Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 7 de abril de 2025

VAMOS A ROBAR LOS INSTRUMENTOS DE LA IGLESIA


—Vamos a robar los instrumentos de la iglesia —dijo, decidido, tras un par de mascadas—. Yo pido la guitarra.

   —¿Y el Camilo? —preguntó Marquito.

   —Está en la pieza durmiendo.

   —Pensé que el plan era traducir las canciones —dije.

   —Ahora vamos a hacer las dos cosas —respondió sin mirarme y escupió las pepas de la sandía. Pancho siempre quería hacerlo todo al mismo tiempo.

   —¿Qué iglesia? —preguntó Marquito.

   —La del papá de la Betsabé —respondió Pancho. Volvió a pararse. Entró en la casa y puso el primer tema de Meat is Murder en la radio, la canción que traducíamos. Subió el volumen a todo lo que daba, bailó moviendo los brazos como si tuviera un ataque de epilepsia y dio un salto que lo llevó desde dentro al suelo de la calle, delante de nosotros.



   La Betsabé era la hija del pastor del ministerio evangélico de Talcahuano, Bendecidos para Bendecir. Jugábamos con ella de chicos, hasta que su papá se metió a fondo en lo de la religión y se hizo pastor. Desde principios del verano que Pancho quería conquistarla. En realidad, ambos nos habíamos propuesto conquistarla, pero Pancho era más perseverante que yo, y asistía a las reuniones del ministerio para verla. En la reunión —así llamaban los evangélicos a las especies de misas que hacían— del día anterior se le ocurrió lo del robo. Dijo que fue como una revelación mística. Según él, mientras todos alzaban las manos al cielo, gritando aleluya y coreando «Él vive, Él vive. De la muerte resucitó. Él vive, Él vive. Vamos a celebrar», reparó en que la música de fondo provenía de una banda que tocaba en un pequeño escenario, a un lado del pedestal del pastor. Vio los instrumentos flotando en el aire sin los músicos que los tocaban: guitarra, bajo, batería y teclado. Sintió que Dios se le manifestaba, revelando una nueva misión, algo así como que Dios quería que se robara los instrumentos. El año anterior habíamos decidido que Dios no existía o que si existía no nos interesaba. Pero no era extraño escuchar a Pancho decir cosas como esa. Había algo de los evangélicos que no dejaba de encajar con su personalidad: el éxtasis, el delirio impulsado por el fanatismo. Podías imaginarlo como un cristiano convertido tras años de pecado, o como un autoproclamado profeta con trances místicos en medio de la plaza de un pueblo, rodeado de un pequeño grupo de seguidores, gente como el Marquito y yo.

PAULINA FLORES - "Qué vergüenza" - (2016)


Imágenes: Okuda San Miguel & Lucho Vidales

sábado, 5 de abril de 2025

CÉLULA

 


Yo, incesante babeo,

estupidez fracasada,

ardor mortecino:

el papel que juego

en medio de todo esto

me atrae.

Repelentemente, me atrae.


Me inculpa y

me disculpa.

Me exculpa.

Mea culpa.


Mea todo lo que tengas que mear.

Echa el ardor que te quema.

Que te aflige,

que te condena.

Que te destruye

desde el interior

de la célula

enferma,

endurecida,

coriácea

y rugosa

como un hongo

que prolifera

dentro de las penas.


Que arruina tu destino,

tu futuro

lleno de orgullo,

de promesas,

de intereses brutos,

netos, finales.




Felices finales,

felices cumpleaños

que ya no son tantos.

Que se esconden

en lo incierto

de los calendarios.


Que te escupen

desde el futuro

burlándose de tu impertinencia,

de tu atrevido traspiés;

de tu sorna callejera,

de toda tu ralea

que sigue llenando

las calles y los callejones

y las discotecas

malolientes de los 80.


Escupe y suelta

el veneno;

lucha por ella:

tu vida depende

de esa guerra.

16-04-08


Imágenes: Fabian Oefner

jueves, 3 de abril de 2025

ALICIA NO VOLVIÓ A HABLAR

 


Alicia Berenson tenía treinta y tres años cuando mató a su marido.

