Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 16 de septiembre de 2025

UNA CLÍNICA ALTAMENTE ACONSEJABLE


Poco después, Lung se duerme, un largo y profundo sueño, y las trampas se convierten en pequeños objetos lacados en blanco, en versión miniatura.

   Me han metido aquí y aquí sigo. Y está la mar de bien. Me llamo Lung L. y no tengo más de veinte años, pero sí una simpática experiencia general. Estamos aquí, en este momento me encuentro en un vagón de tren, tengo mi billete y avanzo.

   Sudeste, noroeste.

   Hace ya tiempo que estoy en esta clínica. Hablando de clínicas, por ejemplo, en Zúrich, hay una que se llama Bircher-Benner, adonde la gente suele acudir para desintoxicarse, de hecho, desde este punto de vista es una clínica altamente aconsejable.

   Y pensar…, y pensar que de joven, de niña, soñaba con hacer un buen recorrido por todas estas clínicas con los amigos, un verano en una, en otra estación quizás en una mejor. Es una clase de vida que siempre me ha interesado, es decir, puede suponer un descanso reconfortante desde todos los puntos de vista, y además se podrían producir extraños encuentros. Siempre que uno tenga recursos comunicativos. Claro que hay que someterse a un control establecido.

   Establecida, precisamente allí, está Lung de momento, por una de esas coincidencias que se dan y quién sabe cómo irá la cosa. La terapia de Bircher es quizás un poco enérgica, nos hacen levantarnos tempranísimo por la mañana y tenemos que correr sobre el rocío descalzos, como ángeles, y nosotros desde ese punto de vista no lo somos.

   De hecho, había excluido a Bircher de mis planes y, con el paso de los años, había excluido cualquier tipo de ingreso hospitalario en cualquier clínica, salvo en caso de una apendicitis.

FLEUR JAEGGY - "El dedo en la boca" - (1968)


Imágenes: Miriam Bauer

domingo, 14 de septiembre de 2025

SOMOS MUY CÓMODOS

 


Somos muy cómodos

y tenemos mucha prisa.

Prisa por todo,

prisa hasta por morir.


Y morir cómodamente,

empapuzados,

alcoholizados,

acomodados,

atiborrados

de todas las sustancias

que puedan hacernos daño.


Pero antes, seguir fingiendo

que tenemos prisa,

que estamos muy ocupados.


Hay que mantener a los demás:

pendientes,

embaucados,

hipnotizados,

engañados,

deslumbrados,

para que no nos ganen la partida.

También queremos vencer

en la carrera de la vida.

AGOSTO 2025


Imágenes: Miguel A. Muñoz Romero

viernes, 12 de septiembre de 2025

CÓMO DUELE EL HAMBRE DE LOS HIJOS


 No había nada para comer salvo la misma pobreza y Santa era solo un par de ojos encima de un montón de huesos.

   Carajo, cómo duele el hambre de los hijos.

   Cuando mis comadres empezaron a irse me di cuenta de que la soledad era lo peor que le podía pasar a una madre. Hasta entonces habíamos comido gatos juntas, con nuestros hijos cerca, animadas porque al menos había pasado un día más en que lográbamos llevar algo a la panza para dejarla amaestrada, contentas porque los hijos eran tan chiquitos que aún no se daban cuenta de que les dábamos gato. Pero las comadres se fueron a otros pueblos, cruzaron fronteras sin decir adiós. Me fui quedando sola. Santa empezó a ponerse tan flaquita que costaba mirarla. Una chamaca hecha de viento, sin sangre en las venas. Una chamaca de papel.



   La noche estaba sembrada de espanto, de disparos y de gritos.

   Los militares nos llamaban putas. Éramos todas unas putas, unas rojas, unas cabezas huecas que ocultábamos a los hombres para que no se los llevaran a una tumba abierta.

   Había escuchado que algunas mujeres se iban a vivir a la selva en busca de alimento y de refugio. Mejor allá adentro que aquí, decían y luego las veía irse, con los jolongos sobre las caderas y los hijos en brazos. Durante un tiempo no las seguí. Hasta el día en que un militar entró a mi casa. Tenía sed, me dijo.

