Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 15 de abril de 2025

LA GENTE NO SABE A DÓNDE VOY CON EL NIÑO


La gente no sabe a dónde voy con el niño, caminan junto a nosotros como si nada pasara. Algunos Willys esperan racimos de plátano verde que traen las pangas desde los caseríos y llevarán hasta las tiendas de los barrios. Una de las canoas —la más pequeña— se llena con tres cholos y dos sacos de mercado. Cruzan el río a remo, de pie, firmes y serenos; enfundados en sus pantalonetas naranja, verde limón, azul cielo. El malecón empieza a llenarse de viajeros, nos preparamos para embarcarnos en la canoa más barata. El niño no entiende muy bien a dónde vamos —le dije que de paseo—, oculto la nostalgia que me da volver al lugar que alguna vez fue mi casa, donde no queda nada de mi niñez. Pero sí de la del niño.



   La canoa sale en media hora, nos iremos en ella. La conductora, una mujer negra como el cacao, se mueve bajo un vestido verde con bordados indígenas —sueños, apariciones, alguna predicción— y sandalias, sandalias tres puntadas. Desde la canoa nos da los buenos días y grita que lancemos el equipaje para acomodarlo en la bodega. Miro al niño: una pulga aferrada a mi vestido, adivino su miedo. Le propongo un juego: contar hasta tres y lanzar nuestras cosas a la canoa. Uno, dos, tres: la ropa de los próximos días, pijama y cepillos de dientes vuelan dentro de una maleta pequeña. La conductora la guarda en un compartimento cerca de los motores y vuelve la mirada hacia nosotros. También lanzo mi bolso y el pingüino del niño.

   —¿Y yo qué tiro, ma?

   La conductora lo mira y le dice que salte sin miedo, que ella lo recibe. Tomo el dije de limón que cuelga de mi cuello y lo beso. El niño me mira, de inmediato sabe que puede saltar. El dije es una señal que él, muy seguro de sí, inventó una noche.

   —Ma, siempre que estás con el limón entre los dientes dices que sí a todo.



   Los niños establecen reglas inquebrantables. Me someto a su ley. A cambio le pido que haga las tareas antes de salir a jugar. Lo preparo para una vida llena de intercambios. Nos vamos educando mutuamente. Yo le enseño a ser y él me ayuda a deshacerme, a vivir bajo nuevas formas, señales que nadie comprendería. Está conmigo. No me nació a mí, pero soy su mamá. Lo digo para mí cada noche, una oración al desapego. Frente a la canoa quiero pedirle que no salte, que volvamos a la casa y prendamos la tele, que lo necesito. Le sonrío, su mano derecha libera mi vestido, dejándolo lleno de arrugas.

   —A la una, a las dos y a las… tres —grita, salta y lo recibe la conductora—. ¡Ma, te toca!

   Saltar o arrojarse a la corriente. Para el niño, estoy a punto de saltar. Suena alegre, festivo: un juego. La sombra de saltar es arrojarse. Me arrojo fingiendo un salto y el niño me abraza como cuando llega de la escuela. Plancho su camisa con mis manos y nos sentamos en las bancas de madera que nos señala la conductora. Blancas, sin espaldar. Si esto fuera un avión pequeño, diría que vamos en el asiento 2B y 2C, la conductora lleva el timón desde atrás. A diferencia de en nuestros viajes en avión, ni ella ni su ayudante, un joven que acaba de saltar a la canoa, se sorprenden de que mi hijo sea negro y yo blanca.

LORENA SALAZAR MASSO - "Esta herida llena de peces" - (2021)


Imágenes: Daniela Gallego


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.