Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 29 de abril de 2025

¿POR QUÉ ESCRIBO?


La intensidad. He vivido deprisa, he hecho demasiadas cosas. Detente. No quieras abarcar tanto. Respira. Escribe. Qué difícil es ser niña cuando quien debe cuidar de ti no está bien. Una parte se rompe. El exceso. El exceso sirve para tapar el dolor. El exceso y la sonrisa, para ocultar la verdad. Pienso en los hijos de una madre muerta. Hui de la realidad que me tocó vivir. En el colegio empieza mi relación exagerada con el esfuerzo. Estudiar me salvaba del dolor. Cuando estudiaba, a veces oía voces; o una música estridente dentro de la cabeza. Estudiar para ser. Trabajar para ser. No existe nada sin un enorme esfuerzo físico. Y la poesía tampoco. La maestra dice que el bocadillo que hay en la papelera de la clase es mío y que tengo que comérmelo. Me encierra durante el recreo. No es mío. No me lo como. Reflexionaba con aquel bocadillo. La maestra nos daba miedo. Sentía calor en la cara y el pecho. Lloraba delante de la pizarra vacía. Impotencia. No me comí el bocadillo. Dentro de cualquier estructura hay personas caníbales. ¿Qué es el miedo? Aquella maestra de pelo grasiento que se lamía la mano y nos la pasaba por la cara para comprobar si era sucio o bronceado. Aquello era el asco. El miedo es un desierto y las personas a quienes amas haciéndose daño.



   Me pierdo en las cosas y me gusta. No sé si se puede ser madre y poeta. No me comeré el bocadillo y no quiero ir al manicomio. Los hombres grises no me atraparán. No me vencerán. Si la maestra no consiguió que me comiera el bocadillo que no era mío, los hombres grises tampoco. No acabarán con nuestros sueños. No podemos morir tanto. Solo la muerte nos doblegará.

   ¿Por qué escribo? Porque me gusta. Porque me da miedo. En la vida nada tiene sentido. Los libros me han acompañado y me han salvado de un dolor que creía no poder soportar. Escribo. Escribo desde los nueve años. Desde que tuve claro que en la vida nada tenía sentido y necesitaba una constante que me acompañara. Soy escritora, pero escribir es lo que más me cuesta. Hago de todo y lo hago lo mejor que puedo. Las cosas no me dan miedo. Los trabajos no me dan miedo, sean los que sean. Los hago. Me esfuerzo. Escribir sí que me da miedo. La literatura. He tocado de cerca la literatura y es lo que quiero hacer. Eso es lo que quiero hacer. Pero siempre huyo, me escondo. Y me pesa cuando no escribo. Me siento culpable cuando no escribo. En mi fuero interno lo sé, sé que es una excusa. Convivo con esta guerra desde la adolescencia. No escribo. Soy escritora y no quiero seguir huyendo. He venido a los valles a escribir.

IOLANDA BATALLÉ - "Demasiadas deudas con las flores" - (2023)


Imágenes: Briana Carman

sábado, 26 de abril de 2025

ENTONCES ESCUCHA Y TIEMBLA

 


 Quizá valga la pena que trate de enseñarte cómo se hubieran comportado los del planeta Tierra si hubieran sabido el insulto de que los habías hecho objeto. Esta descripción será un excelente ejemplo para ayudarte a comprender el extraño carácter del psiquismo de estos seres tricerebrados que han despertado tu interés.

   Irritados por el incidente, es decir, por la impensada injuria de que los habías hecho víctimas y siempre que ningún interés igualmente absurdo los hubiera preocupado en esos momentos, seguramente habrían decidido efectuar, en un lugar elegido de antemano, con individuos invitados de antemano, todos ellos vestidos, por supuesto, con trajes especialmente diseñados para tales ocasiones, lo que se llama un «consejo solemne».

   En primer lugar, hubieran elegido para este «consejo solemne», un individuo de entre ellos, llamado «presidente», encargado de dirigir el «juicio».

   Para empezar, te hubieran «despedazado», como dicen allí, y no solamente a ti sino también a tu padre, a tu abuelo y al resto de tus antepasados, sin parar hasta Adán.



   Si ellos hubieran decidido entonces —como siempre, por supuesto, por una «mayoría de votos»— que eras «culpable», te habrían sancionado con arreglo a las disposiciones contenidas en un código de leyes, basadas en «pantomimas» anteriores semejantes, realizadas por seres llamados «viejos fósiles».

