Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 30 de enero de 2025

Y DE REPENTE HABÍA DOS CARAS


Antes de Nina no había nada. Stella está convencida de que su cara fue lo primero que vio en su vida, al menos que ella recuerde. La madre les cuenta que Nina se pasaba todo el día asomada a la barandilla de la cuna de Stella. 

  Stella tardó mucho tiempo en distinguir a su hermana de sí misma. Creía que Nina era ella o que ella era Nina o que eran una sola persona, un solo ser. Durante años creyó que la sangre que les corría por las venas estaba conectada de alguna manera, que, si ella se cortaba, seguro que a Nina le saldría sangre por alguna parte. 

 Tiene un recuerdo muy claro de un día en el que Nina la levantó para que se viera en el espejo de la habitación que compartían hasta que Stella se fue de casa (aunque era la menor, fue la primera en irse). Aquel día hacía calor.



 Iban las dos en pantalones cortos, así que tenía que ser verano. Un festivo tal vez. Tiene la idea de que oía el zumbido de aviones a lo lejos, que cruzaban el cielo de la ciudad, y un suave murmullo de una multitud en alguna celebración en los Meadows. Pero es posible que eso se lo imaginara después. 

 Nina la agarró por las axilas y se la acercó al pecho. La piel de Nina contra la suya le dolió como el pellizco de la tortura china. A Nina le costó un gran esfuerzo levantarla del suelo —Stella ya era casi tan alta como ella—, tuvo que tirar fuerte de ella y soportar su peso.

  Stella vio aparecer la curva de otra frente en el cuadrado de plata del espejo y de repente había dos caras en el cristalino mundo invertido que tenía delante. La impresión fue tremenda. Eran casi iguales, pero no del todo. La de Nina, más estrecha, más afilada; el pelo, a la lengua bífida del sol de verano que se colaba por la alta ventana, tan ligeramente rojizo como siempre.

MAGGIE O'FARRELL - "La distancia que nos separa" - (2004)


Imágenes: Marina Kappos

martes, 28 de enero de 2025

HAN DESENFUNDADO YA SUS EMISORES DE MULTAS


La lluvia cae helada sobre la floresta hidropónica, al pie de la torre Huxley. Los estudiantes que siguen concentrados están empapados en fluido pluvial que les gotea por la cara. Una buena parte de ellos se ha ido retirando por iniciativa propia hacia las zonas residenciales. El ambiente ya no es de euforia entre los que quedan, los más comprometidos, casi todos del Corona Australis, estudiantes de cine, de música, de artes plásticas precomputacionales, también algunos de ingeniería emocional y de psiquiatría estadística. La megafonía acaba de dar el primer aviso antes de empezar a disparar multas si la concentración no se disuelve de inmediato. Los antidisturbios forman un anillo exterior que mantiene a los estudiantes acorralados contra la foresta que a su vez rodea las paredes de la torre. Torres y Marsalis deambulan por entre los grupitos que se han formado por afinidad. Las pocas capas electromagnéticas que hay se usan a modo de toldos, sostenidos con los brazos en alto para cubrir más área.

   La megafonía da el segundo aviso y los antidisturbios cambian de formación. La primera fila de cada uno de los rectángulos se ha agachado para permitir que los de la segunda puedan también disparar.



 Ambas líneas han desenfundado ya sus emisores de multas. Se produce un momento de silencio tenso y a Torres se le ocurre empezar a cantar otro de los himnos estudiantiles, la balada de High Noon. Es una elección oportuna, la melodía es honda y solemne, y la letra parece escrita para la ocasión. Marsalis sigue a Torres y pronto son casi todos los estudiantes los que están cantando en inglés clásico:

   

     I do not know what fate awaits me

     I only know I must be brave

     And I must face a man who hates me

     Or lie a coward, a craven coward

     Or lie a coward in my grave.


   Suena por megafonía el tercer aviso y nadie se mueve, ni los estudiantes ni los policías. El cántico se ha agotado, las capas electromagnéticas dejan de moverse, sólo algunas manos se sacuden el fluido pluvial de los ojos. De pronto, sin que aparentemente haya cambiado nada, empieza a sonar el bip de algunos chips subcutáneos. Es el sonido indicador de que se ha registrado una multa. Los policías han recibido a través de sus intercomunicadores la orden de disparar. Las puntas de sus emisores centellean luz roja y emiten sus propios bips, indicadores de que han hecho blanco. Algunos estudiantes, los que están en las primeras filas, han recibido ya varios disparos, bip, bip, bip, diez eurodólares, veinte eurodólares, cincuenta, cien… Alguien desde las filas de atrás grita, «A por ellos».