   Mucha sed por culpa del calor de mierda. Y empezó a preguntarme nombres mientras se tomaba un vaso de agua. Yo que los había borrado todos. Que solo tenía un nombre en mi cabeza, el de mi chamaca. Adónde se fue tu padre y el padre de esta niña, insistió el militar y me puso un dedo en el pecho, dónde están que no aparecen esos cabrones machos tuyos. En mis ojos estaba clara la culpa, que sí sabía dónde y cuándo y por qué, así que me pegó entre las tetas y siguió hablando. Con esa cara de puta, dijo, se ve que sabes muchas cosas, porque las putas escuchan más de lo que dicen. Luego miró a Santa. Así que la rata tiene a una ratica, la señaló con el dedo y desenfundó una pistola. En la cabeza de Santa, el cañón lucía enorme.



   No grité. Me quedé callada, sin boca ni lengua.

   La frente de Santica sudaba, no sé si por calor o pánico. Por calor seguro. Los niños no saben cuando comen gatos ni cuando un cañón se les apoya en la cabeza. Aquel hijo de puta me volvió a preguntar por nombres y yo los recordé todos de repente. Incluso los que había prometido olvidar. Nombres de padres, de amigos, de desconocidos. Vomité esos nombres y el militar susurró la rata desembucha, qué bueno. Después me dio las gracias, carajo, de punta en blanco.

   Se limpió el sudor de las manos en el umbral de la puerta y le dijo adiós a Santa.

   Chau, ratica linda.

   Fue entonces que entendí a mis comadres. Por qué se iban. Por qué no decían adiós y escapaban en medio de la noche. Por qué nos marchábamos todas, carajo. Era probable que ellas también hubieran escupido nombres y direcciones, igual que yo lo había hecho. Cómo iba a poder mirar de nuevo hacia la tierra, ver una mano a medias enterrada y no preguntarme si esa mano estaba allí adentro por mi culpa.

ELAINE VILDA MADRUGA - "El cielo de la selva" - (2023)


Imágenes: Endre Penovác

miércoles, 10 de septiembre de 2025

¿CONOCÍA BIEN SU PADRE A BORGES?


Uno de ellos, la señora Evangelina Danófer de Ortiz, hija menor del dueño de la casa, pudo ser entrevistada por el cronista:

     —¿Conocía bien su padre a Borges?

     —Sí. Fueron muy amigos durante años. La familia nunca aprobó esa amistad.

     —¿Por qué razones?

     —Mi padre, el señor Danófer, no era psíquicamente estable. Sobre todo, después de la muerte accidental de mi madre, en 1949. Borges, él y otros amigos acostumbraban discutir horas, noches enteras sobre temas extraños… Cábala, ecuaciones de tiempo y espacio, predicciones astrológicas, fórmulas alquímicas, cosas por el estilo.

     —Su padre era conocido aficionado a ciencias ocultas…

     —Eso fue después de enviudar. Antes, era un científico serio. La tragedia y la influencia de sus amigos fueron extraviándolo. Desde 1958 o 59, vivía encerrado en la torre. Hacíamos cuanto se podía, mi hermana y mi hermano, pero sin resultado. Poco a poco, mi padre se aislaba. Nosotros fuimos casándonos, abandonamos uno a uno la casa…

     —Pero el señor Danófer también dejó de residir allí.

     —Sí. En 1978 o 79, no me acuerdo bien, mi hermano Adolfo debió internarlo por su avanzado deterioro mental. Fue realmente terrible.

     —¿Sabía usted que Borges visitaba la casa vacía?, ¿tenía llaves?

     —No sabía nada, señor. Las únicas llaves que conozco están en poder del director de la clínica y de Adolfo Danófer. Mi hermano vive en Inglaterra.

     —Entonces, ningún familiar mantenía contacto con su padre.

     —Sólo uno. Ricardo, el hijo de mi hermana María.

     El otro testigo, una señora de apellido Wiggenan o Wickehaim, se retiró del juzgado en automóvil, tras negarse a hablar con nadie. Según fuentes judiciales, esta dama reveló aspectos obscuros sobre el testigo cuyo paradero se ignora. Es decir, el joven que descubriera el cadáver de Borges.