   Pero si llegara a suceder que, «por mayoría de votos», no encontraran nada delictivo en tu actitud —aunque esto solo raramente ocurre entre ellos— entonces todo este «juicio» terrestre, asentado detalladamente por escrito y firmado por la totalidad del consejo, sería despachado… ¿Quizás creas que al cesto de los papeles? ¡Pues no!; lejos de ello, sería enviado inmediatamente a los peritos pertinentes; en este caso, a lo que se llama un «Santo Sínodo» donde habría de repetirse el mismo procedimiento, solo que ahora serías juzgado por individuos «importantes» del planeta.

   Y solo después de este verdadero «perder el tiempo» habrían de llegar al punto principal, es decir, que el acusado está fuera de su alcance.



   Pero es precisamente en este punto donde surgiría el principal peligro para tu persona; pues cuando ellos supieran «con toda certeza» que no pueden apoderarse de ti, habrían de decidir unánimemente el de castigarte, ni más ni menos, con el «anatema» del cual acabo de hablarte.

   ¿Y sabes tú lo que eso significa y cómo se lleva a cabo? ¿No?…

   Entonces escucha y tiembla.

   Los individuos más «importantes» decretarían que todos los demás seres, en los establecimientos destinados a ese efecto, como por ejemplo las llamadas «iglesias», «capillas», «sinagogas», «alcaldías», etc., atendiesen las ceremonias realizadas por ciertos funcionarios especiales que habrían de desearte en el pensamiento algo por el estilo de esto: Que perdieses tus cuernos, que tus cabellos encanezcan prematuramente, o que los alimentos contenidos en tu estómago se convirtieran en clavos, o que la lengua de tu futura mujer triplicara su tamaño, o que, cuando quiera que acertases a tomar un bocado de tu pastel preferido, se convirtiese éste inmediatamente en «jabón», y así indefinidamente.

   ¿Comprendes ahora los peligros a que te exponías cuando llamaste «zánganos» a estos lejanos farsantes tricerebrales? Concluyendo así su discurso, Belcebú dedicó una cariñosa sonrisa a su nieto favorito.

G. I. GURDJIEFF - "Relatos de Belcebú a su nieto" - (1946)


Imágenes: Hilma af Klint

jueves, 24 de abril de 2025

LOS CURAS ME DABAN MIEDO Y LAS MONJAS, CURIOSIDAD


 Nunca habíamos ido demasiado a la iglesia, y por eso los curas me daban miedo y las monjas, curiosidad. Cuando iba a catequesis solía quedarme sentada con las piernas colgando de un banco de madera un rato después de haber terminado, mientras buscaba todas esas respuestas que me habían dicho que tenía que hallar dentro de mí. Me inquietaban los ratos a solas en esa fábrica de ecos donde parecía que todo el mundo iba a echarse a llorar en cualquier momento. Mi madre siempre evitaba pisar la iglesia, así que era mi padre el que venía a buscarme y me preguntaba sobre lo que había aprendido, y yo repetía la palabra de Jesús como si fuera una de mis mentiras mejor trabajadas.



   Eso sí, las personas que iban a la iglesia me daban mucha envidia porque no le tenían miedo a la muerte. Nuestro bloque estaba lleno de mujeres mayores que arrastraban los pies por las aceras, o bien que iban del brazo de sus maridos esmirriados o de cuidadoras extranjeras que les daban conversación. Cuando me las cruzaba en el portal o en el ascensor solo podía pensar que en cinco o seis años estarían muertas, pero ellas no se daban cuenta; entraban en la iglesia y salían renovadas, como si hubiesen bebido de un elixir.

 


   Me habría gustado entrar allí, escuchar al cura y sentir lo mismo, pero era incapaz de creer en nada después de la muerte que no fuera mi cuerpo desintegrado en la tierra o desmembrado sobre el pavimento de flores que se veía desde lo alto de nuestro balcón, por el que era tan fácil tirarse. Una vez oí a alguien decir que lo mejor era morirse en la cama durmiendo y a partir de entonces muchas noches de verano tuve miedo de acostarme y alcanzar las fases más profundas del sueño sin saber si me iba a despertar.

JULIA VIEJO - "Mala estrella" - (2024)


Imágenes: Laprisamata

lunes, 21 de abril de 2025

ELLOS QUIEREN QUE VAYA


Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.

   A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversación, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesivamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo.



   No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer que el llamado se repitió durante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento, pegado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el misterioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un grito. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto:

   —¿Has oído?

   —No, madre —respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara.

   —Son ellos —murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación—. Ellos quieren que vaya.

