Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 10 de marzo de 2025

CUANDO UNA HIJA OPINA


Cuando la madre murió, todavía no había aparecido en la vida de Beatriz Estela el muchacho de la máquina de trilla. Había muerto del corazón, así de pronto, un día estaba y al otro día ya no estaba. En ese tiempo atendía la parroquia y la Capilla un cura viejo, su hermano tenía diecisiete —uno menos que ella— y su hermana todavía era una niña y entonces el padre decidió suspender, primero por duelo y después ya por costumbre, las pocas salidas al pueblo que antes hacían, se encarnizó en vivir en soledad, mejor dicho en que los cuatro vivieran solos, sin nadie más que ellos mismos. Las hijas —sobre todo Beatriz Estela, pero también su hermana todavía pequeña— debían ocuparse de la casa, hacer entre las dos lo que antes había hecho la madre, debían hacerlo como el padre quería, al modo de la madre, sin chistar. Nadie iba a la casa, porque no recibían visitas, nomás el señor que pasaba a vender por los campos, el hombre con el que cambiaban huevos y pollos por ropa de cama, ropa interior, telas, pero en cierta ocasión, no recuerda ahora por qué motivo, llegó un matrimonio.



 Lo que sí recuerda es cómo se agitaron los gallineros, el campo todo, en el alboroto que provocan los huéspedes, incluso un matrimonio de mediana edad, en la casa donde un hombre vive sin mujer, solo con sus hijos. Las hermanas mataron dos pollos, los desplumaron, chamuscaron los canutos sobre la llama, los desventraron y los cocinaron a la cacerola. En el curso de la cena, el padre, el hijo y los invitados se sentaron a la mesa, pero las hijas permanecieron ocupadas en que nada faltara. En algún momento la invitada se volvió a Beatriz Estela y le preguntó cómo había preparado esa comida tan rica; quien contestó fue el padre, Es la finada, dijo, ella las guía. La conversación derivó después hacia las lluvias, el rinde, los precios del cereal y del kilo vivo, entonces Beatriz Estela comentó algo sobre la cotización en Liniers que había escuchado en la radio esa mañana y el padre amagó con tomar el látigo que por precaución colgaba de la silla, para intimidar a la hija por la impertinencia, porque cuando una hija opina, gritan las bestias de la noche, los perros aúllan, chillan las lechuzas.

MARÍA TERESA ANDRUETTO - "No a mucha gente le gusta esta tranquilidad" - (2017)


Imágenes: Vivian Maier

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