Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 30 de marzo de 2025

DESPERTANDO



Los centros descentrados.

Los miembros desmembrados.

Los trozos destrozados,

destazados,

troceados,

atrofiados.

.

.

.

Los corazones rotos.

Rompedoramente

estimulados,

destripados,

destapados.

.

.

.

Las manos abiertas.

Las sonrisas despiertas.

Despertando

con los brazos abiertos,

cubiertos

de sargazos de sueños

tatuados de placer.

.

.

.

Movimientos

a ritmo de blues:

azul no triste

(no te despistes...)

Si me lavas a besos

termino antes.

Azul que no existe

ni en tus más locos sueños.

11 -05- 2008



Imágenes: Sam Weber

viernes, 28 de marzo de 2025

ESA MUJER ERA MI MALDICIÓN Y EL AMOR DE MI VIDA


De todas maneras no es así, si empiezo así no se lo voy a contar nunca. La verdad es que me tenía harto. Compraba plantitas y las dejaba sobre mi escritorio, doblaba las páginas de los libros, silbaba. No distinguía a Mozart de Bartók, pero ella silbaba, sobre todo a la mañana, carecía por completo de oído musical pero se levantaba silbando, andaba entre los libros, las macetas y los platos de mi departamento de soltero como una Carmelita descalza y, sin darse cuenta, silbaba una melodía extrañísima, imposible, una cosa inexistente que era como una czarda inventada por ella. Tenía, ¿cómo puedo explicárselo bien?, tenía una alegría monstruosa, algo que me hacía mal. Y, como yo también le hacía mal, cualquiera hubiese adivinado que íbamos a terminar juntos, pegados como lapas, y que aquello iba a ser una catástrofe. ¿Sabe cómo la conocí? Ni usted ni nadie puede imaginarse cómo la conocí. Haciendo pis contra un árbol. Yo era el que hacía pis, naturalmente. Medio borracho y contra un plátano de la calle Virrey Meló. Era de madrugada y ella volvía de alguna parte, qué curioso, nunca le pregunté de dónde.



  Una vez estuve a punto de hacerlo, la última vez, pero me dio miedo. La madrugada del árbol ella llegó sin que yo la oyera caminar, después me di cuenta de que venía descalza, con las sandalias en la mano; pasó a mi lado y, sin mirarme, dijo que el pis es malísimo para las plantitas. En el apuro me mojé todo y, cuando ella entró en su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer era mi maldición y el amor de mi vida. Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en el primer minuto. Sin embargo es increíble de qué modo se encadenan las cosas, de qué modo un hombre puede empezar por explicarle a una muchacha que un plátano difícilmente puede ser considerado una plantita, ella simular que no recuerda nada del asunto, decimos señor con alegre ferocidad, como para marcar a fuego la distancia, decir que está apurada o que debe rendir materias, aceptar finalmente un café que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y le cuenta su vida y lo que espera de la vida, pasar de allí, por un laberinto de veredas nocturnas, negativas, hojas doradas, consentimientos y largas escaleras, a meterla por fin en una cama o a ser arrastrado a esa cama por ella, que habrá llegado hasta ahí por otro laberinto personal hecho de otras calles y otros recuerdos, oír que uno es hermoso, y hasta creerlo, decir que ella es todas las mujeres, odiarla, matarla en sueños y verla renacer intacta y descalza entrando en nuestra casa con una abominable maceta de azaleas o comiendo una pastafrola del tamaño de una rueda de carro, para terminar un día diciéndole con odio casi verdadero, con indiferencia casi verdadera, que uno está harto de tanta estupidez y de tanta felicidad de opereta, tratándola de tan puta como cualquier otra.



 Hasta que una noche cerré con toda mi alma la puerta de su departamento de la calle Meló, y oí, pero como si lo oyera por primera vez, un ruido familiar: la reproducción de Carlos el Hechizado que se había venido abajo, se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el Hechizado. Me quedé un momento del otro lado de la puerta, esperando. No pasó nada. Ella esa vez no volvía a poner el cuadro en su sitio: ni siquiera pude imaginármela, más tarde, ordenando las cosas, silbando su czarda inexistente, la que le borraba del corazón cualquier tristeza. Y supe que yo no iba a volver nunca a esa casa. Después, en mi propio departamento, cuando metí una muda de ropa y las cosas de afeitar en un bolso de mano, también sabía, desde hacía horas, que ella tampoco iba a llamarme ni a volver.