ABELARDO CASTILLO - "Las otras puertas" - (1961)


Imágenes: Uttaporn Nimmalaikaew
  

sábado, 19 de abril de 2025

CAPACIDAD DE INFECTAR ELEVADÍSIMA


En ocasiones una novela alcanza un éxito evolutivo tan grande que se transforma en una plaga que llega a amenazar el equilibrio de todo un sistema. Un caso reciente es El código Da Vinci de Dan Brown. Durante largo tiempo este libro fue el número uno de ventas en la lista del New York Times, y sólo en Estados Unidos vendió millones de copias. Por contaminación directa o indirecta, su fama se extendió por todo el orbe. No obstante, El código Da Vinci apenas puede ser considerada una auténtica novela. La obra de Brown se parece más a un virus: una estructura que, robando memes de obras más sólidas, ha alcanzado una capacidad de multiplicación sin precedentes, semejante a una pandemia o un cáncer.



  Durante años, Dan Brown se apropió de ideas provenientes tanto de la novela histórica como de la policíaca, las mezcló con la estructura de El péndulo de Foucault y tramó un artefacto cuyo mayor interés radica en su insólita capacidad para replicarse. Si uno analiza este best seller con detenimiento, comprobará que su material genético propio es casi nulo, pero su capacidad de infectar es, por el contrario, elevadísima. Poco importa que, en comparación con otros organismos más evolucionados, su esqueleto nos parezca raquítico: como todo virus, su objetivo es contaminar al mayor número de lectores posible. Pero quizás sólo debamos regocijarnos de que el virus Da Vinci sea casi inocuo: el único daño que provoca es la pérdida de tiempo. Pensemos en ejemplos mucho más perniciosos e igualmente virulentos, como la Biblia o el Corán.

JORGE VOLPI - "Mentiras contagiosas" - (2008)


Imágenes: Eckart Hahn

jueves, 17 de abril de 2025

LA MAJA DESNUDA DE FRANCISCO DE GOYA



 "Donde hay pelo hay alegría", afirmó Goya. Y por nuestra parte es un SÍ rotundo, porque nos encontramos ante la primera representación del vello púbico femenino en toda la historia del arte. Pero ¿quién es esta mujer? ¿A quién mira? ¿Y por qué está desnuda?

   Francisco de Goya, icono de la evolución hacia el arte romántico en España, era el pintor más top del país en su momento, y Godoy, uno de los políticos también más top: primer ministro y valido del rey Carlos IV, y con un hobby, además, la mar de salseante: coleccionismo de arte erótico.

   El buen hombre tenía una sala íntima en su residencia donde albergaba diferentes pinturas, objetos y artefactos para subir la temperatura en los meses más fríos. Sus piezas estrella formaban parte de una colección de cuadros subiditos de tono, comprendida por obras tipo La escuela del amor, de Correggio, una Venus de Tiziano, la Venus del espejo, de Velázquez, y su favorito y objeto de este capítulo, La maja desnuda.

   Este cuadro de una chica simpática, retratada tal y como Dios la trajo al mundo, tiene un lienzo hermano de la misma muchacha, pero vestida. Esta última ocultaba y revelaba el cuadro de La maja desnuda a través de un ingenioso sistema de poleas y cuerdas; de esta forma, Godoy podía verla en pelotas y hacer sus cosas íntimas y, posteriormente, taparla con el mismo cuadro, pero en versión modesta. Un juego erótico muy vintage pero efectivo.

BLANCA GUILERA - "Lo que los libros de Historia del Arte no quieren que sepas - (2024)


Imágenes: Francisco de Goya

martes, 15 de abril de 2025

LA GENTE NO SABE A DÓNDE VOY CON EL NIÑO


La gente no sabe a dónde voy con el niño, caminan junto a nosotros como si nada pasara. Algunos Willys esperan racimos de plátano verde que traen las pangas desde los caseríos y llevarán hasta las tiendas de los barrios. Una de las canoas —la más pequeña— se llena con tres cholos y dos sacos de mercado. Cruzan el río a remo, de pie, firmes y serenos; enfundados en sus pantalonetas naranja, verde limón, azul cielo. El malecón empieza a llenarse de viajeros, nos preparamos para embarcarnos en la canoa más barata. El niño no entiende muy bien a dónde vamos —le dije que de paseo—, oculto la nostalgia que me da volver al lugar que alguna vez fue mi casa, donde no queda nada de mi niñez. Pero sí de la del niño.



