Juana echó los ravioles en el agua burbujeante y me acerqué a la sartén para aspirar el aroma de la salsa.
—La receta de la tía Mari —dijo Andrés revolviendo con la cuchara de madera.
Tácitamente nos adjudicamos los lugares en la mesa: él en la cabecera, Juana a su izquierda, yo a su derecha. Juana sirvió los platos, el de Andrés y el mío hasta rebasar, el de ella no, como hacía mamá, temerosa de que faltara comida aunque siempre sobrara.
—¿Nos abrimos un vinito? —Andrés descorchó una botella y llenó hasta arriba mi vaso y el suyo, Juana no bebía. Nos pasó un bol con el queso—. El parmesano, indispensable. Es el hormigón que liga los ingredientes permitiendo que conserven su sabor y potenciándolos. Necesitamos un parmesano en esta familia y voy a ser yo. —Se rio y se acabó el vino.
En la televisión un conductor de traje brillante y ancha corbata fucsia daba paso a una periodista en exteriores. Qué mal se vestían los comentadores, incluso las modelos que aparecían en los anuncios callejeros. Todo el país se había degradado, el mal gusto llegaba hasta las tipografías de esos carteles bajo las imágenes duplicando lo que veías y escuchabas. La periodista se acercaba a unos ancianos en la puerta de un asilo: habían hecho una inspección y lo cerrarían en una semana por incumplimiento de las normas de higiene. Los viejitos se manifestaban porque no tenían adónde ir.
—Así voy a terminar yo —bromeé—. Quién sabe dónde va a estar Felipe y quién me va a cuidar.
—Yo, por supuesto —dijo mi hermana con la satisfacción con la que presentaría a una paciente el tranquilizador resultado de un análisis temido. Me cuidaría también de vieja, como había cuidado a nuestros padres. Para eso había venido al bosque, ni su hija universitaria ni su marido millonario la necesitaban, nosotros sí.
La conversación se detuvo, estudiábamos nuestras caras. Andrés tenía algunas canas, nosotras las teñíamos. Mi tintura viraba al rojo a diferencia de la de Juana, de mejor calidad. Las comisuras de su boca se alejaban hacia las orejas dándole un aire de tiburón. Ya en el viaje en auto lo había notado pero no me atreví a preguntarle. En nuestra familia había cosas de las que no se hablaba: cirugías estéticas, sexo, depresión. Afuera cantaban los grillos. De niña ese sonido metálico me hacía imaginarlos de color plateado hasta que papá me mostró uno, igual a una cucaracha.
Andrés me miraba con ojos opacos. Su nariz era ahora ganchuda; la de Juana, en cambio, se había respingado como su carácter, el mismo de mamá. También había heredado sus palabras y gestos, como ese de cruzarse el saco y los brazos sobre el pecho.
—Está refrescando —anunció y se levantó a cerrar la ventana.
—Vengan que les muestro el jardín —dijo entonces Andrés.
MARÍA FASCE - "El final del bosque" - (2025)




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