No había nada para comer salvo la misma pobreza y Santa era solo un par de ojos encima de un montón de huesos.
Carajo, cómo duele el hambre de los hijos.
Cuando mis comadres empezaron a irse me di cuenta de que la soledad era lo peor que le podía pasar a una madre. Hasta entonces habíamos comido gatos juntas, con nuestros hijos cerca, animadas porque al menos había pasado un día más en que lográbamos llevar algo a la panza para dejarla amaestrada, contentas porque los hijos eran tan chiquitos que aún no se daban cuenta de que les dábamos gato. Pero las comadres se fueron a otros pueblos, cruzaron fronteras sin decir adiós. Me fui quedando sola. Santa empezó a ponerse tan flaquita que costaba mirarla. Una chamaca hecha de viento, sin sangre en las venas. Una chamaca de papel.
La noche estaba sembrada de espanto, de disparos y de gritos.
Los militares nos llamaban putas. Éramos todas unas putas, unas rojas, unas cabezas huecas que ocultábamos a los hombres para que no se los llevaran a una tumba abierta.
Había escuchado que algunas mujeres se iban a vivir a la selva en busca de alimento y de refugio. Mejor allá adentro que aquí, decían y luego las veía irse, con los jolongos sobre las caderas y los hijos en brazos. Durante un tiempo no las seguí. Hasta el día en que un militar entró a mi casa. Tenía sed, me dijo.
Mucha sed por culpa del calor de mierda. Y empezó a preguntarme nombres mientras se tomaba un vaso de agua. Yo que los había borrado todos. Que solo tenía un nombre en mi cabeza, el de mi chamaca. Adónde se fue tu padre y el padre de esta niña, insistió el militar y me puso un dedo en el pecho, dónde están que no aparecen esos cabrones machos tuyos. En mis ojos estaba clara la culpa, que sí sabía dónde y cuándo y por qué, así que me pegó entre las tetas y siguió hablando. Con esa cara de puta, dijo, se ve que sabes muchas cosas, porque las putas escuchan más de lo que dicen. Luego miró a Santa. Así que la rata tiene a una ratica, la señaló con el dedo y desenfundó una pistola. En la cabeza de Santa, el cañón lucía enorme.
No grité. Me quedé callada, sin boca ni lengua.
La frente de Santica sudaba, no sé si por calor o pánico. Por calor seguro. Los niños no saben cuando comen gatos ni cuando un cañón se les apoya en la cabeza. Aquel hijo de puta me volvió a preguntar por nombres y yo los recordé todos de repente. Incluso los que había prometido olvidar. Nombres de padres, de amigos, de desconocidos. Vomité esos nombres y el militar susurró la rata desembucha, qué bueno. Después me dio las gracias, carajo, de punta en blanco.
Se limpió el sudor de las manos en el umbral de la puerta y le dijo adiós a Santa.
Chau, ratica linda.
Fue entonces que entendí a mis comadres. Por qué se iban. Por qué no decían adiós y escapaban en medio de la noche. Por qué nos marchábamos todas, carajo. Era probable que ellas también hubieran escupido nombres y direcciones, igual que yo lo había hecho. Cómo iba a poder mirar de nuevo hacia la tierra, ver una mano a medias enterrada y no preguntarme si esa mano estaba allí adentro por mi culpa.
ELAINE VILDA MADRUGA - "El cielo de la selva" - (2023)
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