   La canoa sale en media hora, nos iremos en ella. La conductora, una mujer negra como el cacao, se mueve bajo un vestido verde con bordados indígenas —sueños, apariciones, alguna predicción— y sandalias, sandalias tres puntadas. Desde la canoa nos da los buenos días y grita que lancemos el equipaje para acomodarlo en la bodega. Miro al niño: una pulga aferrada a mi vestido, adivino su miedo. Le propongo un juego: contar hasta tres y lanzar nuestras cosas a la canoa. Uno, dos, tres: la ropa de los próximos días, pijama y cepillos de dientes vuelan dentro de una maleta pequeña. La conductora la guarda en un compartimento cerca de los motores y vuelve la mirada hacia nosotros. También lanzo mi bolso y el pingüino del niño.

   —¿Y yo qué tiro, ma?

   La conductora lo mira y le dice que salte sin miedo, que ella lo recibe. Tomo el dije de limón que cuelga de mi cuello y lo beso. El niño me mira, de inmediato sabe que puede saltar. El dije es una señal que él, muy seguro de sí, inventó una noche.

   —Ma, siempre que estás con el limón entre los dientes dices que sí a todo.



   Los niños establecen reglas inquebrantables. Me someto a su ley. A cambio le pido que haga las tareas antes de salir a jugar. Lo preparo para una vida llena de intercambios. Nos vamos educando mutuamente. Yo le enseño a ser y él me ayuda a deshacerme, a vivir bajo nuevas formas, señales que nadie comprendería. Está conmigo. No me nació a mí, pero soy su mamá. Lo digo para mí cada noche, una oración al desapego. Frente a la canoa quiero pedirle que no salte, que volvamos a la casa y prendamos la tele, que lo necesito. Le sonrío, su mano derecha libera mi vestido, dejándolo lleno de arrugas.

   —A la una, a las dos y a las… tres —grita, salta y lo recibe la conductora—. ¡Ma, te toca!

   Saltar o arrojarse a la corriente. Para el niño, estoy a punto de saltar. Suena alegre, festivo: un juego. La sombra de saltar es arrojarse. Me arrojo fingiendo un salto y el niño me abraza como cuando llega de la escuela. Plancho su camisa con mis manos y nos sentamos en las bancas de madera que nos señala la conductora. Blancas, sin espaldar. Si esto fuera un avión pequeño, diría que vamos en el asiento 2B y 2C, la conductora lleva el timón desde atrás. A diferencia de en nuestros viajes en avión, ni ella ni su ayudante, un joven que acaba de saltar a la canoa, se sorprenden de que mi hijo sea negro y yo blanca.

LORENA SALAZAR MASSO - "Esta herida llena de peces" - (2021)


Imágenes: Daniela Gallego


domingo, 13 de abril de 2025

LA PESADILLA DE FÜSSLI

 


Creo que no hay un título más apropiado para un cuadro en TOOODA la historia del arte que este de La pesadilla (Y, si no, vuelve  mirar el cuadro) para denominar a esta obra del artista suizo romántico Johann Heinrich Füssli, por razones bastante obvias.

  Pero quizá hubiese sido más cercano a la realidad esto que propongo: La representación del sueño húmedo de Füssli, reventado por un rechazo amoroso. No me negarás que el nombre no tiene gancho y expresa fenomenal lo que vemos en tan depravada escena.

  Como vemos, Füssli pintó una imagen terrorífica que bien podría haber sido fruto de nuestro subconsciente en forma de parálisis del sueño para hacernos pasar una noche de lo más entretenida. Lo divertido de todo esto es que fue una obra bastante exitosa: sus copias y estampas se vendieron por toda Europa como los churros en Madrid una mañana de post-after. ¡Incluso llegó a adornar el despacho de nada más y nada menos que Freud! (Ya tardaba en hacer su entrada triunfal este señor).

  De hecho, cuando Freud vio esta obra la consideró la metáfora del subconsciente, que crea y se comunica con los espectadores a través de imágenes abstractas y sueños (la mayoría, de contenido sexual, especialmente en mujeres).

  Dicho esto, lo mejor es que dejemos a Freud en el rincón de pensar antes de que nos empiece a hablar de su teoría sobre la envidia del pene, que, supuestamente, es algo importante para algunas personas.

  ¿Qué es lo que realmente vieron Freud y todas aquellas personas que obtuvieron una réplica de esta pesadilla (literalmente) en forma de cuadro?