ABELARDO CASTILLO - "Las maquinarias de la noche" - (1992)


Imágenes: Dominique Issermann

martes, 25 de marzo de 2025

PREGÚNTALE SI TE AMA COMO ANTES


 
Que pasen dos años. Apáñatelas para que pasen dos años y sigáis juntos. Pensad que la gente envidia vuestra relación y que ningún ser humano se conoce con otro tanto como vosotros. Anímala a que persiga sus sueños y se apunte a clases de teatro. Escúchala mientras te habla de Sófocles, de Bertolt Brecht, de Angélica Liddell, de Stanislavski. Asiste a su primera obra y miéntele diciendo que te ha fascinado y que ha nacido para eso. Tened peleas ocasionales y dramatizadlas para añadirle aún más intensidad e interés a lo que tenéis. Empieza a gestar una intuición de que hay algo que se te escapa de ella. Obcécate con esa intuición e intenta darle forma, explicártela a ti mismo. Obsérvala mientras duerme o está en silencio y sustituye la ternura que antes sentías al hacerlo por un temor a algo abstracto que piensas que amenaza lo que tenéis. Pregúntale si te ama como antes, duda cuando te diga que sí. Sé consciente de que es tu propio temor el que está enfriando las cosas y al mismo tiempo consuélate y convéncete a ti mismo de que ese temor no puede surgir de la nada. Celebrad vuestros veintitrés años yendo irónicamente a Benidorm. Compraos flotadores, bañadores iguales y montaos en un hidropedal.



  Presiónale para que te confiese en qué está pensando. Presiónale tanto y con tanta constancia hasta conseguir que te diga que se siente insatisfecha, que siente que necesita algo más aunque no sepa qué. Llora. Solucionadlo. Tened una breve ilusión de concilio y después volved al conflicto. Llora otra vez. Solucionadlo otra vez. Agótate, agótala. Llegad a la conclusión de que tenéis que dejarlo. Quédate en el sur, deja que se cambie de país. Desdibújate. Sufre. Confía en que ella esté sufriendo. Proyecta su sufrimiento.

   Pasa un año entero preguntándote qué estará haciendo en ese momento. Cada vez que estés sentado en la taza del váter, fantasea con la posibilidad de que ella esté haciendo lo mismo en cualquier otra parte. Niégate que la echas de menos. Reconócetelo algunos días a las cuatro de la mañana. Pregunta por ella a conocidos comunes. Siéntete ridículo y arrepiéntete de haberle pedido que no mantuviéseis ningún contacto cuando rompisteis. Entérate de que es profesora de español en Burdeos y le va bien. Cuestiónate si te va bien a ti. Busca imágenes de Burdeos e imagínatela mirando las columnas griegas en la Casa de las Cariátides o alzando la vista para ver la aguja de Saint Michel.



  Pasa por las cinco etapas del duelo y haz que cada una de ellas coincida con un corte de pelo diferente: melena en la negación, mullet en la ira, rapado en la negociación, seta en la depresión, garçon en la aceptación. Matricúlate en un máster de Recursos Humanos y acábalo. Ten una entrevista de trabajo en la que te describas a ti mismo como una persona proactiva, innovadora, eficaz, creativa y estratégica. Di que no conoces la pereza. Haz que te contraten y a modo de supervivencia identifica a cada uno de tus compañeros con un personaje de The Office. Siéntete realizado, siéntete vacío. Ve quitándole peso al romanticismo y conviértete en una persona más seria, menos ingenua. Deja de escuchar flamenco.

LAURA CHIVITE - "Gente que ríe" - (2022)


Imágenes: Denis Roche

domingo, 23 de marzo de 2025

COMPRENDÍ QUE EL MUNDO ESTÁ MAL, MUY MAL

 


