Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 15 de marzo de 2025

EL PAN, LA CEBOLLA Y EL CREPÚSCULO


Hubo un verano, hace tiempo, en que estuve mortalmente aburrido. Llevaba estancado en la realidad más de dos años. Había terminado los estudios, había desperdiciado quince meses marcando el paso en un cuartel castellano y buscaba trabajo inútilmente. Encontraba a veces ocupaciones temporales menores que, tanto por la miseria de las retribuciones como por su naturaleza rutinaria y menestral, me ocasionaban una profunda insatisfacción, la certeza de que todo lo que había hecho y aprendido hasta entonces no servía para sobrevivir con dignidad en tiempos tan inciertos, lo que me llevaba a íntimas y profundas lamentaciones, a recorrer las calles con el porte del adolescente herido por la injusticia universal, a desconfiar de mis propios méritos para estar a la altura de lo que el mundo que me había tocado en suerte podía esperar de mí y viceversa.



  No estábamos hechos el uno para el otro: ni el mundo para mí, ni yo para el mundo. A ello se añadía además, y tal vez sobre todo, el revés sentimental que se había iniciado meses atrás (y digo el porque en aquel trance era más el que un) y que los primeros atardeceres estivales habían empezado a hacerme ver que era ya definitivo. Y ocurría también que la muchacha con la que llevaba saliendo más de un año me había dejado abandonado a mi suerte. No es que rompiera conmigo (no había entre nosotros compromiso alguno, no se había pronunciado la palabra novios, que carecía entonces de prestigio entre la juventud, no nos habíamos declarado amor eterno, tal vez porque para ser eterno el amor no solo necesita amor, también precisa mayor consistencia material que el pan, la cebolla y el crepúsculo), sino que trasladaron a su padre y toda la familia lo acompañó al destierro. Nos escribimos cartas muy sentidas al principio y muy frecuentes, casi a diario, a vuelta de correo, subrayando la lastimera soledad en que nos habían colocado los dioses y entonando tristísimos cantos de añoranza a nuestros paseos, nuestra compañía, nuestros dulces coloquios.

 


  Pero el furor epistolar fue decayendo, la nostalgia quedó atrás, la ansiedad del buzón decreció, la cursilería se volvió telegráfica, las cartas se espaciaron hasta casi desaparecer y en algún arrebato de lucidez el temor se llenó de certidumbre y entonces supe que la ansiedad se había ido diluyendo, que la llama de amor, si no se había apagado, era rescoldo y que no quedaba más consuelo que el aburrimiento, la lamentación y la tristeza. Así pues, sin nada mejor que hacer, ni nada peor tampoco, a menudo reflexionaba sobre mi propio aburrimiento y he de decir que, pese a todo, no era algo que me importara en exceso ni que me preocupara en demasía. De sobra sabía ya entonces que el aburrimiento no solo no es malo sino que puede traer consigo numerosos lances favorables y, con perseverancia, no pocas satisfacciones. Lo malo, pensaba en aquellos días (y sigo pensándolo ahora), no era el aburrimiento en cuanto tal: lo malo, decía, era no encontrar el modo idóneo de encauzarlo, no adivinar los alicientes que escondía. En diferentes ocasiones he comprobado que las mejores ocurrencias provienen precisamente de etapas de largo y prolongado aburrimiento, porque el aburrimiento, cuando es severo, se transforma, como si fuera su propio antídoto, y da paso a periodos de tiempo de la más insólita plenitud.

GONZALO HIDALGO BAYAL - "Arde ya la yedra" (2024)


Imágenes: Pep Boatella
 

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