 Los de delante notan el empujón. Como una ola articulada, todas las filas se proyectan hacia fuera, avanzando lenta pero firmemente en dirección a los rectángulos en formación. La primera fila de policías que tiene la rodilla hincada en el suelo recibe orden de pasar a la fila de más atrás, y los de la tercera avanzan para presentar una pantalla en tresbolillo con sus escudos y proteger a la segunda, que sigue disparando en modo ráfaga, bip, bip, bip, bip, bip. Es un movimiento ensayado en los campos de entrenamiento de antidisturbios, heredero de la formación de cohortes romanas en triplex acies. Así retrocede toda la estructura ante el avance enemigo, como un cangrejo que escupe multas por los intersticios de su coraza. Los mandos se mueven por las alas dando instrucciones a través de los intercomunicadores; varios flotadores policiales sobrevuelan el campo de batalla y toman imágenes que se reciben en el puente de mando.



 Los estudiantes son una horda desorganizada pero decidida, ya no queda mucho que perder cuando se acumulan multas de quinientos, de mil, de mil quinientos eurodólares. Bip, bip, bip. Unos cuantos han alcanzado ya la barrera de escudos que han presentado los policías a la orden de testudinem formate. Sus defensas componen ahora una especie de tortuga impenetrable y sobre su caparazón de poliuretano transparente golpean los estudiantes con sus manos, sin importarles la ráfaga continua de multas que reciben a quemarropa. Vociferan de manera inarticulada, eeeooo, eeeooo, mientras suenan en confusa mezcolanza los golpes sobre los escudos, las voces, los bips: dos mil eurodólares, tres mil, tres mil quinientos… Entre los que gritan y golpean está Leroy Torres, que debe de haber recibido ya multas suficientes como para tener que abandonar la estación a mitad de curso, cuatro mil trescientos diez, cuatro mil trescientos veinte, bip, bip, bip, bip.

   De pronto la lluvia cesa y los flotadores policiales empiezan a fumigar alergénicos. Es una combinación de pimienta, caspa animal y polen de fresno cuidadosamente compuesta para provocar violentos ataques de estornudos.

   En la estampida que sigue, a Torres le queda la esperanza de que el plan siga adelante, de que los chicos consigan llegar a Barcelona y Palaio sea capaz de doblarle la cerviz a Deckard.

PABLO TUSSET - "Oxford 7" - (2011)


Imágenes: Lara Lars 

domingo, 26 de enero de 2025

NO ME GUSTA...




 No me gusta la palabra nunca.

Nunca la voy a usar.

No me gusta la palabra siempre.

Siempre se me atraganta.

No me gusta la palabra culpa.

¿...Y a quién voy a culpar?


Imágenes: Flóra Borsi

viernes, 24 de enero de 2025

¿TE GUSTA ESA RUPTURA DE TU SOLEDAD?


Mamá también está contenta. Baja la ventanilla y se pone las gafas de sol. Mamá que va a ver a su propia mamá. Hace apenas cinco días. «¿Podemos bañarnos nada más llegar?», «¿Y beber Trina?», «Y nos vamos a acostar tarde, ¿no?». Podéis hacerlo todo. Algo ha pasado, además de los kilómetros y las estaciones de servicio. Papá y mamá abandonando la ciudad y las obligaciones, entregándole su prole a los abuelos, papá en bañador haciendo el tonto sobre el trampolín, mamá echándose una siesta de tres horas en el sofá reclinable del abuelo, la cinta de cassette que empieza por quinta vez en bucle cuando aparece ante vosotros la cancela de la entrada del Huerto.

   —¡Abuela, vamos a por coques!

   Das órdenes como si el mundo te perteneciese, como si el mundo terminase en la cancela de la entrada. ¿Y no te pertenece, acaso? ¿Hay algo más? Hay algo más. Lo sabes porque a veces se cuela por la tele. Hoy, por ejemplo. Estás desayunando en el taburete alto un Cola Cao con muchos grumos y tostadas blanditas. No hay tostador en el Huerto y la abuela te las hace en la sartén.



  El salón es tuyo; te gusta levantarte pronto porque el salón es tuyo. Solo estás con la abuela, que hace gazpacho en la cocina. Aún no lo sabes, ahora solo miras fijamente a Oliver y Benji mientras masticas. Pero un día vas a creer que el amor es eso: compartir un espacio haciendo cosas distintas. Cómo vas a saberlo ahora, si eres puro pelo despeinado y esa camiseta que te queda grande y las bragas contra la madera del taburete. Pero un día lo creerás: dos soledades en un mismo espacio. Ella corta tomates y tú ves los dibujos y al cabo de un rato llega tu prima. ¿Te gusta esa ruptura de tu soledad? No lo vas a saber nunca. Te lo digo con ternura, no es una amenaza. Nunca lo vas a saber. Dentro de ocho años y de diez y de doce, tantos viernes sin saber si quieres salir o quedarte en casa, si pijama o pintalabios, si amigos o libro. Esa relación extraña que tienes con la soledad y que con veinte años te va a parecer nueva, porque de ti depende organizar tu vida social. Pero no es nueva, se remonta a esta mañana en el Huerto en que quieres el salón para ti y también hablar con otra gente. Estás entre tu necesidad de soledad y tu afán comunicativo, y ahí seguirás estando. Serás una equilibrista. Una acróbata.