 LUNES. Huelo la depresión como un buitre la carroña. He ahí un hombre deprimido. Se encuentra en la estación de Atocha, en Madrid, a unos pasos de mí, que finjo leer el periódico mientras lo observo. Tiene en los párpados la pesadez que proporciona un cóctel de ansiolíticos. Se ha levantado a las siete de la mañana (ahora son las diez), se ha sentado en el borde de la cama y ha observado el día que tenía por delante como si fuera un túnel negro, negro, negro, cuya luz aparecería al cerrar de nuevo los ojos, por la noche. Lleva un traje gris que se le ha quedado estrecho (está un poco hinchado por la medicación) y sostiene en la mano izquierda (es zurdo) una cartera absurdamente amarilla. El hombre va de un lado a otro sin separarse más de tres o cuatro metros del panel de información, que consulta con ansiedad en cada una de las vueltas, como si no se fiara de él. También mira el reloj cada poco, casi receloso por su modo de dar la hora. Desconfía del reloj, del panel de información y de su propia capacidad para sincronizar los movimientos de su cuerpo y de su mente con los de una realidad que se ha tornado líquida, aunque espesa, como el mercurio, una realidad mercurial. Todo a su alrededor se mueve con la pereza de un metal blando, a punto de fundirse en frío. En esto anuncian la salida de mi tren y abandono el seguimiento.



   MARTES. Regreso de Barcelona, donde he participado en una mesa redonda titulada «Literatura e infierno». El tipo al que se le ocurrió el título nos llevó a cenar después del acto y nos dio su propia conferencia sobre el asunto de la mesa redonda. Se notaba a la legua que estaba deprimido, como el de la estación de Atocha, pero en este caso se trataba de una depresión eufórica, valga la contradicción. Sus invitados lo escuchábamos sin intervenir porque daba un poco de miedo su grado de desesperación. En los postres se vino abajo y nos pidió consejo acerca de su madre, a quien no sabía si ingresar o no ingresar en una residencia. Comprendí que el mundo está mal, muy mal, y me juré (en vano) que el mundo no lograría contagiarme su malestar. En el tren ponen una película sin gracia con la que mi compañero de asiento, sin embargo, se muere de la risa.



   JUEVES. Me deja un mensaje mi psicoanalista. Sigue enferma y tampoco podrá atenderme hoy. Tengo un amigo cuya psicoanalista falleció en mitad del tratamiento. No es lo mismo, pero también molesta, claro. Le resta omnipotencia y yo, hoy por hoy, necesito una psicoanalista omnipotente, como mi madre. Sé que lo analizaremos en la próxima sesión, si no se muere (cruzo los dedos), y que ella me dirá por qué necesito recordar a mi madre como una mujer que todo lo podía. Yo le diré que mi madre lo podía todo y ella me preguntará si estoy seguro de lo que digo y entonces yo diré, al borde de las lágrimas, que no, que en realidad mi madre era muy frágil, pero que reconocerlo me fragiliza a mí. Para sustituir la sesión, me voy al baño turco, donde permanezco más tiempo del aconsejado. El baño turco me trae recuerdos del útero materno.

JUAN JOSÉ MILLÁS - "La vida a ratos" - (2019)


Imágenes: Henrietta Harris

viernes, 21 de marzo de 2025

PENSABA QUE EL CIELO NO ERA PARA MÍ


No estaba cansado, por eso no dormía. A veces sentía ciertos efectos durante el día. Uno o dos mareos, una serie de bostezos o calambres en las pantorrillas. Pero nada que justificara una noche de descanso. Nada en mí necesitaba descansar. Los demás hacían deporte. Iban andando al trabajo. Quedaban con amigos. Almorzaban y cenaban. Hacían senderismo los fines de semana. Se ocupaban de los hijos, que requerían mucha atención. Tenían esposa, a veces más de una. Leían. Sacaban entradas para el teatro. Iban al teatro. Hablaban en abundancia de lo que veían y lo que oían. Solían tener madre, o un padre enfermo en alguna parte. Visitaban a otra gente. Se invitaban unos a otros. Cocinaban. Discutían. Se peleaban. Se guardaban rencor. Se reconciliaban. Compraban teléfonos. Fundas para proteger esos teléfonos. Fundas que podían ser reflejo o al menos expresión de su personalidad: «¡Soy esta funda! ¡Esta funda es divertida como yo! ¡Estas lentejuelas doradas que flotan en el agua de mi funda me representan perfectamente!». Tomaban autobuses para encontrar las fundas adecuadas. Para arreglar los teléfonos estropeados. Hablaban de ello. En el trabajo. En el autobús. En las cenas. A sus esposas. Antes de dormirse por fin. En sus sueños.



   Se cansaban.

