—Sí, igual que cuando te dio a luz.
—Estaba de guardia en el hospital y cuando empezaron las contracciones se limitó a seguir trabajando. Hasta que no sintió las contracciones de presión no se tumbó en una habitación libre, y cuando salí, pinzó el cordón umbilical a la altura del ombligo y se concentró en echar la placenta. Tiró del cordón y le dijo a una enfermera que se ocupara de mí. Después siguió trabajando.
—No.
—Sí. Había que hacer varias cesáreas esa noche y mi parto no tuvo complicaciones.
—Es una historia increíble.
—Y eso no es todo. Cuando acabó la guardia a la mañana siguiente, se le había olvidado que había tenido un bebé. Al menos eso es lo que lleva diciendo todos estos años, y yo me lo creo. Me creo que se le hubiera olvidado. Solo se acordó cuando la enfermera entró en la sala de guardia conmigo en brazos.
—Pero entonces llamó a tu padre, ¿no?
—Sí, entonces llamó por fin a mi padre. Él no sabía nada. Él quería divorciarse y venir a vivir con nosotras, pero mi madre no quiso. Desde el primer momento, contrató a una estudiante que me cuidaba a cambio de alojamiento y manutención, y así siguieron las cosas, una estudiante después de otra, hasta el día en que mi madre descubrió que yo llevaba varios meses yendo y viniendo sola del colegio, y entonces no contrató a nadie más, y desde ese momento, yo tendría unos cinco años, me las he arreglado sola. Cuando se fue la última estudiante, ya nadie hacía las tareas domésticas, y cuando cumplí siete u ocho años me empecé a fijar en que las casas de los demás estaban mucho más limpias y ordenadas. Si nunca hubiera salido de Oscars gate, tal vez no me habría dado cuenta de nada, pero cada vez que iba a casa de unos amigos y a ver a mi padre en Drammen y volvía a casa, sentía el fuerte olor a suciedad y a polvo y a basura. La comida del frigorífico a menudo estaba verde de moho. En el alféizar de las ventanas había una capa de polvo tan gruesa que yo creía que era gris, hasta que lo limpié con un trapo húmedo y descubrí que en realidad era blanco.
Bjørn me mira recostado. De vez en cuando niega con la cabeza y profiere algún sonido de incredulidad.
—Mucha gente no se lo cree. Creen que exagero o que me lo invento. Pero cuando veo reportajes del Tercer Mundo, con fotos de niños que llevan a sus hermanos a la espalda, hay algo en sus rostros en lo que me reconozco. Un gesto serio y formal, porque se les ha confiado un puesto importante, una tarea fundamental. Pienso en ello a menudo cuando vienen pacientes jóvenes y deprimidos a la consulta; jóvenes que aparentemente lo tienen todo, unos padres que los quieren más que a nada en el mundo y que los cubren de amor, de atenciones, de dinero y de ayuda, y, sin embargo, a estos jóvenes les falta algo que yo sí tenía: la sensación fundamental de que «sin mí el mundo funcionaría peor».
NINA LYKKE - "Estado del malestar" - (2020)




 

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