MARTA JIMÉNEZ SERRANO - "Los nombres propios" - (2021)


Imágenes: Anne Siems

miércoles, 22 de enero de 2025

Y LA MÁS RECÓNDITA MEMORIA DE LOS HOMBRES


Durante un tiempo, la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto, luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la Soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente, la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

     ROBERTO BOLAÑO - Los detectives salvajes - (1998)


Imágenes: Matias Karsikas

lunes, 20 de enero de 2025

ESTO NO ES UN JUEGO


 Enero de 1981 estaba concluyendo y los noticieros locales daban cuenta de numerosos atentados en nuestra propia región, especialmente en Sicuani, en la frontera con Puno, y de muchos más ataques con dinamita en Apurímac y Ayacucho. Cuando veíamos las noticias por los dos canales de televisión nacional, parecía que estuviéramos ante otro país, donde los problemas y las cosas importantes eran muy distintos. No obstante, en aquella casa con vistas al parque del Trébol, las vacaciones parecían interminables. Para mí. Bárbara tenía una vida oculta, no tardé en darme cuenta.

   Creí que A. A. S. estaba obsesionado con ella. Aquel mes sus cartas llegaban cada semana. Al leerlas, a Bárbara se le iluminaba el rostro, pero luego la dejaban en sombra. Las huelgas por las alzas de precios en los pasajes urbanos o la reducción de derechos laborales una y otra vez generaban movilizaciones y paros. A medida que pasaban las semanas, veía a Bárbara volver más agotada de sus clases.

   —No me gusta esa carrera —me explicaba—. Cuesta demasiado estudiar algo que sabes bien que no es para ti.

   Al finalizar el mes se declaró un paro universitario de dos días por el alza de los pasajes urbanos; sin embargo, ella se alistó para asistir a clases como si nada. Le pedí que me llevara para ver de cerca cómo era un paro. Se negó. Mientras se alejaba del parque, decidí seguirla. Sin quitarme los patines, avancé por las veredas de la avenida de la Cultura hasta llegar cerca de la universidad. Frente a su puerta principal se empezaba a desatar una batalla. El cañón del rochabús de la policía ya estaba lanzando su agua tóxica. Muchos manifestantes le respondían con pedradas. Otros grupos de estudiantes se enfrentaban a golpes entre sí. Más tarde descubriría que los choques con la policía también eran propicios para desahogar las pugnas entre las diferentes facciones políticas de la universidad. Con las aceras llenas de baches, me sentí insegura sobre mis patines. Iba a retirarme sin más demora, pero a lo lejos distinguí a Bárbara, en medio de la columna de chicos que arrojaban piedras contra el rochabús.



   Era ella, no tuve dudas, por más que su cabeza estuviera camuflada bajo un pasamontañas negro. Cómo no iba a distinguirla. Quién, si no, podía ser la dueña de esa figura menuda, claramente femenina, de estrecha cintura, que lanzaba piedras con tal furia. En una ciudad donde la gran mayoría teníamos el pelo negro, ella lo tenía castaño, bastante claro, y las dos trencitas diminutas que se armaba por debajo de las orejas, fuera que llevara el cabello suelto o bajo la cola con la que recogía el resto de su pelo, se le habían escapado del pasamontañas.

   Por la tarde, cuando regresó a casa, yo sabía ya que sus ojos rojos nada tenían que ver con la nostalgia que estuviera sintiendo por su familia, ni con las cartas de A. A. S. Desde lejos había visto cómo la policía lanzaba bombas lacrimógenas cerca de ella.

   —Sé dónde estuviste por la mañana. ¿No te da miedo? —la interrogué.

   —Vengo de Mama Huaco, no lo olvides —repuso desafiante—. Por eso, arrojo piedras muy lejos, sin que me haga falta una huaraca.

   —¡Te pueden detener, Bárbara! —le advertí asustada.

   —Soy chiquita, me escabullo —repuso riendo. Sus pupilas claras bailaban sobre el rojo.

   Al día siguiente, el paro proseguía. Mientras yo desayunaba, ella iba llenando su mochila con piedras sueltas del jardín. Salió de casa ya sin fingir que estuviera yendo a clases. Desde la ventana de la sala, la vi marcharse, cruzando el parque dando saltitos. No la seguí más. Era previsible que de nuevo se aprestara a sacar todo el fuego que portaba en la mirada, esa furia que manejaba como si estuviera jugando con bolas de malabares.

   Pero, no sé por qué, aquella mañana no la vi más invulnerable. Por un instante, quise abrir la ventana y gritarle: «¡Bárbara, no te dejes atrapar!, ¡corre, corre!». No lo hice, solo farfullé esas palabras. O, quién sabe, la memoria me engaña y quiero creer que llegué a pronunciarlas: «¡Bárbara, corre! Esto no es un juego. ¡Corre, corre! ¡Vuelve!».