BLANCA GUILERA - "Lo que los libros de Historia del Arte no quieren que sepas - (2024)


Imágenes: Johann Heinrich Füssli

viernes, 11 de abril de 2025

COMO SI ACABARA DE LLEGAR DE MISA DE DOCE EN LA CATEDRAL


Al día siguiente, domingo 7 de marzo de 1943, cuando el reloj de la catedral daba la una de la tarde, el comisario Polo llamó a la casa del industrial Juan Salas Martialay y la puerta se abrió inmediatamente al fondo del zaguán que, protegido de noche por una verja con dos cerraduras, daba a la calle de las Tablas. Esperaban al visitante. La mano invisible de una criada tiró del pestillo de la puerta desde la galería de la primera planta y funcionó un dispositivo de poleas cuya pieza esencial era un cordón. No ladró el perro, fino de nariz. También el perro esperaba, y había reconocido el olor y los pasos amigos aunque hacía casi dos años que el comisario no pisaba aquella casa.

   Polo se acercó como otras veces a la fuente de mármol, un círculo en el centro de un patio escoltado por columnas dóricas, y miró al cielo. La casa de la calle de las Tablas seguía pareciendo silenciosamente vacía, y el ruido del agua invitaba a distraerse divagando o pensando en el paso del tiempo. La mañana era buena a pesar de las nubes. Y entonces, como tantas veces en otra época, una ventana se abrió y Salas Martialay saludó con la mano, sin palabras, invitando al comisario a subir a su despacho.



   Lo esperaba al final de la escalera, vestido como si acabara de llegar de misa de doce en la catedral, y Polo sabía que acababa de llegar de misa de doce. «Mi querido comisario», dijo, y con la mano le señaló la puerta de su sanctasanctórum, donde, aparte del perro, pocos entraban. Recibía a socios y clientes en otro sitio, muy cerca, en las oficinas de la azucarera-tabacalera, en la calle Alhóndiga. Habían encendido la chimenea y cerrado los balcones, con los postigos de par en par para que entrara la luz.

   «Quítese el abrigo, póngase cómodo», dijo Salas. Y, quizá como parte de la invitación a liberarse de la ropa pesada, él mismo se quitó la chaqueta y se dejó el chaleco, abotonado sobre la camisa muy blanca y planchada y rematada por un cuello y unos puños impecables con gemelos de oro. La corbata era negra, luto por Salas padre, muerto de repente al inicio vigoroso y fecundo de la vejez, y a Salas padre pertenecían las iniciales grabadas en los gemelos. El perro miraba a Polo, que dejó el sombrero en una silla y no se quitó el abrigo para sentarse en la butaca opuesta a la butaca del dueño de la casa. Salas, Polo y el perro fingieron que estaban acostumbrados a reunirse todos los días, aunque hacía más de veinte meses que el industrial evitaba al comisario.



   Bebieron cerveza y hablaron del tiempo. «No está fría», dijo Salas hijo. Y tenía razón, las botellas salían de un cubo de hielo medio derretido, pero Polo no atribuyó a la temperatura de la cerveza las tres arrugas paralelas que cruzaron la frente del industrial. En un signo de interrogación o de impaciencia, los labios de Salas se contrajeron y dejaron ver los dientes: ansias de morder más que de hablar. Las cejas cayeron como en un gesto de embestida. El industrial era cazador.

   —Querido amigo —dijo Polo—, a usted le preocupa alguna cosa. ¿Quiere que me vaya de la casa que le alquilé a su padre? ¿Para eso me ha llamado con tanta urgencia?

   Los retratos del señor Salas padre y la señora Martialay de Salas, en chaqué y traje de noche y condecorados por Su Majestad Alfonso XIII, se concentraron en aquel sabio treinta años mayor que su hijo, y también el perro sin orejas ni rabo clavó los ojos en Polo, aunque no movió su postura de esfinge cruce de mastín y podenco. Tenía unos dedos que parecían saber escribir a máquina, pero, de buena voz en el monte cuando acosaba jabalíes, era muy lacónico en el trato con la humanidad. Su dueño tampoco habló: parecía que se le había encasquillado algún secreto en el pecho de atleta cazador acostumbrado a decir lo que le da la gana. Era como si Salas hijo hubiera perdido el aire vitalicio de seguridad inviolable que respiraba desde la cuna.



   Miró a Polo con ojos de caja registradora, de animal que no olvida nada, se bebió de un trago media jarra de cerveza, se levantó y fue a la mesa de despacho, digna de un monarca absoluto. Volcó contra la mesa el portarretratos con la foto de su mujer y sus dos hijas. ¿No quería que vieran lo que el cabeza de familia iba a hacer? Un individuo impresionable que observara la intrepidez con que abrió el primer cajón podría haber sospechado un gesto fatal: una pistola, un tiro, el arrebato suicida. Alguien correteó por el piso de arriba, sobre el despacho, cuatro pies ligeros, de muy pocos años, como si las niñas gemelas del industrial volaran a detener la mano aniquiladora de su padre, que solo descolgó el teléfono para marcar una única cifra.

