Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

VIVÍ CINCO AÑOS EN MIAMI

 


Parada en una esquina, dejo pasar varios taxis libres. Siento, cada vez, el tironcito del azar. ¿Dónde me iré a meter? Hay esos taxis con olor a humedad (en el mejor de los casos) y otros impolutos, con el plumerito de colores en la luneta, listo para combatir cada mota de polvo. Aunque eso no es garantía de nada. Están los taxistas felizmente callados (tal vez felizmente casados) y los habladores. Entre los habladores es donde se encuentran los mayores peligros. Una enorme variedad de taxistas que son, fueron o van a ser —cuando pase la actual crisis— otra cosa: cantantes de tango, futbolistas, gastronómicos o millonarios. Cualquier porteño lo sabe. También hay correspondencias misteriosas entre taxistas y pasajeros. Ante la intimidad —también pasajera— que propone el taxi, algunos se repliegan con horror (como yo), otros encuentran la oportunidad de quejarse, explayarse, dar cátedra o extraer una lección de moral. Confesores y penitentes de diversas religiones. A veces la conversación funciona como una especie de I Ching, el azar de los encuentros provoca una suerte de revelación, o de inminencia de revelación, como diría un grande de nuestras letras. Bueno, me decido y paro a un Renault (o tal vez un Chevrolet) que parece recién lavado y lustrado.



 Subo apurada, doblegando esa culpa económica que siento cada vez que tomo un taxi, cuando me rebelo contra los colectivos repletos, o contra la inconstancia de sus frecuencias, quince minutos de espera y justo cuando uno se sube a un taxi, ve llegar a través de la ventanilla un cortejo: tres colectivos uno tras otro que si uno hubiera esperado un instante más…

   Pero me voy por las ramas.

   Me instalo en el taxi, entonces y, como cada vez que se abre un blanco en mi tiempo en estos últimos días, aparece Tato y el vértigo de su propuesta de mudanza. Pienso en nuestro amor y el extraño animalito (¿o bicho?) en que se ha ido transformando. Animalito que uno sigue alimentando: le das agua, le das croquetas, lo tapás por las noches, pero ya no sabés muy bien de qué se trata aquello, qué son aquellos ojos saltones, esas orejas inesperadas, ese olor constante que ocupa el cuarto. ¿Y trasladar todo aquello al interior? ¿Enjaularlo? Para detener los símiles crueles que se me van ocurriendo, inspecciono la ficha del conductor. Es curiosa también esa forma de conocimiento. Uno solo ve la nuca del taxista. Esta no tiene ningún hilito de sangre que le manche la camisa, pero sí dos pliegues profundos y gordezuelos que dividen el cuello ancho de una primera franja de pelo hirsuto. (¡He comprendido hace poco el significado de hirsuto!). La cara se puede ver en la foto de la ficha y, cada tanto, en retazos de miradas a través del espejito retrovisor. Así vamos componiendo nuestro Frankestein. El mío se llama Gregorio Liberato.



   A Roseti y Dorrego, le digo. ¿Qué camino quiere que tome?, me pregunta con gentileza. Levanto los hombros. Eso de tirarle a uno la responsabilidad de sus decisiones es una avivada. Solo uno es el artífice, etcétera. Le tiro la pelota afuera. Le digo que me da igual, que elija él, para qué se llama Liberato si no, que se haga cargo. Yo tengo que seguir pensando en el animalito, en la posibilidad de abandonar a la mascota o de seguirla a donde vaya, moviendo la cola. Definiendo así, de una buena vez, quién es la mascota de quién. Claro que esto no se lo digo. All right, me contesta él en inglés. ¿Le molesta si pongo la radio bajita?, me pregunta a continuación. No, no, me apuro en contestarle. All right, vuelve a decirme. Dos veces en dos minutos, así que, sin poder evitarlo, le pregunto si habla inglés. Sé que acabo de pisar el palito, de abrir la caja de Pandora. Gira un poco la cabeza para mirarme encantado. Me sobresalto porque el auto pega un ligero barquinazo. Pero Gregorio contiene la euforia y vuelve a mostrarme la nuca gordezuela. ¡Que si hablo inglés!, resopla. Señora, viví cinco años en Miami. Le sigue un silencio fúnebre y después un sonido difícil de catalogar entre suspiro y gemido. Cinco años, repite, como si no se resignara a enterrarlos. 

   Es mucho tiempo cinco años, digo. Yo hace diez que estoy con Tato, dos veces cinco. Por mí, hubiera sido toda la vida, dice Gregorio. ¿Y yo, toda la vida con Tato? ¿En un campito perdido de la provincia? Pienso si hay manera de evitar lo que vendrá. Qué tráfico, lanzo al azar, mire lo que es Córdoba. Y eso que ahora está el puente, dice él. Se abre un breve intermedio de comentario vial. Pero dura un suspiro, los años de Miami están allí agazapados, pugnando por saltar sobre mí.

INÉS FERNÁNDEZ MORENO -  "No te hagas ilusiones" - (2023)


Imágenes: Cristóbal Toral

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