KARINA PACHECO - "El año del viento" - (2021)


Imágenes: Sarah Zapata

sábado, 18 de enero de 2025

LOS PERIÓDICOS LOS LEO COMO UN EJERCICIO DE FICCIÓN


Entré al quiosco. Su dueño se llamaba Néstor. Con gruesos carrillos y perilla blanca tenía aspecto de tenor. Yo no podía imaginármelo en un lugar distinto a los ocho metros cuadrados de su tienda, sin su batería de publicaciones, coleccionables y cromos, sin la chirriante puerta de entrada y la cortina que separaba una misteriosa trastienda o almacén donde jamás dejaba atisbar a nadie. Normalmente, solo nos veíamos en su quiosco. Si, por circunstancias, me lo encontraba en el centro o en el cine, ambos teníamos la sensación de no hallarnos en nuestro debido sitio.

   Néstor era un infatigable lector de periódicos y novelas policíacas. «Los periódicos los leo como un ejercicio de ficción —me dijo una vez, y no bromeaba—; las novelas, como una aproximación a la realidad».

   Nunca antes me había fijado en su estantería de novelitas rosas, pero ahora, sugestionado por los comentarios de Matilde Montenegro, reparé en sus chillonas portadas.

   —No sabía que vendieras novelas románticas, Néstor.

   —Desde la crisis, es lo único que se vende.

   —¿Has leído alguna?

   —Son demasiado procaces para mí.

   —¿Quién las compra?

   —Monjas, juezas…

   —¡Estás de coña!



   Sonrió con aquel gesto suyo de atrincherada inteligencia y me señaló un estante. Había tres títulos de Rosal de Luna. El que llamó mi atención exhibía en su cubierta un fotomontaje de dos amantes semidesnudos en medio de una jungla de rascacielos. Letras plateadas titulaban en sobrerrelieve: «Promesas de neón».

   —¿Cuánto vale? —Lo saqué del estante.

   —Once euros.

   —¿Y cuántas has vendido?

   —¿De Rosal de Luna? En lo que va de mes, más de cincuenta.

   —¿Tantas monjas y juezas hay en el barrio?

   Compré Promesas de neón, los periódicos, un portaminas, un par de revistas y mis caramelos de menta y miel para la garganta. Néstor lo metió todo en una bolsa de plástico de pésima calidad, junto con una barra de regaliz y unos chicles de regalo. Como no había almorzado, y previsiblemente no merendaría con Ana María hasta las seis o las siete de la tarde, fui a gastarme el resto del billete de cincuenta euros a la taberna de El Gato.

JUAN BOLEA - "Los viejos seductores siempre mienten" - (2018)


Imágenes: Michael Kerbow

jueves, 16 de enero de 2025

LA SUSTANCIA DEL MIEDO

     Siento miedo de lo que está más allá de las ventanas, del aire que entra a chorros y de los ruidos que trae. Temo a los mosquitos, la miríada de insectos a los cuales no sé dar nombre. Soy extranjera a todo, como un ave caída en la corriente de un río.

     No comprendo las lenguas que me llegan de allí fuera, que la radio trae dentro de casa, no comprendo lo que dicen, ni siquiera cuando parecen hablar portugués, porque ese portugués que hablan ya no es el mío. 

     Hasta la luz me es extraña.

     Un exceso de luz.

     Ciertos colores que no deberían ocurrir en un cielo saludable.

     Estoy más cerca de mi perro que de las personas allí fuera.

JOSÉ EDUARDO AGUALUSA - "Teoría general del olvido" - (2012)


Imágenes: Connor Addison

martes, 14 de enero de 2025

SE QUEJÓ DE LA ESTUPIDEZ DE LOS LIBROS DE CONSUMO DE MASAS

 


Tim Holt, un editor del que X se había hecho amiga aquel año, era el único parroquiano del Big Bar que no acababa de encajar allí. Llegaba cada viernes a las cinco para tomarse sus tres martinis de costumbre mientras leía una pila de manuscritos. A aquellas horas, el bar estaba casi vacío; lo bastante en silencio para leer durante una hora, luego lo bastante bullicioso para distraerlo de todas esas páginas de pura desesperación. Holt se fijó en los libros que llevaba X en el bolsillo trasero del pantalón y empezó a llevarle ejemplares de New Directions, la editorial donde trabajaba; regalos que ella correspondía con bebidas más cumplidas y sirviendo el sobrante en un vaso de chupito. Hablé con Holt por teléfono, ya que se había jubilado y trasladado al Territorio Occidental.

  «Le diera lo que le diera el viernes, a la siguiente semana ya se lo había leído —me dijo—. Recuerdo que le encantaron Kay Boyle y Borges, y, aunque siempre tenía algo que decir, nunca comentaba obviedades… En aquella época, yo estaba muy quemado, pero empecé a esperar con ganas los viernes, nuestras charlas».



  Una semana, Holt llegó muy alicaído; habían pasado meses desde la última vez que había contratado un manuscrito y lo que había publicado aquel año no había ido bien. El problema era el propio sector, dijo, la queja más común de quienes lo conforman. Se quejó de la estupidez de los libros de consumo de masas, de la cantidad de manuscritos sosos, del misterio de que lo que vende no suele ser bueno y lo que es bueno no suele vender.

