hombro y los lomos, y nuestras gotitas eran frías y le despertaban el mal humor.

El hombre venía de una casa cercana que estaba encaramada a plena cumbre, por encima de un río que debía de ser frío porque se escondía entre los árboles. Había dejado atrás unos cuantos cerdos y gallinas, un perro y dos gatos desarraigados, a una mujer, a dos niños y a un viejo. Se llamaba Domènec. Tenía un huerto lozano en medio de la montaña y unas tierras mal labradas en la orilla del río, porque el huerto lo cuidaba el viejo, que era su padre y tenía la espalda como una tabla, y las tierras las labraba él. Domènec había ido a esa parte de la montaña a probar unos versos. A ver a qué sabían y cómo sonaban, y porque cuando uno está solo no hace falta decir versos en voz baja.



  Esa tarde, cuando fue a ver al ganado, encontró unas cuantas trompetas de los muertos fuera de temporada y las llevaba envueltas en los faldones de la camisa. El niño de pecho lloraba cuando él salió de casa y su mujer le dijo: «Domènec», como una queja, como una súplica, pero Domènec se fue de todos modos. Es difícil componer versos y contemplar la virtud que se esconde en todas las cosas cuando los niños lloran con esa estridencia de cerdo desollado que te acelera el corazón aunque no quieras. Y quería ir a ver a las vacas. Tenía que ir a verlas. ¿Qué sabía Sió de vacas? Nada. Un ternero mugía muuuuuuuuuuu, muuuuuuuuuuuuuu. Desesperado. Sió no sabía nada de vacas. Y volvió a exclamar ¡cagüen diez!, por lo rápidas que habíamos sido, caray, imprevisibles y sigilosas, y lo habíamos pillado. ¡Cagüen diez!, porque el ternero se había enredado el rabo en unos alambres. Los alambres se habían atascado entre dos árboles y, de tanto tirar, le habían lacerado las patas por detrás y ahora las tenía ensangrentadas, desgarradas y sucias. Mugía muuuuuuuuuuu, muuuuuuuuuuuuuu, atrapado por el rabo entre los dos árboles, y su madre lo velaba intranquila. Aguantando el chaparrón, Domènec se acercó al animal.

 


Tenía las piernas fuertes de tanto echarse al monte a respirar un poco cuando los niños gritaban demasiado o cuando pesaban demasiado, y el arado pesaba demasiado, y el silencio del viejo, y las palabras, una detrás de otra, de la mujer que se llamaba Sió, que era de Camprodon y se había casado con un hombre que se escapaba y la dejaba sola allá arriba, en esa montaña, con un viejo que no hablaba. ¡Y cuánto la quería todavía! Pero la casa pesaba tanto, cagüen Dios y en el demonio. La gente tendría que tener más tiempo para conocerse antes de casarse. Más tiempo para vivir antes de traer hijos al mundo. A veces todavía la cogía por la cintura y le hacía dar vueltas, todas seguidas, como cuando eran novios, porque Sió... ¡Dios, Sió, qué piernas! Dejó las trompetas en el suelo. El ternero mugía. Domènec se acercó con las dos manos por delante. Poco a poco, hablando en un tono grave y tranquilizador. Chissss, chissss, decía. La madre lo miraba con recelo. A Domènec le chorreaba el pelo. Cuando volviera a casa pediría que le calentaran agua para lavarse el frío y la lluvia. Miró los alambres que magullaban las patas del animal cada vez que tiraba. Lo agarró firmemente por el rabo, sacó la navaja y cortó diestramente el pelo enredado. Y entonces lanzamos el segundo rayo. Veloz como una serpiente. Enfadado. Abierto como una telaraña.


 Los rayos van donde se les antoja, como el agua y los aludes, como los insectos pequeños y las urracas, a las que atrae todo lo brillante. La navaja, fuera del bolsillo de Domènec, brilló como un tesoro, como una piedra preciosa, como un puñado de monedas. Nos vimos reflejadas en la hoja de metal como en un espejo. Como si nos abriera los brazos, como si nos llamara. Los rayos se meten donde se les antoja, y el segundo se metió en la cabeza de Domènec. Dentro, muy dentro, hasta el corazón. Y todo lo que vio dentro de los ojos era negro, por la quemadura. El hombre se desplomó en la hierba y el prado puso la mejilla contra la de él, y todas nuestras aguas, alborotadas y alegres, se le metieron por las mangas de la camisa, por debajo del cinturón, dentro de los calzoncillos y de los calcetines, buscando la piel todavía seca. Y se murió. Y la vaca se fue corriendo como una posesa, y el ternero detrás de ella.

IRENE SOLÀ - "Canto yo y la montaña baila" - (2019)


Imágenes: William Mophos

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