   —Las niñas —dijo, y se acabaron las carreras, la trepidación del techo.

   Lo que la mano sacó del cajón no fue una pistola, sino un trozo de película, quince o veinte fotogramas que tendían a enrollarse como una culebra o un muelle que quiere volver a su primitiva forma espiral. El industrial encendió la lámpara de mesa.

   —Mire usted esto. ¿Ve usted a quien veo yo?

   La estatura excepcional del comisario se inclinó y volvió a inclinarse sobre la lámpara para repetir el examen de los actores que protagonizaban la película.

   —Tendría que llevarme los fotogramas, positivarlos, estudiarlos mejor. Pero, si está usted pensando en quien yo pienso, podría ser, podría ser que veamos lo mismo, mi querido amigo.

   No esperó Polo al lunes. En cuanto salió de la casa de la calle de las Tablas fue al Bar Restaurante Los Mariscos. Sabía que allí encontraría al fotógrafo con el que prefería trabajar.

JUSTO NAVARRO - "Petit Paris" - (2018)


Imágenes: Anthony Cavo

miércoles, 9 de abril de 2025

NO LE GUSTABAN LOS MÉDICOS EN GENERAL

 


¿Qué te pasa?

   La hija niega con la cabeza.

   La madre sale y ella cierra la puerta con pestillo. Comienza a desnudarse. Sin mirarse al espejo, como solía hacer, cuando gastaba al menos cinco minutos posando frente al espejo para descubrir las posiciones, las actitudes, que la hacían ver mejor y peor; hundiendo el estómago, dejándolo flojo, elevándose en punta de pies, peinándose el pelo sobre los pechos, hacia atrás, contemplando sus pezones endurecer.

   Desde ese día que ya van cuatro baños de tina. El síndrome se desencadenó luego de que se le acabaran los somníferos y los ansiolíticos. Un día después de que echaran de la farmacia a la amiga que le pasaba las pastillas.



   Se conseguía las pastillas desde hacía tres años porque se negaba a seguir terapia. No le gustaban los médicos en general. Los encontraba codiciosos e injustificadamente arrogantes. Además, era necesario que el terapeuta poseyera facultades intelectuales y de análisis superiores a las suyas, y estaba segura de que no encontraría uno así, por lo menos no a su alcance económico. La primera y última vez que visitó un terapeuta se sintió aburrida toda la sesión. Al final, cuando el médico le explicó el tratamiento que debía seguir, ella levantó una ceja despectiva y estuvo a punto de soltar: «Ya, ¿pero cuál fue el último libro que leyó?». No, ella no recibiría consejos de cualquiera.

   La madre espera al otro lado de la puerta del baño, cual enfermera de sanatorio. La hija recuerda haber leído en internet un artículo titulado «Los diez tratamientos psiquiátricos más bizarros de la historia», que hablaba de los baños de tinas que hacían tomar a mujeres histéricas por horas, incluso días, a principios del siglo XX. Tiene grabada en su cabeza la imagen en sepia de tres mujeres metidas en unas bañeras con rejas hasta el cuello. Encadenadas, mirando a la cámara con expresión vacía y unos gorritos plásticos de ducha en la cabeza.



   Ella también se pasa un par de horas en la tina. Se sumerge, bota todo el aire en burbujas y aguanta la respiración. Abre los ojos bajo el agua y se queda esperando que suceda algo extraño. Espera entrever una figura fantasmal en la superficie difusa, o una mano entrando para tomarla por el cuello. Es lo que pasa en las películas de terror. Siempre les ocurre algo raro y sorpresivo a las heroínas mientras se dan un baño de tina. Antes pensaba que era una escena muy falsa y estúpida cuyo único fin era mostrar a las actrices desnudas. Luego de que Freddy ha intentado matarte en todos tus sueños, vas y te encierras a tomar un baño a la luz de las velas. Pero ahora entiende su verdadera complejidad: ocurre que todas las protagonistas también tenían madres, madres como la suya, que al verlas tan perturbadas les sugerían un baño. «Anda, prepárate un baño y olvídate del asesino ese».

PAULINA FLORES - "Qué vergüenza" - (2016)

Imágenes: Sebas Velasco

lunes, 7 de abril de 2025

VAMOS A ROBAR LOS INSTRUMENTOS DE LA IGLESIA


—Vamos a robar los instrumentos de la iglesia —dijo, decidido, tras un par de mascadas—. Yo pido la guitarra.