  «Entonces Clydelle se inclinó sobre la barra y dijo: “¿Y por qué no escribes tú uno? Escribe uno que sea bueno y que venda”. ¡Ja! Parecía que lo decía de broma, pero no era de las que bromeaban. Era como recibir consejo de una alienígena: escribe un libro, punto. Como si los libros estuvieran esperando en la cabeza de uno, sin más, esperando a que los deje salir. En todo caso, no me hice ilusiones tontas, los escritores son gente pocha. La literatura no se escribe por el contenido. ¿Por qué tengo que sufrir yo escribiendo cuando leer es mucho más agradable?».

   Holt siguió desarrollando la hipótesis que tenía sobre la escritura, la idea de que intentar traducir ideas y sentimientos a una historia y al lenguaje es antinatural, quizá incluso venenoso. «Los pensamientos no encajan bien en las palabras», dijo, y ahí reconocí yo la razón que había esgrimido X a menudo para explicar por qué ya no escribía libros, pero en 1972 X seguía creyendo que escribir un buen libro debería ser una tarea sencilla, que si Holt era capaz de reconocer un buen texto debería ser capaz de producirlo.



  «Le dije que no era habitual que los editores publicaran en su sello», dijo Holt.

  Usa un seudónimo, le propuso ella.

  Como si eso resolviese el problema de escribir el maldito libro.

  En realidad, es bastante fácil.

  Bueno, pues, si tan fácil te parece, te agradecería mucho que te sacaras uno de la manga.

  Vale.

  Y, ya puestos, si no te importa, para el viernes.

  Holt estaba seguro de que aquello se convertiría en una broma habitual entre ellos —la novela que Clydelle nunca escribiría—, algo sobre lo que preguntarle cada viernes, algo imposible.

  Dos días más tarde, X se presentó en el ático de Oleg con una máquina de escribir y una resma de papel. Se adueñó de uno de los dormitorios de invitados, le pidió al cocinero que dejara una jarrita de café a las siete de la mañana, cuatro ciruelas a las doce del mediodía, la cena a las seis y dos copas de brandi a las ocho. Necesitaba cuatro días, le dijo a Oleg; estaba escribiendo un libro del tirón y quería que la dejaran en paz.

  «Hacía todo lo que se proponía —me dijo Oleg el año siguiente—. Tenía una fuerza, una determinación tremendas. No me sorprendió nada que saliera de la habitación con el manuscrito terminado. Ni lo más mínimo».

CATHERINE LACEY - "Biografía de X" - (2023)


Imágenes: Barbara Wildenboer

domingo, 12 de enero de 2025

EN MI HABITACIÓN NO HABÍA JUGUETES, SOLO LIBROS

 


 —¿Tu hermana es arqueóloga? —le pregunta Katerina.

   —Sí, es profesora asociada de arqueología en Atenas.

   —Una hija es profesora de arqueología y la otra directora del Departamento de Homicidios. Tus padres deben de estar muy orgullosos de vosotras —dice Fanis.

   Antigoni deja el tenedor y estalla en una carcajada tan amarga que más bien parece que esté llorando. Nos la quedamos mirando atónitos.

   —¿Qué te pasa? —le pregunta Adrianí.

   —¿He dicho algo que te ha incomodado? —añade Fanis, preocupado.

   Antigoni, tras unos segundos, recupera la compostura y nos mira:

   —Como me habéis dado un certificado de ingreso en la familia, creo que puedo contaros algo que pocas personas saben. —Hace otra pausa y respira profundamente—. Crecí en una familia en la que mi padre era profesor de historia, mi madre actriz y mi hermana mayor arqueóloga. En mi casa solo se hablaba de intelectuales, de artistas y de la Grecia antigua. Mis padres querían que yo también fuera una intelectual o una artista. En mi habitación no había juguetes, solo libros. Hasta los juguetes que me traía mi abuela desaparecían en cuanto ella se marchaba. Cuando quería invitar a alguna compañera de clase a casa, mis padres tenían que dar antes el visto bueno a su familia. Todos los días, volver del colegio a casa era como ir del paraíso al infierno. Así fue mi vida de pequeña, en primaria, en secundaria y hasta primero de bachillerato.



   Nos mira a cada uno por separado. Nosotros guardamos silencio, desconcertados y sin saber qué decir.

   Antigoni continúa. Parece sentirse un poco más aliviada.

   —Cuando empecé el bachillerato comenzaron también las presiones para decidir qué iba a estudiar. Una noche, mientras cenábamos, les anuncié que había decidido que quería entrar en la Academia de Policía, que quería ser policía, vaya. No lo dije al tuntún, sino que fue una especie de venganza. En todos los años que viví con mi familia jamás los oí decir una sola palabra buena sobre la policía: pasara lo que pasara, la culpa era de la policía. Aquello fue la gota que colmó el vaso: al principio se quedaron en shock, luego se indignaron, y al final empezaron a coaccionarme para que cambiara de opinión, pero yo no cedí. —Toma aliento y prosigue—: Cuando se dieron cuenta de que no cambiaría de parecer, me echaron de casa y me mandaron a vivir con mi abuela. Consideraban que era la vergüenza de la familia, y no querían saber nada de mí. La única con la que mantuve cierto contacto, aunque solo fuera por teléfono, fue mi hermana. Y mi relación con ella ha cambiado gracias a usted, señor Jaritos —me dice.