   Yo me levantaba de noche, iba a la cocina y esperaba a que amaneciera, como algunos solitarios observan a las parejas quererse en las terrazas de los cafés. Veía llegar el día comentando silenciosamente su aspecto: «Está bonito hoy… Parece templado…». Me sentía solo en mi cita con la inmensidad.

   Pensaba que el cielo no era para mí. Que ningún fenómeno climático me estaba destinado.

   «Hoy no disfrutaré del sol».

   Me sentía solo.

   Escribía en mi cuaderno: «Tener amigos».

   Tachaba y volvía a escribir: «Tener un amigo».

   Tachaba y volvía a escribir: «No esperar nada de los demás». 

   Tachaba y volvía a escribir: «No esperar más que de uno mismo».

   Tachaba y volvía a escribir: «No esperar nada de nadie».

SAMUEL BENCHETRIT - "Vuelve" - (2019)


Imágenes: David Opdyke

miércoles, 19 de marzo de 2025

MI MEMORIA EMPIEZA CON LA IRA


Por muy lejos que me remonte, solo veo el sótano. ¿Es eso lo que llaman recuerdos? Las escasas veces que las mujeres se animaron a relatar momentos de sus historias, no había más que anécdotas, idas y venidas, hombres: yo me tengo que limitar a llamar recuerdo al sentimiento de existir en un mismo lugar, con las mismas personas, haciendo las mismas cosas, que eran comer, evacuar y dormir. Durante mucho tiempo, los días fueron idénticos, luego me puse a pensar y todo cambió. Antes solo había una cosa: la repetición de gestos similares y el tiempo que parecía inmóvil, aunque me diera cuenta confusamente de que pasaba porque estaba creciendo. Mi memoria empieza con la ira.

   Evidentemente, no puedo decir qué edad tenía. Las otras ya eran adultas cuando parecía que me iba a llegar la pubertad. Solo tuve los primeros signos: me salió vello en las axilas y en el pubis, mis senos se hincharon un poquito y ahí se quedó todo. Nunca tuve la regla. Las mujeres me dijeron que era una suerte, que no tendría que bregar con la sangre ni tomar precauciones para no manchar el colchón, escaparía a la tarea fastidiosa de lavar todos los meses esos harapos que llevaban entre los muslos como podían, es decir, apretando los músculos, ya que no tenían nada para sujetarlos, y no sufriría los dolores de vientre tan frecuentes entre las jóvenes. Pero no las creía: casi todas tenían la menstruación, ¿cómo puede ser una ventaja no tener lo que tienen todas las demás? Tuve la sensación de que me engañaban.



   En aquella época, no me hacía preguntas sobre las cosas, ni se me ocurrió preguntarme para qué servía la regla. Quizá fuera de naturaleza silenciosa; en todo caso, no me alentaban las respuestas que recibían mis escasas preguntas. En general, las mujeres suspiraban, apartaban la vista y me respondían «¿de qué te servirá saberlo?», lo que me hacía sentir que las molestaba o las entristecía. Como no tenía ni idea, no insistía. Hasta mucho tiempo después, Théa no me explicó lo que era la regla. También me dijo que ninguna de las mujeres tenía mucha instrucción, eran obreras, mecanógrafas o vendedoras, palabras que en mi cabeza nunca llegaron a adquirir un sentido preciso, y que no estaban mucho más informadas que yo. No obstante, hasta que lo supe, me pareció que me daban la información de mala gana. Lo viví como una ofensa. Théa me dijo que me equivocaba del todo y trató de explicarme las razones de que se comportaran así: volveré más adelante, si me acuerdo, pero en ese momento del que quiero hablar estaba furiosa, me sentía menospreciada, como si hubiera sido incapaz de comprender las respuestas a mis preguntas (que tampoco eran muy numerosas), y decidí no prestar atención a las mujeres.