   —¿Y el Camilo? —preguntó Marquito.

   —Está en la pieza durmiendo.

   —Pensé que el plan era traducir las canciones —dije.

   —Ahora vamos a hacer las dos cosas —respondió sin mirarme y escupió las pepas de la sandía. Pancho siempre quería hacerlo todo al mismo tiempo.

   —¿Qué iglesia? —preguntó Marquito.

   —La del papá de la Betsabé —respondió Pancho. Volvió a pararse. Entró en la casa y puso el primer tema de Meat is Murder en la radio, la canción que traducíamos. Subió el volumen a todo lo que daba, bailó moviendo los brazos como si tuviera un ataque de epilepsia y dio un salto que lo llevó desde dentro al suelo de la calle, delante de nosotros.



   La Betsabé era la hija del pastor del ministerio evangélico de Talcahuano, Bendecidos para Bendecir. Jugábamos con ella de chicos, hasta que su papá se metió a fondo en lo de la religión y se hizo pastor. Desde principios del verano que Pancho quería conquistarla. En realidad, ambos nos habíamos propuesto conquistarla, pero Pancho era más perseverante que yo, y asistía a las reuniones del ministerio para verla. En la reunión —así llamaban los evangélicos a las especies de misas que hacían— del día anterior se le ocurrió lo del robo. Dijo que fue como una revelación mística. Según él, mientras todos alzaban las manos al cielo, gritando aleluya y coreando «Él vive, Él vive. De la muerte resucitó. Él vive, Él vive. Vamos a celebrar», reparó en que la música de fondo provenía de una banda que tocaba en un pequeño escenario, a un lado del pedestal del pastor. Vio los instrumentos flotando en el aire sin los músicos que los tocaban: guitarra, bajo, batería y teclado. Sintió que Dios se le manifestaba, revelando una nueva misión, algo así como que Dios quería que se robara los instrumentos. El año anterior habíamos decidido que Dios no existía o que si existía no nos interesaba. Pero no era extraño escuchar a Pancho decir cosas como esa. Había algo de los evangélicos que no dejaba de encajar con su personalidad: el éxtasis, el delirio impulsado por el fanatismo. Podías imaginarlo como un cristiano convertido tras años de pecado, o como un autoproclamado profeta con trances místicos en medio de la plaza de un pueblo, rodeado de un pequeño grupo de seguidores, gente como el Marquito y yo.

PAULINA FLORES - "Qué vergüenza" - (2016)


Imágenes: Okuda San Miguel & Lucho Vidales

sábado, 5 de abril de 2025

CÉLULA

 


Yo, incesante babeo,

estupidez fracasada,

ardor mortecino:

el papel que juego

en medio de todo esto

me atrae.

Repelentemente, me atrae.


Me inculpa y

me disculpa.

Me exculpa.

Mea culpa.


Mea todo lo que tengas que mear.

Echa el ardor que te quema.

Que te aflige,

que te condena.

Que te destruye

desde el interior

de la célula

enferma,

endurecida,

coriácea

y rugosa

como un hongo

que prolifera

dentro de las penas.


Que arruina tu destino,

tu futuro

lleno de orgullo,

de promesas,

de intereses brutos,

netos, finales.




Felices finales,

felices cumpleaños

que ya no son tantos.

Que se esconden

en lo incierto

de los calendarios.


Que te escupen

desde el futuro

burlándose de tu impertinencia,

de tu atrevido traspiés;

de tu sorna callejera,

de toda tu ralea

que sigue llenando

las calles y los callejones

y las discotecas

malolientes de los 80.


Escupe y suelta

el veneno;

lucha por ella:

tu vida depende

de esa guerra.

16-04-08


Imágenes: Fabian Oefner

jueves, 3 de abril de 2025

ALICIA NO VOLVIÓ A HABLAR

 


Alicia Berenson tenía treinta y tres años cuando mató a su marido.

   Llevaban siete casados. Ambos eran artistas: Alicia era pintora, y Gabriel, un fotógrafo de moda muy conocido. Él tenía un estilo característico, fotografiaba a mujeres medio anoréxicas y medio desnudas desde ángulos extraños y nada favorecedores. Desde su muerte, el precio de sus fotografías ha aumentado astronómicamente. A mí su obra me parece ingeniosa pero insustancial, para ser sincero. Carece por completo de la calidad visceral del mejor trabajo de Alicia. Desde luego, no entiendo lo suficiente de arte para decir si Alicia Berenson superará la prueba del tiempo como pintora. Su talento siempre quedará ensombrecido por su leyenda negra, así que es difícil mostrarse objetivo. Y bien podrías acusarme de no ser imparcial. Lo único que puedo ofrecerte es mi opinión, por si sirve de algo, y para mí Alicia era una especie de genio. Más allá de su habilidad técnica, sus cuadros poseen una capacidad asombrosa para atrapar tu atención —casi como si la agarraran de la garganta— y mantenerla atenazada.