PETROS MÁRKARIS - "La revuelta de las Cariátides" - (2023)


Imágenes: Lidiia Marinchuk

viernes, 10 de enero de 2025

HAY CÓDIGOS VESTIMENTARIOS QUE HAY QUE RESPETAR

 


Cuando por fin el Estado me otorgó una abogada de oficio, ella me miró de arriba abajo y me dijo: madame, hay códigos vestimentarios que hay que respetar si quiere tener una oportunidad de ganar. En casos como el suyo, no puede vestirse con cuero, con animal print, con escotes, con tacones de madera, no la beneficia, ¿me entiende? No la puedo representar si no colabora. Esa misma noche envió un texto que leí sentada en la rotonda de Sancerre donde, como la dieta de un diabético 2, me daba una lista de ropa posible para los días de encuentro. El agua de la fuente corre entre los sucios canales atestados de peces bajo mis pies, anocheció rápido ese día mientras pensaba qué ropa tenía que comprarme en el súper Colruyt o en las ofertas de Gemo, pantalón negro, no tengo, zapatos femeninos o sobrios, no tengo, una blusa de color claro, sin motivos, nunca tuve, ir a la peluquería, no voy. Su imagen podrá jugar a nuestro favor cuando apelemos la decisión de la Justicia, dijo mi abogada. La imagen, el tono de voz, la postura corporal. No se pare tan para adelante, no levante tanto las manos, no hable con la voz ronca, etc.



 Pero los tiempos son extremadamente lentos en este país, madame, los tiempos van en carreta. Mientras tanto, no usar borcegos, no usar tachas, sacarse las cadenas, incluso las más finitas, corregir el pelo, trabajar la mirada y los gestos. Número 1: no aparentar muy masculina porque se la vería como poco madre, ¿poco o poca?, lo que sea, no use. Número 2: no aparentar ser muy femenina para no dar a entender una inclinación muy pronunciada por el sexo o la obscenidad. Número 3: no se muestre como una lombriz solitaria, se vería como antisocial y, llegado el caso, la podrían acusar de marginal. Manténgase en el medio, vístase y compórtese de manera templada. Cuando vio las fotos de mi casa, lo mismo, demasiado lumpen, parece que viviera en el siglo XIII con paredes en demolición y moho. Me mandó a dar otra impresión para los jueces. Pinte las paredes, desplace los muebles, busque el ángulo de la luz. Eso hice, decorar la casa con jarrones, arrancar flores y cuadritos de paisajes agrícolas comprados en los mercados de pulgas sobre la Loire. Armarles una habitación para los dos, aún sin camas marineras pero con buenos colchones, a los chicos les gusta eso, saltar de un colchón a otro, los paquetes de sus regalos sin abrir sobre la cama sin usar.

ARIANA HARWICZ - "Perder el juicio" - (2024)


Imágenes: Olivia De Bona

miércoles, 8 de enero de 2025

ENTONCES EMPEZÓ EL VÉRTIGO


Sí. Entonces empezó el vértigo. Vera. Y un dulce desafío. Su padre fusilado, su hermano con una cadena perpetua encerrado en alguna prisión del sur que ella nunca visitaba. La última noche del año 56 fui con ella a casa de Michelena. Un piso estrecho y mal alumbrado. Allí estaba la mujer de Michelena, aquella mujer pequeña y llena de soberbia que no quería saber nada del compromiso político de su marido y que nos miraba de reojo. Con su pelo mal teñido y sus manos redondas. El hijo atolondrado.



   Había un par de amigos tristes, una prima de Michelena, un guiso con demasiado sabor a especias y pobreza, un penoso afán por sentirse alegres sin otro motivo que el que marcaba el calendario. Pero yo llegué con Vera y ya nada de aquello me afectaba. Los amigos de Michelena podían morirse de tristeza en su rincón y el niño acabar de dormirse en la mesa. Tampoco importaba qué dijera su mujer. Allí estaba la vida. El año que empezaba, 1957. Y yo lo miraba a los ojos.



   Una música sonaba en la radio. Mezclaban a Beethoven con villancicos. Sebastián Pasos estaría en la cárcel, oyendo desde su celda los cánticos que llegaban desde la galería. Mirando la oscuridad con los ojos abiertos. Bielsa se encontraría perdido en alguna torre de la costa, en alguna villa de la parte alta de la ciudad, con sus amigos, con nuestros enemigos. Los abogados, los industriales, los artistas, el juez Bernardo Burín. Rojinsky, esforzado por darle la espalda a la religión o a cualquier festividad que no tuviera que ver con la celebración de la clase obrera, estaría en su buhardilla de Sant Antoni borracho de coñac o tal vez dormiría con una prostituta. Solidaridad con los parias de la tierra. Uníos, hermanos  proletarios, putas, perseguidos, revolucionarios, saboteadores, rebeldes de todas las raleas.

