Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 6 de enero de 2025

¿CÓMO IBA A VER UNA IA A TRAVÉS DE LOS TEJADOS?


Como el otro día: iba camino a casa después del trabajo y acababa de recibir otro no de una empresa que ni le daba la puta oportunidad de hacer una entrevista, y entonces apareció el rostro de Ólafur Tandri para decirle que hiciera el examen que justo se había negado a hacer, así que se dirigió a toda prisa a casa, escribió todo lo que se le pasó por la cabeza, literalmente todo, lo envió y luego esperó hasta que dieron las doce, cogió un cuchillo de cocina pequeño y salió.

   La línea S del bus tiene parada en Lækjartorg. Se baja. Todo está destrozado a causa de las manifestaciones, todo está lleno de basura y restos de petardos y cristales rotos. Oye un sonido de tacones. Una mujer con uno de esos, cómo se llaman, una especie de gorro de pieles, le mira a los ojos y aparta la mirada a toda puta prisa, se cierra el abrigo y ¿se lo está imaginando o ha empezado a caminar más rápido? Pero seguro que no. Las tías le tienen mucho más miedo desde que se rapó a cero. Encienden los relojes de modo que, si se les acercara, sonarían unas sirenas atronadoras y los satélites le harían fotos y alguna IA comenzaría a rastrearle e informaría a la policía. Al menos eso fue lo que dijo Eldór. Tal vez no es cierto. ¿Cómo iba a ver una IA a través de los tejados? ¿Con un sensor de temperatura? No le extrañaría que Eldór dijera algo así sin tener ni puta idea de si era verdad. Siempre está soltando cualquier mierda de sci-fi que le suene creíble.



   Como cuando dijo que la poli podía saber si habías corrido más de la cuenta, porque los coches nuevos guardaban un registro de la velocidad a la que ibas y luego les enviaban la información. Y que la policía pagaba a los fabricantes de coches para que les enviaran tus datos.

   Él se había limitado a decir ¿Ah, sí? y luego lo repitió como un loro por toda la ciudad. No dejan de oír historias de tipos a los que la poli para sin más y acaban metidos en la parte de atrás de un coche de policía. Pero Viktor y los otros se rieron de él como si fuera un gilipollas de mierda, y él dijo Que sí, seguro, no es broma, es así, y luego, cuando le preguntó a Eldór dónde se había enterado de aquello, Eldór dijo que él creía que era así, que no había otra explicación para la multa por exceso de velocidad que le llegó el otro día a su casa, porque estaba completamente seguro de no haber pasado por delante de ninguna cámara.

FRÍIDA ÍSBERG - "La marca" - (2021)


Imágenes: Leslaw Sagan

sábado, 4 de enero de 2025

UN BULTO NEGRO A LOS PIES DE UNA ENCINA


Alguien dijo que el ser humano más seguro que hay sobre la faz de la tierra es aquel que a la caída de la tarde cabalga lentamente sobre un burro. Al alfarero Julio Collado, sin embargo, no le gustaba andar a esas horas por los caminos, pues les tenía mucho miedo a las alimañas y a los aparecidos; en realidad, más a estos que a aquellas. Ese día calculó mal el tiempo que le iba a llevar la vuelta a casa, y la oscuridad lo alcanzó cuando aún le faltaba más de una legua para llegar a su pueblo. De modo que no paraba de aguijonear a su asno para que fuera más raudo. Por desgracia, el animal iba muy cargado y bastaba que su amo lo pinchara para que él se resistiera todavía más a apresurarse. Y, cuanto más tozudo se ponía, más terco se volvía su dueño, que se negaba a dar su brazo a torcer. Al final, el hombre dejó de aguijarlo y optó por apearse y tirar de las riendas para ver si el rucio se mostraba algo menos renuente, pero ni por esas. Así que al pobre alcaller no le quedó más remedio que permitirle que marchara a su paso, lento y calmado, como si se recreara en ello.



     A esas alturas, a pesar de que el cielo estaba completamente despejado y había salido la luna, la noche ya les había caído encima como un manto negro, por lo que Julio Collado cada vez estaba más inquieto. A lo lejos se oía ladrar a los perros, que a él le parecían lobos hambrientos, y cantar a los búhos, que se le antojaban espíritus de mal agüero, y cada sombra que se agitaba le recordaba a un fantasma. También creyó ver una luz intensa rasgar la oscuridad como un relámpago sin trueno. Estaba ya a tiro de piedra de las primeras casas del pueblo cuando descubrió un bulto negro a los pies de una encina, cerca del borde del sendero. Se aproximó a él con gran sigilo y observó que se trataba de un hombre con la espalda recostada contra el tronco del árbol, en una posición extraña. Al ver que no se movía, lo tocó con la punta de la aguijada para intentar reanimarlo, no fuera a ser que solo estuviese dormido. Pero nada.

     —¿Está usted bien? —le preguntó con voz queda.

