Fuera, más allá de los muros, en ese mundo exterior del que nos ocultaban todo, salvo los alimentos que comíamos y las telas que nos daban, habían tenido lugar unos hechos y sus consecuencias llegaban hasta nosotras. Los guardianes siempre habían sido tan viejos que no los veíamos envejecer. Yo había llegado de niña, era una mujer, definitivamente virgen, pero adulta a pesar de mis pechos inacabados y mi pubertad abortada: había crecido, se podía medir en mi cuerpo el paso del tiempo. Las mujeres ancianas no cambiaban, como tampoco los guardias más viejos, el pelo se volvía blanco, pero tan lentamente que no llamaba la atención. Yo había sido un reloj: al mirarme, las mujeres miraban cómo pasaba el tiempo para ellas. Quizá por eso no me querían, quizá mi mera existencia las hacía llorar. El joven guardia no era un niño cuando llegó, ya era mayor, con su pelo hirsuto, su rostro sin arrugas: aparecerían las primeras marcas de la edad y yo me tocaría la piel para saber si también me llegaban a mí. Él también sería un reloj, envejeceríamos al mismo ritmo, podría observarle y juzgar, por la flexibilidad de sus andares, el tiempo que me quedaba.
En cualquier caso, había habido un cambio. En algún lugar, alguien había tomado una decisión que nos afectaba, cuyos efectos podíamos comprobar, uno de los viejos había desaparecido, quizá había muerto y lo habían sustituido por otro. ¿Se habría escapado esa información a la atención de quienes regían nuestras vidas?, ¿no les importaba que la tuviéramos?, o bien, ¿habían aflojado la vigilancia?
No quitaba los ojos de los guardias. Siempre eran tres, iban y venían por la galería. No se hablaban. Cuando se cruzaban, no se miraban, pero me parecía que se vigilaban entre sí tanto como nos vigilaban a nosotras. Quizá temieran que uno de ellos se saltara las consignas, que nos dirigiera la palabra. Tuve de nuevo una intuición fulgurante, comprendía por qué tenían que ser tres: eso impedía que entre ellos naciera una complicidad, no les permitían conversaciones privadas cuya exhibición nos hubiera podido dar información, debían mantener todo el rato su posición de carceleros suspicaces. Los dos hombres que hacían la ronda con el joven guardia ya llevaban mucho tiempo allí. En los primeros años, las mujeres habían intentado hablar con ellos, exigir algo o darles lástima, pero nada había logrado quebrar su impasibilidad hiriente, así que renunciaron y actuaban como si no los vieran, como si hubieran borrado esa presencia de sus mentes, o como si fueran como los barrotes: ya sabemos dónde están y dejamos de tropezar con ellos. Nadie esperaba que les molestara lo más mínimo, pero el orgullo de las prisioneras estaba a salvo. Ya no les pedían nada ni sufrían su carácter imperturbable como un insulto. Eso daría más fuerza a la mirada de una chica sentada, inmóvil.
Ya no me contaba historias, así que cuando miraba al guardia estaba creando una. Hacía falta paciencia, pero tenía de sobra. Ni sé cuántos periodos de vigilia pasaron así. Reflexionaba mucho, me pareció que ya no había que pensar en términos de días y de noches, sino de periodos de vigilia y de sueño. Cada vez estaba más segura: no vivíamos en ciclos de veinticuatro horas. Cuando bajaba la luz, no estábamos cansadas: las mujeres decían que era porque no tenían nada que hacer. Quizá llevaran razón, yo no sabía lo que era trabajar. Al observar constantemente al joven guardia me convencí de ello. El relevo no tenía lugar cuando nos levantábamos, comíamos o nos acostábamos, cuando circulábamos en todos los sentidos, sino en periodos neutros e irregulares. La gran puerta se entreabría, los tres hombres que giraban alrededor de la jaula se reunían, a veces se marchaban mientras que los siguientes entraban, a veces solo sustituían a uno o dos de ellos. ¿Había alguna relación entre sus horarios y los nuestros? ¿Cómo podría medir el paso del tiempo? No tenía más referencia que los ritmos de mi cuerpo.
JACKELINE HARPMAN - "Yo que nunca supe de los hombres" - (1995)




 

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