ANTONIO SOLER - "El sueño del caimán" - (2006)


Imágenes: Paco Pomet

lunes, 6 de enero de 2025

¿CÓMO IBA A VER UNA IA A TRAVÉS DE LOS TEJADOS?


Como el otro día: iba camino a casa después del trabajo y acababa de recibir otro no de una empresa que ni le daba la puta oportunidad de hacer una entrevista, y entonces apareció el rostro de Ólafur Tandri para decirle que hiciera el examen que justo se había negado a hacer, así que se dirigió a toda prisa a casa, escribió todo lo que se le pasó por la cabeza, literalmente todo, lo envió y luego esperó hasta que dieron las doce, cogió un cuchillo de cocina pequeño y salió.

   La línea S del bus tiene parada en Lækjartorg. Se baja. Todo está destrozado a causa de las manifestaciones, todo está lleno de basura y restos de petardos y cristales rotos. Oye un sonido de tacones. Una mujer con uno de esos, cómo se llaman, una especie de gorro de pieles, le mira a los ojos y aparta la mirada a toda puta prisa, se cierra el abrigo y ¿se lo está imaginando o ha empezado a caminar más rápido? Pero seguro que no. Las tías le tienen mucho más miedo desde que se rapó a cero. Encienden los relojes de modo que, si se les acercara, sonarían unas sirenas atronadoras y los satélites le harían fotos y alguna IA comenzaría a rastrearle e informaría a la policía. Al menos eso fue lo que dijo Eldór. Tal vez no es cierto. ¿Cómo iba a ver una IA a través de los tejados? ¿Con un sensor de temperatura? No le extrañaría que Eldór dijera algo así sin tener ni puta idea de si era verdad. Siempre está soltando cualquier mierda de sci-fi que le suene creíble.



   Como cuando dijo que la poli podía saber si habías corrido más de la cuenta, porque los coches nuevos guardaban un registro de la velocidad a la que ibas y luego les enviaban la información. Y que la policía pagaba a los fabricantes de coches para que les enviaran tus datos.

   Él se había limitado a decir ¿Ah, sí? y luego lo repitió como un loro por toda la ciudad. No dejan de oír historias de tipos a los que la poli para sin más y acaban metidos en la parte de atrás de un coche de policía. Pero Viktor y los otros se rieron de él como si fuera un gilipollas de mierda, y él dijo Que sí, seguro, no es broma, es así, y luego, cuando le preguntó a Eldór dónde se había enterado de aquello, Eldór dijo que él creía que era así, que no había otra explicación para la multa por exceso de velocidad que le llegó el otro día a su casa, porque estaba completamente seguro de no haber pasado por delante de ninguna cámara.

FRÍIDA ÍSBERG - "La marca" - (2021)


Imágenes: Leslaw Sagan

sábado, 4 de enero de 2025

UN BULTO NEGRO A LOS PIES DE UNA ENCINA


Alguien dijo que el ser humano más seguro que hay sobre la faz de la tierra es aquel que a la caída de la tarde cabalga lentamente sobre un burro. Al alfarero Julio Collado, sin embargo, no le gustaba andar a esas horas por los caminos, pues les tenía mucho miedo a las alimañas y a los aparecidos; en realidad, más a estos que a aquellas. Ese día calculó mal el tiempo que le iba a llevar la vuelta a casa, y la oscuridad lo alcanzó cuando aún le faltaba más de una legua para llegar a su pueblo. De modo que no paraba de aguijonear a su asno para que fuera más raudo. Por desgracia, el animal iba muy cargado y bastaba que su amo lo pinchara para que él se resistiera todavía más a apresurarse. Y, cuanto más tozudo se ponía, más terco se volvía su dueño, que se negaba a dar su brazo a torcer. Al final, el hombre dejó de aguijarlo y optó por apearse y tirar de las riendas para ver si el rucio se mostraba algo menos renuente, pero ni por esas. Así que al pobre alcaller no le quedó más remedio que permitirle que marchara a su paso, lento y calmado, como si se recreara en ello.



     A esas alturas, a pesar de que el cielo estaba completamente despejado y había salido la luna, la noche ya les había caído encima como un manto negro, por lo que Julio Collado cada vez estaba más inquieto. A lo lejos se oía ladrar a los perros, que a él le parecían lobos hambrientos, y cantar a los búhos, que se le antojaban espíritus de mal agüero, y cada sombra que se agitaba le recordaba a un fantasma. También creyó ver una luz intensa rasgar la oscuridad como un relámpago sin trueno. Estaba ya a tiro de piedra de las primeras casas del pueblo cuando descubrió un bulto negro a los pies de una encina, cerca del borde del sendero. Se aproximó a él con gran sigilo y observó que se trataba de un hombre con la espalda recostada contra el tronco del árbol, en una posición extraña. Al ver que no se movía, lo tocó con la punta de la aguijada para intentar reanimarlo, no fuera a ser que solo estuviese dormido. Pero nada.

