Al día siguiente, domingo 7 de marzo de 1943, cuando el reloj de la catedral daba la una de la tarde, el comisario Polo llamó a la casa del industrial Juan Salas Martialay y la puerta se abrió inmediatamente al fondo del zaguán que, protegido de noche por una verja con dos cerraduras, daba a la calle de las Tablas. Esperaban al visitante. La mano invisible de una criada tiró del pestillo de la puerta desde la galería de la primera planta y funcionó un dispositivo de poleas cuya pieza esencial era un cordón. No ladró el perro, fino de nariz. También el perro esperaba, y había reconocido el olor y los pasos amigos aunque hacía casi dos años que el comisario no pisaba aquella casa. Polo se acercó como otras veces a la fuente de mármol, un círculo en el centro de un patio escoltado por columnas dóricas, y miró al cielo. La casa de la calle de las Tablas seguía pareciendo silenciosamente vacía, y el ruido del agua invitaba a distraerse divagando o pensando en el paso del tiempo. La mañana era buena a pesar de las nubes. Y entonces, como tantas veces en otra época, una ventana se abrió y Salas Martialay saludó con la mano, sin palabras, invitando al comisario a subir a su despacho.

Lo esperaba al final de la escalera, vestido como si acabara de llegar de misa de doce en la catedral, y Polo sabía que acababa de llegar de misa de doce. «Mi querido comisario», dijo, y con la mano le señaló la puerta de su sanctasanctórum, donde, aparte del perro, pocos entraban. Recibía a socios y clientes en otro sitio, muy cerca, en las oficinas de la azucarera-tabacalera, en la calle Alhóndiga. Habían encendido la chimenea y cerrado los balcones, con los postigos de par en par para que entrara la luz.
«Quítese el abrigo, póngase cómodo», dijo Salas. Y, quizá como parte de la invitación a liberarse de la ropa pesada, él mismo se quitó la chaqueta y se dejó el chaleco, abotonado sobre la camisa muy blanca y planchada y rematada por un cuello y unos puños impecables con gemelos de oro. La corbata era negra, luto por Salas padre, muerto de repente al inicio vigoroso y fecundo de la vejez, y a Salas padre pertenecían las iniciales grabadas en los gemelos. El perro miraba a Polo, que dejó el sombrero en una silla y no se quitó el abrigo para sentarse en la butaca opuesta a la butaca del dueño de la casa. Salas, Polo y el perro fingieron que estaban acostumbrados a reunirse todos los días, aunque hacía más de veinte meses que el industrial evitaba al comisario.

Bebieron cerveza y hablaron del tiempo. «No está fría», dijo Salas hijo. Y tenía razón, las botellas salían de un cubo de hielo medio derretido, pero Polo no atribuyó a la temperatura de la cerveza las tres arrugas paralelas que cruzaron la frente del industrial. En un signo de interrogación o de impaciencia, los labios de Salas se contrajeron y dejaron ver los dientes: ansias de morder más que de hablar. Las cejas cayeron como en un gesto de embestida. El industrial era cazador.
—Querido amigo —dijo Polo—, a usted le preocupa alguna cosa. ¿Quiere que me vaya de la casa que le alquilé a su padre? ¿Para eso me ha llamado con tanta urgencia?
Los retratos del señor Salas padre y la señora Martialay de Salas, en chaqué y traje de noche y condecorados por Su Majestad Alfonso XIII, se concentraron en aquel sabio treinta años mayor que su hijo, y también el perro sin orejas ni rabo clavó los ojos en Polo, aunque no movió su postura de esfinge cruce de mastín y podenco. Tenía unos dedos que parecían saber escribir a máquina, pero, de buena voz en el monte cuando acosaba jabalíes, era muy lacónico en el trato con la humanidad. Su dueño tampoco habló: parecía que se le había encasquillado algún secreto en el pecho de atleta cazador acostumbrado a decir lo que le da la gana. Era como si Salas hijo hubiera perdido el aire vitalicio de seguridad inviolable que respiraba desde la cuna.

Miró a Polo con ojos de caja registradora, de animal que no olvida nada, se bebió de un trago media jarra de cerveza, se levantó y fue a la mesa de despacho, digna de un monarca absoluto. Volcó contra la mesa el portarretratos con la foto de su mujer y sus dos hijas. ¿No quería que vieran lo que el cabeza de familia iba a hacer? Un individuo impresionable que observara la intrepidez con que abrió el primer cajón podría haber sospechado un gesto fatal: una pistola, un tiro, el arrebato suicida. Alguien correteó por el piso de arriba, sobre el despacho, cuatro pies ligeros, de muy pocos años, como si las niñas gemelas del industrial volaran a detener la mano aniquiladora de su padre, que solo descolgó el teléfono para marcar una única cifra.
—Las niñas —dijo, y se acabaron las carreras, la trepidación del techo.
Lo que la mano sacó del cajón no fue una pistola, sino un trozo de película, quince o veinte fotogramas que tendían a enrollarse como una culebra o un muelle que quiere volver a su primitiva forma espiral. El industrial encendió la lámpara de mesa.
—Mire usted esto. ¿Ve usted a quien veo yo?
La estatura excepcional del comisario se inclinó y volvió a inclinarse sobre la lámpara para repetir el examen de los actores que protagonizaban la película.
—Tendría que llevarme los fotogramas, positivarlos, estudiarlos mejor. Pero, si está usted pensando en quien yo pienso, podría ser, podría ser que veamos lo mismo, mi querido amigo.
No esperó Polo al lunes. En cuanto salió de la casa de la calle de las Tablas fue al Bar Restaurante Los Mariscos. Sabía que allí encontraría al fotógrafo con el que prefería trabajar.
JUSTO NAVARRO - "Petit Paris" - (2018)
Imágenes: Anthony Cavo