¿Qué más compró? Pasta de dientes, pañuelos de papel, detergente para vajillas, bacon, una pierna de cordero, carne, pimientos verdes y rojos, patatas, una lata de aceite y una botella de scotch. ¿Y quién estaba allí cuando su mano cogía esas cosas? ¿Alguien que le seguía mientras empujaba a Kate a lo largo de los atestados pasillos, que permanecía varios pasos por detrás cuando él se detenía, y que fingía interesarse en una etiqueta para luego continuar andando cuando él lo hacía? El había regresado mil veces para ver su propia mano, una estantería y la acumulación de objetos, o para oír la charla de Kate; y había tratado de mover los ojos, levantarlos contra el peso del tiempo para ver en la periferia de su campo visual la velada figura que siempre permanecía a un lado y ligeramente atrás y que, imbuida de un extraño deseo, acechaba la oportunidad o, sencillamente, aguardaba. Pero el tiempo había congelado para siempre sus miradas durante aquel día, y en torno a él formas indefinibles desaparecían y se disolvían sin posibilidad de categorizarlas.
Quince minutos más tarde estaban en la caja. Había ocho colas paralelas. Se puso en la que estaba más cercana a la puerta porque sabía que la chica de esa caja trabajaba deprisa. Había tres personas delante de él cuando detuvo el carrito, y no vio a nadie detrás cuando se volvió para bajar a Kate. Ella se estaba divirtiendo y se mostró reacia a ser interrumpida. Protestó y encajó los pies contra el asiento. Tuvo que levantarla mucho para sacarla de allí. Advirtió su irritación con distraída satisfacción: era un claro síntoma de cansancio. Cuando acabaron esa pequeña escaramuza, sólo quedaban delante dos personas, y una de ellas estaba a punto de irse. Él se puso en la parte delantera del carrito para descargar el contenido sobre la cinta transportadora de la caja. Kate se agarraba a un travesaño del carrito haciendo como que empujaba desde el otro lado. No había nadie detrás de ellos. En ese momento, la persona que tenían delante en la cola, un hombre encorvado, se disponía a pagar varias latas de comida para perros. Stephen fue poniendo las cosas en la cinta. Cuando se incorporó, es posible que fuera consciente de una figura con un abrigo negro detrás de Kate. Pero a duras penas podría considerarse una percepción consciente, sino más bien la levísima sospecha urdida por una memoria desesperada. El abrigo podría haber sido un traje o una bolsa de la compra, o un producto de su imaginación. Estaba concentrado en gestos cotidianos, absorto en llevarlos a cabo. Su nivel de consciencia era muy bajo.
El hombre con la comida para perros estaba saliendo. La chica de la caja ya trabajaba, deslizando los dedos de una mano sobre el teclado mientras con la otra atraía hacia sí los paquetes de Stephen. Al recoger el salmón del carrito, miró a Kate y guiñó un ojo. Ella le imitó, pero desmañadamente, arrugando la nariz y cerrando ambos ojos. Puso el salmón en la cinta y le pidió a la cajera una bolsa. Ella buscó bajo un estante y sacó una. El la tomó y se volvió. Kate había desaparecido. No había nadie en la cola detrás de él. Empujó sin prisas el carrito pensando que estaría escondida al final del mostrador. Luego dio varios pasos y miró en dirección al único pasillo que ella podía haber alcanzado. Retrocedió y miró a derecha e izquierda. A un lado había hileras de compradores y al otro un espacio vacío, luego las barras giratorias cromadas y más allá las puertas automáticas que daban a la calle. Es posible que hubiera una figura con abrigo alejándose aprisa, pero en ese momento Stephen buscaba una niña de tres años, y su temor más inmediato era el tráfico.
Era una ansiedad teórica y precavida. Mientras se abría paso a empujones entre los clientes y emergía a la ancha acera, sabía que no iba a encontrarla allí. Kate no era de esa clase de aventureros. No era de las que se perdían. Además, era demasiado sociable y prefería la compañía de quien estuviera con ella. Por otra parte la aterrorizaba la calle. Dio media vuelta y se tranquilizó. Tenía que estar en el súper y allí no podía correr verdadero peligro. Esperaba verla aparecer por detrás de las filas de clientes ante las cajas. Era fácil pasar por alto a un niño en la primera oleada de preocupación, buscar demasiado y sin fijarse bien. Sin embargo, al regresar seguía sintiendo una náusea y un endurecimiento en la garganta, y una desagradable ligereza en los pies. Cuando recorrió todas las cajas, ignorando a la chica de la suya que trataba de llamarle la atención, irritada, sintió frío en la boca del estómago. Corriendo controladamente —aún no había llegado al punto en que no le importaría parecer un atolondrado— recorrió todos los pasillos entre montañas de naranjas, rollos de papel higiénico y sopas. Hasta que no regresó al punto de partida, no abandonó el decoro: hinchó los oprimidos pulmones y llamó a Kate a gritos.
IAN McEWAN - "Niños en el tiempo" - (1987)





 

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