No es de extrañar que lo primero que atrajo mi interés —hasta el punto de no fijarme en casi nada más de aquellos papeles— fueran las cartas de sus amores pasados, más o menos relevantes, los retratos de carboncillo, las fotografías, las entradas de diario que detallaban las idas y venidas de aquellos cortejos. Las leí con tantísima atención que no podía ni mirarme al espejo al lavarme los dientes aquellas noches de lo zafia que era aquella invasión de su intimidad. Justifiqué mi comportamiento creyendo que la versión más interesante de una mujer surge cuando está embelesada, pero no es verdad. El amor es un circuito cerrado. Nada hace que una persona sea más incomprensible para el resto del mundo que el hecho de estar enamorada.
Satisfecha e insatisfecha, pasé a las cosas que eran pertinentes para su obra y su impacto —páginas manuscritas, libretas, planos, los recuerdos de los años de Bowie, fotografías de rodaje de El juego del coma. X decía que odiaba la veneración que despertaban sus obras más populares; una queja frecuente: produce un par de canciones con una estrella del pop y te perseguirán toda la vida. Sin embargo, la ironía es que, si alguien hubiese estado al corriente de sus orígenes sureños, su cercanía con el mundo de la fama habría dejado de importar.
Aclamada por lo que no correspondía; su constante e irresoluble queja.
En la inauguración de su retrospectiva en el MoMA de 1994 estaba tan molesta con las felicitaciones —Si estáis asistiendo a mi funeral, ¿por qué me andáis felicitando?— que hizo que nos fuéramos pronto. Su ingratitud me avergonzaba. Había muchas personas del museo que habían trabajado un sinfín de horas en la instalación y en organizar la fiesta, ambas tan elegantes como respetuosas, pero sabía que era mejor callarme. Panda de imbéciles, farfullé, dándole la razón, mientras un taxi se nos llevaba de allí.
A menudo me preguntaba cómo habían gestionado sus anteriores novias y esposas ese carácter que le salía cada dos por tres; si acaso habían ideado una estrategia viable para calmarla y desviar su foco de atención. En mis momentos de mayor desesperación, me imaginé buscándolas, quizá incluso llamando a su primera mujer, para pedirles consejo, cosa que, por supuesto, jamás hice. Cuando ya estaba investigando, me costó organizar entrevistas con cualquier persona con la que hubiera tenido alguna relación sentimental, por miedo a encontrar rastros de X en aquellos cuerpos; la manera en la que fumaban, ciertos giros a la hora de hablar, un gesto, una joya, una cicatriz.
La persona con la que tenía más ganas de hablar —Connie Converse— llevaba tiempo muerta; lo único que había dejado eran sus canciones, acongojados lamentos que poco me dicen de ella, además de sus memorias, inconclusas, que no revelan mucho más. Parece que ella y X mantenían un forcejeo continuo, incierto; sin estar nunca seguras de si la otra era la cura o la causa de sus males.
CATHERINE LACEY - "Biografía de X" - (2023)




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