   Llevaban siete casados. Ambos eran artistas: Alicia era pintora, y Gabriel, un fotógrafo de moda muy conocido. Él tenía un estilo característico, fotografiaba a mujeres medio anoréxicas y medio desnudas desde ángulos extraños y nada favorecedores. Desde su muerte, el precio de sus fotografías ha aumentado astronómicamente. A mí su obra me parece ingeniosa pero insustancial, para ser sincero. Carece por completo de la calidad visceral del mejor trabajo de Alicia. Desde luego, no entiendo lo suficiente de arte para decir si Alicia Berenson superará la prueba del tiempo como pintora. Su talento siempre quedará ensombrecido por su leyenda negra, así que es difícil mostrarse objetivo. Y bien podrías acusarme de no ser imparcial. Lo único que puedo ofrecerte es mi opinión, por si sirve de algo, y para mí Alicia era una especie de genio. Más allá de su habilidad técnica, sus cuadros poseen una capacidad asombrosa para atrapar tu atención —casi como si la agarraran de la garganta— y mantenerla atenazada.

   Gabriel Berenson fue asesinado hace seis años. Tenía cuarenta y cuatro. Lo mataron un 25 de agosto. Fue un verano de un calor excepcional, tal vez lo recuerdes, con algunas de las temperaturas más altas jamás registradas. El día en que murió fue el más caluroso del año.



   Su último día de vida, Gabriel se levantó temprano. Un coche fue a recogerlo a las cinco y cuarto de la mañana a la casa que compartía con Alicia en el noroeste de Londres, junto al gran parque de Hampstead Heath, y lo llevó a una sesión fotográfica en Shoreditch. Pasó el día fotografiando a modelos en una azotea para Vogue.

   No se sabe mucho acerca de los movimientos de Alicia. Tenía próxima una exposición e iba algo retrasada con el trabajo. Es probable que pasara el día pintando en el cenador que tenían al fondo del jardín y que ella había reconvertido en estudio hacía poco. Al final, la sesión de Gabriel se alargó y no lo llevaron de vuelta a casa hasta las once de la noche.

   Media hora después, su vecina, Barbie Hellmann, oyó varios disparos. Barbie llamó a la policía, y desde la comisaría de Haverstock Hill enviaron un coche a las 23.35. Llegó a casa de los Berenson en poco menos de tres minutos.

   La puerta de entrada estaba abierta. La casa se encontraba sumida en una oscuridad total; ninguno de los interruptores de la luz funcionaba. Los agentes avanzaron por el pasillo y llegaron al salón. Iluminaron la habitación con sus linternas, de modo que la vieron con haces intermitentes y descubrieron a Alicia junto a la chimenea. Su vestido blanco relucía con un brillo fantasmagórico a la débil luz. No parecía advertir la presencia de la policía. Estaba inmovilizada, paralizada; una estatua esculpida en hielo con una extraña expresión de espanto en el rostro, como si se enfrentara a un terror oculto.



   En el suelo había un arma. Junto a ella, en la penumbra, estaba sentado Gabriel, inmóvil, atado a una silla con un alambre que le rodeaba los tobillos y las muñecas. Al principio los agentes creyeron que estaba vivo. La cabeza le caía un poco ladeada, como si estuviera inconsciente, pero entonces la luz de una linterna reveló que había recibido varios disparos en la cara. Sus apuestos rasgos habían desaparecido para siempre y no habían dejado más que un amasijo calcinado, ennegrecido y sanguinolento. La pared de detrás había quedado rociada de fragmentos de cráneo, cerebro, pelo… y sangre.

   Había sangre por todas partes: salpicaba las paredes, corría por el suelo en oscuros regueros que seguían las vetas de los tablones de madera. Los agentes dieron por hecho que era sangre de Gabriel. Pero había demasiada. Y entonces algo destelló a la luz de la linterna: un cuchillo, en el suelo, a los pies de Alicia. Otro haz de luz mostró la sangre que manchaba su vestido blanco. Un agente le tomó las manos y se las levantó para iluminarlas. Tenía cortes profundos que le cruzaban las venas en las muñecas, cortes recientes que sangraban copiosamente.