     Como no respondía, se inclinó para comprobar si el corazón le latía. De repente creyó reconocerlo y dio un respingo. Al retirar la mano, advirtió que estaba manchada de sangre, y eso terminó de alarmarlo. Tras fijarse mejor, cayó en la cuenta de que el hombre estaba muerto y tenía todo el cuerpo lleno de heridas; lo habían apuñalado a conciencia y con saña. El alfarero, aterrado, salió corriendo en dirección al pueblo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y el burro se quedó atrás, olisqueando el cadáver, como si con ello quisiera decirle a su amo: «Cuanto más deprisa huyas de la muerte, más rápido te acercarás a ella».

LUIS GARCÍA JAMBRINA - "El primer caso de Unamuno" - (2024)


Imágenes: David Álvarez

jueves, 2 de enero de 2025

ESE SONIDO EMBROLLADO Y METÁLICO


Cuando nos dijeron que nuestra solicitud para ir a los Estados Unidos había sido aceptada, lloramos durante toda la noche, sosteniéndonos las rodillas y el cabello unas a las otras. Yo sabía pocas cosas acerca de los Estados Unidos. Sabía que a veces le llamaban América, a pesar de que América era también el nombre de nuestro continente. Sabía que todo sería limpio. Todo estaría organizado. ¿Pero cómo íbamos a empezar una vida sin Papá? No quería alejarme más de Papá, pero tampoco quería quedarme.

   Nos fuimos muy temprano al aeropuerto de Caracas, llenas de miedo, pensando que hasta esto nos lo quitarían. Todo parecía un milagro: el agente de viajes entregándonos nuestros boletos, el oficial de inmigración sellando nuestros documentos, el vuelo que no se canceló, el avión que no se cayó del cielo, nuestra llegada a Miami, el perro antidrogas que no nos ladró, la migración de Estados Unidos que no nos deportó, e incluso, cuando cruzamos la salida de la aduana, el hecho de que nadie nos siguió, nadie nos cuestionó, nadie obstaculizó nuestro paso. Debería haber deseado que nos regresaran, porque eso significaría que estaríamos en casa para cuando liberaran a Papá. En cambio, cada fibra de mi ser quería escapar, escapar y sobrevivir, y me di cuenta de que era una cobarde no solo cuando se trataba de Petrona, sino también cuando se trataba de Papá. Había americanos por todas partes: formando filas, preguntando la hora, arrastrando maletas, verificando las llegadas y las salidas. El aeropuerto era un gran murmullo de inglés americano, ese sonido embrollado y metálico.



   En el aeropuerto de Miami a Cassandra y a mí nos tocó encontrar el área de reclamo de equipaje. La azafata que venía con nosotras desde Colombia nos dijo que habría un letrero colgando del techo y que todo lo que tendríamos que hacer era seguirles la pista a los letreros. Dibujó la señal en una servilleta para que estuviéramos seguras. Trazó con tinta negra un círculo y adentro dibujó un maletín. No encontramos la señal por ningún lado, y Mamá no quería que le preguntáramos a nadie porque no quería llamar la atención. Cassandra recorrió el pasillo del aeropuerto de arriba abajo, sosteniendo la servilleta en el aire con sus dedos temblorosos, comparando el dibujo de la azafata con cualquier signo que veía. Finalmente encontramos nuestro rumbo. Era mi responsabilidad recordar las palabras Committee for Refugees and Immigrants y las siglas uscri porque eran ellos quienes irían a buscarnos. Repetía la frase en voz baja y justo cuando íbamos a reclamar nuestro equipaje el hombre del comité se acercó a nosotras con un papel en la mano en donde aparecía nuestro apellido —era evidente que solo nosotras éramos las refugiadas, que solo nosotras nos veíamos débiles, cansadas y aterrorizadas—, e, incluso cuando se presentó, alcé la voz y pregunté: «¿Committee for Refugees and Immigrants? ¿uscri?».



   El hombre era colombiano, como nosotras, y su nombre era Luis Alberto. A su esposa también la habían secuestrado. Nos aferramos a este hombre en cuyo rostro resonaba un eco de nuestra cara, que hablaba con un eco de nuestra voz. Estábamos colgadas a sus brazos cuando nos llevó a nuestro cuarto del hotel. Luis Alberto nos alquiló una película, puso nuestras maletas en un maletero y nos programó la alarma del reloj para el siguiente día. Pero no estábamos en condiciones de disfrutar de nada. Qué raro era estar en un lugar con paredes. Se me había olvidado lo silencioso que podía ser. No había niños llorando, ni se escuchaban peleas, ni se escuchaba el viento amenazando con tumbar la carpa. Luis Alberto nos pidió que descansáramos, que volvería temprano en la mañana para llevarnos al aeropuerto. Mamá apagó el aire acondicionado. Yo tomé agua sin hielo. Ninguna nos pusimos piyamas. Yo dormí sin almohada.

INGRID ROJAS CONTRERAS - "La fruta del borrachero" - (2019)


Imágenes: Mike Kelley