 ENRIQUE KEDINGER - "La conspiración de Borges" - (1985)


Imágenes: Hermenegildo Sábat

lunes, 8 de septiembre de 2025

REMODELAR LA COCINA PUEDE SER EL FIN DEL MUNDO

 


A veces basta tirar una piedra sobre un tejado para que una casa se desmorone. Emilia vio entrar a su marido con el que debía ser un maestro de obra, o un pintor o un plomero. Toda la vida él se ha ocupado de las reparaciones, algo que ella agradece y también odia, porque siempre es sin aviso, mañana empiezan a pintar la casa, la semana entrante vienen a mirar esas humedades. Podrías preguntarme, ¿no?, protesta Emilia todas las veces. En esta oportunidad ella solo comprendió de qué se trataba cuando el maestro se fue y el marido entró a su estudio con cara triunfante y le anunció que estaba pensando remodelar la cocina. Remodelar la cocina puede ser el fin del mundo, gimió Emilia, abriendo a la vez los ojos y la boca, y empezando a argumentar, vacilante por la estupefacción, que a ella su cocina le encantaba, que esa madera era finísima, que le gustaba ese aspecto viejo de los aparadores, ese aire de lugar usado, que ellos no necesitaban una cocina nueva, que era un gasto innecesario, pordiós.

   Pero él quería tener una cocina moderna, como la de su hermano, donde poder cocinar con agrado, poder moverse cómodamente. Pero si tú no cocinas, cocina Mima, suplicó Emilia, anticipándose a la derrota.

   Y la derrota la avasalló, como tantas veces, culpable como vive del deseo que la domina desde hace un tiempo de no hacer sino lo que le dé la gana, lo que no la incomode.



   Y ahora incomódate, eran las palabras que se podían leer en el estandarte que el marido acababa de clavar en la arena del ruedo. Y Emilia agachó el lomo.

   Acordaron que en quince días empezarían a desmontar la cocina vieja, y para ese entonces todos los muebles de la sala deberían estar cubiertos, para protegerlos del polvo, y los objetos a buen recaudo, no solo para que no se dañaran, dijo el marido, sino para quitarles cualquier tentación a los obreros. Pero si nada tiene demasiado valor, había argumentado ella, dudosa, echando un vistazo a la multitud de chécheres sobre las mesas y en los anaqueles de la biblioteca, tan profusos y disímiles que, ahora que los veía como si acabaran de aparecer conjurados por el genio de la botella, parecían puestos para la venta en una feria de antiguallas. Que tal vez fuera la ocasión de salir de muchas cosas, dijo él, y de paso salir de tanto libro que ya leíste o que ya no vas a leer. Emilia lo miró a los ojos, desafiante, posando de ofendida. A ti qué te van a importar los libros, habría querido decirle. O ¿tú crees que los libros son para leerlos una sola vez? Pero no dijo nada porque la relación de ella con sus libros también es ambigua, problemática. Porque a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de que la vida no te va a alcanzar para leerlos todos.

PIEDAD BONNETT - "Qué hacer con estos pedazos" - (2021)


Imágenes: Adam Ledford

sábado, 6 de septiembre de 2025

ESTA CASA NO TIENE PUERTA

«Y ahora os voy a enseñar un dibujo».


   

   El dibujo colgaba en la pizarra del aula de la universidad. La profesora Tomiko Hagio lo señaló y dijo:

   —Antes de dedicarme a la docencia, ejercí muchos años de psicóloga. En mi consulta, traté todo tipo de casos. Esta es una copia del dibujo que realizó una de las primeras pacientes que atendí. La llamaremos «Niña A». Cuando la Niña A tenía once años, la arrestaron por el asesinato de su madre.

   Se oyeron murmullos desde los bancos de los alumnos: «¿Cómo ha dicho?», «¿¡Que mató a su madre!?».

   —Yo fui la responsable del informe pericial. Decidí utilizar un test de dibujo. Consiste en pedir al sujeto que realice una ilustración que posteriormente se analiza con el fin de obtener su perfil psicológico. Habréis oído más de una vez que «los dibujos son el reflejo del alma», ¿no? Pues es cierto, a través de un dibujo podemos conocer qué hay en el interior de los demás, sobre todo si en él se representan personas, árboles y casas. Bien, ahora quiero pediros que observéis este detenidamente. ¿No notáis nada extraño?