   Alicia se resistió a los esfuerzos por salvarle la vida; hicieron falta tres agentes para dominarla. La llevaron al Royal Free Hospital, que estaba a solo unos minutos de allí. Por el camino sufrió un colapso y quedó inconsciente; había perdido mucha sangre, pero sobrevivió.

   Al día siguiente despertó en la cama de una habitación individual del hospital, donde la policía la interrogó en presencia de su abogado. Ella guardó silencio durante toda la entrevista. Tenía los labios pálidos, exangües; se estremecían de vez en cuando, pero no formaban palabras, no emitían sonidos. La mujer no respondió a ninguna pregunta. No podía hablar, no quería. Ni siquiera dijo nada cuando la acusaron del asesinato de Gabriel. Tampoco habló cuando la detuvieron, no quiso negar ni confesar su culpabilidad.

   Alicia no volvió a hablar.

ALEX MICHAELIDIS - "La paciente silenciosa" - (2019)


Imágenes: Mariana Dobreva

martes, 1 de abril de 2025

ESTOY EN CASA, ES DE NOCHE, ALGUIEN GOLPEA LA PUERTA


He llegado a una edad y a un estado en que cada noche antes de acostarme debería lavarme los pies y arreglarme a conciencia por si tuviera que venir a buscarme la ambulancia.

   Si aquella noche hubiera consultado el libro de las efemérides para saber qué sucedía en el cielo, jamás me hubiera ido a acostar. Pero en lugar de eso caí en un sueño profundo, gracias a una infusión de lúpulo que acompañé con dos grageas de valeriana. Por eso, cuando a mitad de la noche me despertaron los golpes en la puerta —violentos y desmesurados, y por lo tanto de mal augurio—, me costó recuperar la conciencia. Salté de la cama y me puse de pie con el cuerpo tembloroso, tambaleante y a medio dormir, incapaz de pasar del sueño a la vigilia. Sentí que me mareaba y di un traspié, como si fuera a desmayarme de un momento a otro —algo que, por desgracia, solía sucederme últimamente y tenía relación con mis dolencias—. Tuve que sentarme y repetir varias veces: «Estoy en casa, es de noche, alguien golpea la puerta», y solo así logré controlarme. Mientras buscaba las zapatillas en la oscuridad oí que la persona que llamaba a la puerta daba la vuelta a la casa y murmuraba algo. Abajo, en el hueco que hay entre los contadores de la luz, guardo una botella de gas paralizante que me dio Dionizy por si me agredían los cazadores furtivos, y justo en aquel momento me acordé de ella. Aunque me hallaba a oscuras conseguí dar con la forma fría y familiar del aerosol, y armada de aquel modo encendí la luz del exterior. Eché un vistazo al porche por la ventanita lateral. La nieve emitió un crujido y en mi campo de visión apareció Pandedios, uno de mis vecinos. Este estrujaba con ambas manos el viejo abrigo de piel de cordero con el cual lo había visto trabajar cerca de mi casa, a fin de que se mantuviera apretado alrededor de su cuerpo. Por debajo de este se veían sus piernas, enfundadas en un pijama a rayas y unas pesadas botas de montaña.



   —Abre —me dijo.

   Sin disimular su extrañeza observó el veraniego traje de lino que yo usaba como pijama (suelo dormir con un traje que el profesor y su esposa pensaban tirar el verano anterior, el cual me recuerda las modas de antes y los años de mi juventud, de manera que sumo lo práctico a lo sentimental) y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, entró en mi casa.

   —Vístete, por favor: Pie Grande está muerto.

   La impresión me quitó el habla durante unos segundos; incapaz de decir palabra, cogí unas botas altas para la nieve y me eché encima el primer forro polar que encontré en una de las perchas. Al pasar por el halo de luz de la lámpara del porche, la nieve del exterior se transformaba en una lenta y somnolienta ducha. Pandedios estaba a mi lado en silencio; alto, delgado, huesudo, como una figura esbozada con un par de trazos a lápiz. A cada uno de sus movimientos la nieve caía de él como de un dulce espolvoreado con azúcar glas.

OLGA TOKARCZUK - "Sobre los huesos de los muertos" - (2009)


Imágenes: Erin Mars