   Gabriel Berenson fue asesinado hace seis años. Tenía cuarenta y cuatro. Lo mataron un 25 de agosto. Fue un verano de un calor excepcional, tal vez lo recuerdes, con algunas de las temperaturas más altas jamás registradas. El día en que murió fue el más caluroso del año.



   Su último día de vida, Gabriel se levantó temprano. Un coche fue a recogerlo a las cinco y cuarto de la mañana a la casa que compartía con Alicia en el noroeste de Londres, junto al gran parque de Hampstead Heath, y lo llevó a una sesión fotográfica en Shoreditch. Pasó el día fotografiando a modelos en una azotea para Vogue.

   No se sabe mucho acerca de los movimientos de Alicia. Tenía próxima una exposición e iba algo retrasada con el trabajo. Es probable que pasara el día pintando en el cenador que tenían al fondo del jardín y que ella había reconvertido en estudio hacía poco. Al final, la sesión de Gabriel se alargó y no lo llevaron de vuelta a casa hasta las once de la noche.

   Media hora después, su vecina, Barbie Hellmann, oyó varios disparos. Barbie llamó a la policía, y desde la comisaría de Haverstock Hill enviaron un coche a las 23.35. Llegó a casa de los Berenson en poco menos de tres minutos.

   La puerta de entrada estaba abierta. La casa se encontraba sumida en una oscuridad total; ninguno de los interruptores de la luz funcionaba. Los agentes avanzaron por el pasillo y llegaron al salón. Iluminaron la habitación con sus linternas, de modo que la vieron con haces intermitentes y descubrieron a Alicia junto a la chimenea. Su vestido blanco relucía con un brillo fantasmagórico a la débil luz. No parecía advertir la presencia de la policía. Estaba inmovilizada, paralizada; una estatua esculpida en hielo con una extraña expresión de espanto en el rostro, como si se enfrentara a un terror oculto.



   En el suelo había un arma. Junto a ella, en la penumbra, estaba sentado Gabriel, inmóvil, atado a una silla con un alambre que le rodeaba los tobillos y las muñecas. Al principio los agentes creyeron que estaba vivo. La cabeza le caía un poco ladeada, como si estuviera inconsciente, pero entonces la luz de una linterna reveló que había recibido varios disparos en la cara. Sus apuestos rasgos habían desaparecido para siempre y no habían dejado más que un amasijo calcinado, ennegrecido y sanguinolento. La pared de detrás había quedado rociada de fragmentos de cráneo, cerebro, pelo… y sangre.

   Había sangre por todas partes: salpicaba las paredes, corría por el suelo en oscuros regueros que seguían las vetas de los tablones de madera. Los agentes dieron por hecho que era sangre de Gabriel. Pero había demasiada. Y entonces algo destelló a la luz de la linterna: un cuchillo, en el suelo, a los pies de Alicia. Otro haz de luz mostró la sangre que manchaba su vestido blanco. Un agente le tomó las manos y se las levantó para iluminarlas. Tenía cortes profundos que le cruzaban las venas en las muñecas, cortes recientes que sangraban copiosamente.



   Alicia se resistió a los esfuerzos por salvarle la vida; hicieron falta tres agentes para dominarla. La llevaron al Royal Free Hospital, que estaba a solo unos minutos de allí. Por el camino sufrió un colapso y quedó inconsciente; había perdido mucha sangre, pero sobrevivió.

   Al día siguiente despertó en la cama de una habitación individual del hospital, donde la policía la interrogó en presencia de su abogado. Ella guardó silencio durante toda la entrevista. Tenía los labios pálidos, exangües; se estremecían de vez en cuando, pero no formaban palabras, no emitían sonidos. La mujer no respondió a ninguna pregunta. No podía hablar, no quería. Ni siquiera dijo nada cuando la acusaron del asesinato de Gabriel. Tampoco habló cuando la detuvieron, no quiso negar ni confesar su culpabilidad.

   Alicia no volvió a hablar.

ALEX MICHAELIDIS - "La paciente silenciosa" - (2019)


Imágenes: Mariana Dobreva