   La profesora Hagio miró a los alumnos, que a su vez fijaron su atención en la hoja de papel. En sus rostros se percibía la confusión.

   —¿No lo veis? A simple vista puede parecer un dibujo infantil como otro cualquiera, pero contiene detalles extremadamente interesantes. Por ejemplo, fijaos en la boca de la niña, el elemento que está en el centro.



   »¿Os dais cuenta de que no es un trazo nítido? De hecho, está bastante desdibujado. La Niña A no conseguía dibujar la boca como ella quería, así que la borró una y otra vez. No tuvo problemas en trazar a la primera el resto de las partes del cuerpo, pero con la boca se encalló. Debemos preguntarnos por qué le sucedió. Este detalle nos puede ayudar a la hora de entender su estado mental.

   »Su madre la maltrataba. Cuando estaba en casa, para que no se enfadase, la niña hacía lo imposible por sonreír y mostrarse alegre. Estaba muerta de miedo, pero mantenía todo el rato una forzada mueca.

“Si no sonrío, me pegará…”. En eso pensaba mientras dibujaba y por eso se puso nerviosa, le tembló la mano y fue incapaz de expresar su dolor, como se ve también en el dibujo de la casa que hay al lado.


»Esta casa no tiene puerta. Decidme, ¿cómo se puede entrar a una casa sin puerta? Seguro que lo habéis acertado: la casa lo que simboliza es su mente. Se deducen sus deseos de escapar, como si pensara: “No quiero que nadie entre en mi corazón”, “quiero encerrarme y estar sola”…


»Por último, encontramos el dibujo del árbol. Echémosle un vistazo.

Los extremos de las ramas son puntiagudos y afilados como espinas. Es común observar este tipo de remates en los dibujos realizados por criminales. Significan “Te haré daño” o “Te apuñalaré”, y nos indican que estamos ante una mente dispuesta al ataque. El psicólogo debe tener en cuenta la conjunción de todos estos elementos para realizar un diagnóstico adecuado.

La profesora Hagio hablaba con voz calmada y movía la cabeza lentamente, mirando a sus alumnos a los ojos.

—Mi conclusión fue que la Niña A tenía muchas posibilidades de rehabilitarse. ¿Sabéis por qué? Venga, volved a observar el dibujo del árbol. Esta vez no debéis fijaros en las ramas, sino en el tronco. ¿Lo veis? En su interior, en un hueco, vive un pájaro.

   »Las personas que dibujan este tipo de escenarios tienen tendencia a ser muy protectoras y suelen poseer un fuerte instinto maternal. Es como si con sus dibujos quisieran expresar: «Protegeré a los más

débiles» o «Quiero proporcionarles un lugar donde puedan vivir en paz». Tras su rabia y su necesidad de hacer daño, en la Niña A había un corazón dulce y amable. Si se le daba la oportunidad de estar en

contacto con animales o con niños pequeños, esa parte de su carácter terminaría por aflorar y con el tiempo sus pulsiones agresivas irían remitiendo. Eso pensé en aquel momento al ver su dibujo, y hoy repetiría el diagnóstico. De hecho, me han contado que ahora la Niña A es una madre feliz.

UKETSU - "Strange pictures" - (2022)

   

miércoles, 3 de septiembre de 2025

VIVÍ CINCO AÑOS EN MIAMI

 


Parada en una esquina, dejo pasar varios taxis libres. Siento, cada vez, el tironcito del azar. ¿Dónde me iré a meter? Hay esos taxis con olor a humedad (en el mejor de los casos) y otros impolutos, con el plumerito de colores en la luneta, listo para combatir cada mota de polvo. Aunque eso no es garantía de nada. Están los taxistas felizmente callados (tal vez felizmente casados) y los habladores. Entre los habladores es donde se encuentran los mayores peligros. Una enorme variedad de taxistas que son, fueron o van a ser —cuando pase la actual crisis— otra cosa: cantantes de tango, futbolistas, gastronómicos o millonarios. Cualquier porteño lo sabe. También hay correspondencias misteriosas entre taxistas y pasajeros. Ante la intimidad —también pasajera— que propone el taxi, algunos se repliegan con horror (como yo), otros encuentran la oportunidad de quejarse, explayarse, dar cátedra o extraer una lección de moral. Confesores y penitentes de diversas religiones. A veces la conversación funciona como una especie de I Ching, el azar de los encuentros provoca una suerte de revelación, o de inminencia de revelación, como diría un grande de nuestras letras. Bueno, me decido y paro a un Renault (o tal vez un Chevrolet) que parece recién lavado y lustrado.