     —¿Está usted bien? —le preguntó con voz queda.

     Como no respondía, se inclinó para comprobar si el corazón le latía. De repente creyó reconocerlo y dio un respingo. Al retirar la mano, advirtió que estaba manchada de sangre, y eso terminó de alarmarlo. Tras fijarse mejor, cayó en la cuenta de que el hombre estaba muerto y tenía todo el cuerpo lleno de heridas; lo habían apuñalado a conciencia y con saña. El alfarero, aterrado, salió corriendo en dirección al pueblo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y el burro se quedó atrás, olisqueando el cadáver, como si con ello quisiera decirle a su amo: «Cuanto más deprisa huyas de la muerte, más rápido te acercarás a ella».

LUIS GARCÍA JAMBRINA - "El primer caso de Unamuno" - (2024)


Imágenes: David Álvarez

jueves, 2 de enero de 2025

ESE SONIDO EMBROLLADO Y METÁLICO


Cuando nos dijeron que nuestra solicitud para ir a los Estados Unidos había sido aceptada, lloramos durante toda la noche, sosteniéndonos las rodillas y el cabello unas a las otras. Yo sabía pocas cosas acerca de los Estados Unidos. Sabía que a veces le llamaban América, a pesar de que América era también el nombre de nuestro continente. Sabía que todo sería limpio. Todo estaría organizado. ¿Pero cómo íbamos a empezar una vida sin Papá? No quería alejarme más de Papá, pero tampoco quería quedarme.

   Nos fuimos muy temprano al aeropuerto de Caracas, llenas de miedo, pensando que hasta esto nos lo quitarían. Todo parecía un milagro: el agente de viajes entregándonos nuestros boletos, el oficial de inmigración sellando nuestros documentos, el vuelo que no se canceló, el avión que no se cayó del cielo, nuestra llegada a Miami, el perro antidrogas que no nos ladró, la migración de Estados Unidos que no nos deportó, e incluso, cuando cruzamos la salida de la aduana, el hecho de que nadie nos siguió, nadie nos cuestionó, nadie obstaculizó nuestro paso. Debería haber deseado que nos regresaran, porque eso significaría que estaríamos en casa para cuando liberaran a Papá. En cambio, cada fibra de mi ser quería escapar, escapar y sobrevivir, y me di cuenta de que era una cobarde no solo cuando se trataba de Petrona, sino también cuando se trataba de Papá. Había americanos por todas partes: formando filas, preguntando la hora, arrastrando maletas, verificando las llegadas y las salidas. El aeropuerto era un gran murmullo de inglés americano, ese sonido embrollado y metálico.



   En el aeropuerto de Miami a Cassandra y a mí nos tocó encontrar el área de reclamo de equipaje. La azafata que venía con nosotras desde Colombia nos dijo que habría un letrero colgando del techo y que todo lo que tendríamos que hacer era seguirles la pista a los letreros. Dibujó la señal en una servilleta para que estuviéramos seguras. Trazó con tinta negra un círculo y adentro dibujó un maletín. No encontramos la señal por ningún lado, y Mamá no quería que le preguntáramos a nadie porque no quería llamar la atención. Cassandra recorrió el pasillo del aeropuerto de arriba abajo, sosteniendo la servilleta en el aire con sus dedos temblorosos, comparando el dibujo de la azafata con cualquier signo que veía. Finalmente encontramos nuestro rumbo. Era mi responsabilidad recordar las palabras Committee for Refugees and Immigrants y las siglas uscri porque eran ellos quienes irían a buscarnos. Repetía la frase en voz baja y justo cuando íbamos a reclamar nuestro equipaje el hombre del comité se acercó a nosotras con un papel en la mano en donde aparecía nuestro apellido —era evidente que solo nosotras éramos las refugiadas, que solo nosotras nos veíamos débiles, cansadas y aterrorizadas—, e, incluso cuando se presentó, alcé la voz y pregunté: «¿Committee for Refugees and Immigrants? ¿uscri?».



   El hombre era colombiano, como nosotras, y su nombre era Luis Alberto. A su esposa también la habían secuestrado. Nos aferramos a este hombre en cuyo rostro resonaba un eco de nuestra cara, que hablaba con un eco de nuestra voz. Estábamos colgadas a sus brazos cuando nos llevó a nuestro cuarto del hotel. Luis Alberto nos alquiló una película, puso nuestras maletas en un maletero y nos programó la alarma del reloj para el siguiente día. Pero no estábamos en condiciones de disfrutar de nada. Qué raro era estar en un lugar con paredes. Se me había olvidado lo silencioso que podía ser. No había niños llorando, ni se escuchaban peleas, ni se escuchaba el viento amenazando con tumbar la carpa. Luis Alberto nos pidió que descansáramos, que volvería temprano en la mañana para llevarnos al aeropuerto. Mamá apagó el aire acondicionado. Yo tomé agua sin hielo. Ninguna nos pusimos piyamas. Yo dormí sin almohada.

INGRID ROJAS CONTRERAS - "La fruta del borrachero" - (2019)


Imágenes: Mike Kelley