 Subo apurada, doblegando esa culpa económica que siento cada vez que tomo un taxi, cuando me rebelo contra los colectivos repletos, o contra la inconstancia de sus frecuencias, quince minutos de espera y justo cuando uno se sube a un taxi, ve llegar a través de la ventanilla un cortejo: tres colectivos uno tras otro que si uno hubiera esperado un instante más…

   Pero me voy por las ramas.

   Me instalo en el taxi, entonces y, como cada vez que se abre un blanco en mi tiempo en estos últimos días, aparece Tato y el vértigo de su propuesta de mudanza. Pienso en nuestro amor y el extraño animalito (¿o bicho?) en que se ha ido transformando. Animalito que uno sigue alimentando: le das agua, le das croquetas, lo tapás por las noches, pero ya no sabés muy bien de qué se trata aquello, qué son aquellos ojos saltones, esas orejas inesperadas, ese olor constante que ocupa el cuarto. ¿Y trasladar todo aquello al interior? ¿Enjaularlo? Para detener los símiles crueles que se me van ocurriendo, inspecciono la ficha del conductor. Es curiosa también esa forma de conocimiento. Uno solo ve la nuca del taxista. Esta no tiene ningún hilito de sangre que le manche la camisa, pero sí dos pliegues profundos y gordezuelos que dividen el cuello ancho de una primera franja de pelo hirsuto. (¡He comprendido hace poco el significado de hirsuto!). La cara se puede ver en la foto de la ficha y, cada tanto, en retazos de miradas a través del espejito retrovisor. Así vamos componiendo nuestro Frankestein. El mío se llama Gregorio Liberato.



   A Roseti y Dorrego, le digo. ¿Qué camino quiere que tome?, me pregunta con gentileza. Levanto los hombros. Eso de tirarle a uno la responsabilidad de sus decisiones es una avivada. Solo uno es el artífice, etcétera. Le tiro la pelota afuera. Le digo que me da igual, que elija él, para qué se llama Liberato si no, que se haga cargo. Yo tengo que seguir pensando en el animalito, en la posibilidad de abandonar a la mascota o de seguirla a donde vaya, moviendo la cola. Definiendo así, de una buena vez, quién es la mascota de quién. Claro que esto no se lo digo. All right, me contesta él en inglés. ¿Le molesta si pongo la radio bajita?, me pregunta a continuación. No, no, me apuro en contestarle. All right, vuelve a decirme. Dos veces en dos minutos, así que, sin poder evitarlo, le pregunto si habla inglés. Sé que acabo de pisar el palito, de abrir la caja de Pandora. Gira un poco la cabeza para mirarme encantado. Me sobresalto porque el auto pega un ligero barquinazo. Pero Gregorio contiene la euforia y vuelve a mostrarme la nuca gordezuela. ¡Que si hablo inglés!, resopla. Señora, viví cinco años en Miami. Le sigue un silencio fúnebre y después un sonido difícil de catalogar entre suspiro y gemido. Cinco años, repite, como si no se resignara a enterrarlos. 

   Es mucho tiempo cinco años, digo. Yo hace diez que estoy con Tato, dos veces cinco. Por mí, hubiera sido toda la vida, dice Gregorio. ¿Y yo, toda la vida con Tato? ¿En un campito perdido de la provincia? Pienso si hay manera de evitar lo que vendrá. Qué tráfico, lanzo al azar, mire lo que es Córdoba. Y eso que ahora está el puente, dice él. Se abre un breve intermedio de comentario vial. Pero dura un suspiro, los años de Miami están allí agazapados, pugnando por saltar sobre mí.

INÉS FERNÁNDEZ MORENO -  "No te hagas ilusiones" - (2023)


Imágenes: Cristóbal Toral

lunes, 1 de septiembre de 2025

MI MADRE CREE EN LA REDISTRIBUCIÓN DE LA RIQUEZA

 


 Mis padres discrepan. Se dedican a eso. No sólo discrepan. Discuten. Sobre cualquier cosa. Aún no estoy segura de entender que en algún momento dejaran de discutir el tiempo suficiente como para casarse, por no hablar de tenernos a mí y a mi hermana.

   Mi madre cree en la redistribución de la riqueza y considera que el problema del comunismo es que no es lo bastante radical. Mi padre tiene una fotografía enmarcada de la reina en su lado de la cama y vota al partido más conservador que haya. Mi madre quería llamarme Susan. Mi padre quería ponerme Henrietta, como su tía. Ninguno de los dos cedió ni un ápice. Soy la única Susietta de mi colegio y, probablemente, del mundo. Mi hermana se llama Alismima, por motivos parecidos.

   Nunca se ponen de acuerdo en nada, ni siquiera en la temperatura. Mi padre siempre tiene demasiado calor, y mi madre, demasiado frío. Cada vez que el otro sale de la habitación encienden y apagan los radiadores, y abren y cierran las ventanas. Mi hermana y yo nos pasamos todo el año acatarradas, y creemos que es muy probable que ése sea el motivo.



   Ni siquiera se ponían de acuerdo acerca del mes en que nos iríamos de vacaciones. Papá decía que definitivamente en agosto, y mamá opinaba que sin duda alguna en julio. Y eso significaba que tendríamos que acabar haciendo las vacaciones en junio, lo cual no le iría bien a nadie.

   Luego no se decidían con el destino. Papá estaba empeñado en hacer trekking con ponis en Islandia, mientras que mamá sólo estaba dispuesta a aceptar una caravana de camellos por el Sáhara, y ambos nos miraron como si fuéramos un poco tontas cuando sugerimos que nos gustaría mucho sentarnos en una playa del sur de Francia o en cualquier otra parte. Dejaron de discutir el tiempo suficiente para decirnos que eso no ocurriría, y que tampoco iríamos a Disneylandia, y a continuación volvieron a discutir entre ellos.

   Pusieron fin al debate sobre el destino de nuestras vacaciones de junio dando muchos portazos y gritándose muchas cosas como «¡pues muy bien!» desde el otro lado de la puerta.



   Cuando llegaron las inconvenientes vacaciones, mi hermana y yo sólo estábamos seguras de una cosa: no íbamos a ir a ninguna parte. Cogimos un montón de libros de la biblioteca, tantos como pudimos entre las dos, y nos preparamos para oír muchas peleas durante los diez días siguientes.

   Entonces llegaron los hombres en furgonetas y trajeron cosas a casa y empezaron a colocarlas.

   Mamá hizo instalar una sauna en el sótano. Esparcieron un montón de arena por el suelo. Colgaron una lámpara solar en el techo. Ella extendió una toalla en la arena bajo la lámpara solar y se tumbó encima. Tenía fotografías de dunas de arena y camellos pegadas a las paredes del sótano, pero acabaron despegándose por culpa del calor extremo.



   Papá hizo que los hombres instalaran el refrigerador en el garaje (el refrigerador más grande que encontró, era tan grande que podías meterte dentro). Ocupaba tanto espacio en el garaje que tuvo que empezar a aparcar el coche en el camino. Se levantaba por la mañana, se abrigaba con un jersey de lana islandesa, cogía un libro, un termo lleno de chocolate caliente y bocadillos de pepino y Marmite, se metía allí por la mañana con una enorme sonrisa en la cara y no salía hasta la hora de cenar.

   Me pregunto si habrá alguien más que tenga una familia tan rara como la mía. Mis padres nunca se ponen de acuerdo en nada.

   —¿Sabías que mamá se pone el abrigo y se cuela en el garaje por las tardes? —me dijo mi hermana de repente, mientras estábamos sentadas en el jardín leyendo nuestros libros de la biblioteca.

   Yo no lo sabía, pero esa mañana había visto a papá con el bañador y un albornoz bajando al sótano para estar con mamá, con una enorme sonrisa boba en la cara.

   No entiendo a los padres. Sinceramente, no creo que nadie los comprenda.

NEIL GAIMAN - "Material sensible" - (2015)

Imágenes: Bajju Shyam