   Estaba todo el rato de mal humor, pero no lo sabía, porque no conocía los términos que designan los estados anímicos. Las mujeres iban y venían dedicándose a las escasas ocupaciones de la vida cotidiana y nunca me pedían que participase. Me acuclillaba y miraba todo lo que hubiera que ver. Cuando lo pienso, no era casi nada. Estaban sentadas y charlaban o bien, dos veces al día, preparaban la comida. Poco a poco, mi atención se centró en los guardias que recorrían constantemente el pasillo exterior. Siempre iban de tres en tres, separados por solo unos pasos, observándonos, y en general hacíamos como si ignorásemos su presencia, pero me estaba volviendo curiosa. Me di cuenta de que uno de ellos era diferente: más alto, más delgado y, tardé un poco en comprenderlo, más joven. Eso me interesó mucho. En sus periodos de buen humor, las mujeres hablaban de los hombres, del amor, se reían como locas y se burlaban de mí cuando les preguntaba qué tenía aquello de divertido. Recopilé todo lo que sabía: los besos en la boca, los abrazos, poner ojitos, roces con el pie, que no entendía en absoluto, y luego venía el séptimo cielo, pero como no había visto ningún cielo, ni el primero ni los otros, tampoco perdí mucho tiempo en ello. Y también las quejas sobre la brutalidad, me hace daño, no se preocupan de las mujeres, las preñan y se marchan diciendo «¿cómo puedo saber que es mío?». A veces declaraban que no habían perdido nada, otras veces se ponían a llorar. Yo estaba destinada a seguir siendo virgen. Un día, reuní todo mi valor para superar mi ira y pregunté a Dorothée, la menos desagradable de las viejas.

   —¡Pobre pequeña!

   Y, tras unos suspiros, llegó la respuesta habitual:

   —¿Y para qué quieres saberlo, si nunca te pasará?

   —Me serviría para saberlo —dije rabiosa, desvelando la razón de mi obstinación.

JACKELINE HARPMAN - "Yo que nunca supe de los hombres" - (1995)


Imágenes: Rosso Emerald Crimson

lunes, 17 de marzo de 2025

RELATO CON ALEGRÍA Y MILAGRO


RELATO CON ALEGRÍA Y MILAGRO


La profe de Lengua y Literatura nos ha pedido que escribamos una historia, un relato que incluya las palabras milagro y alegría. No tiene por qué ser muy largo: unas cien palabras más o menos.

Hice un par de intentos: infructuosos; argumentos manidos que parecían sacados de los telefilmes de sobremesa de fin de semana en Antena 3, por regla general, alemanes.

O eso, o eran demasiado autobiográficos y..., ¿qué coño les importa a los demás mi vida?

En otras ocasiones todo había fluido: era agarrar el boli y el papel y las historias manaban como agua en nacimiento serrano.

Podría recurrir a mi amable amigo Chat GPT, pero la última vez que lo intenté, la profe se dio cuenta: se halla en poder de una aplicación que detecta no sé qué macana de las figuras retóricas. Sabe cuáles son mías y cuáles de la I. A. Así que no...

Esperaré un poco más; aún me quedan unos días de plazo. Me voy a la cama y no pienso más en esto.

Mañana a ver si se produce el milagro y me llevo una alegría.

FEBRERO 2025


Imágenes: Daniel Zeller

sábado, 15 de marzo de 2025

EL PAN, LA CEBOLLA Y EL CREPÚSCULO


Hubo un verano, hace tiempo, en que estuve mortalmente aburrido. Llevaba estancado en la realidad más de dos años. Había terminado los estudios, había desperdiciado quince meses marcando el paso en un cuartel castellano y buscaba trabajo inútilmente. Encontraba a veces ocupaciones temporales menores que, tanto por la miseria de las retribuciones como por su naturaleza rutinaria y menestral, me ocasionaban una profunda insatisfacción, la certeza de que todo lo que había hecho y aprendido hasta entonces no servía para sobrevivir con dignidad en tiempos tan inciertos, lo que me llevaba a íntimas y profundas lamentaciones, a recorrer las calles con el porte del adolescente herido por la injusticia universal, a desconfiar de mis propios méritos para estar a la altura de lo que el mundo que me había tocado en suerte podía esperar de mí y viceversa.



  No estábamos hechos el uno para el otro: ni el mundo para mí, ni yo para el mundo. A ello se añadía además, y tal vez sobre todo, el revés sentimental que se había iniciado meses atrás (y digo el porque en aquel trance era más el que un) y que los primeros atardeceres estivales habían empezado a hacerme ver que era ya definitivo. Y ocurría también que la muchacha con la que llevaba saliendo más de un año me había dejado abandonado a mi suerte. No es que rompiera conmigo (no había entre nosotros compromiso alguno, no se había pronunciado la palabra novios, que carecía entonces de prestigio entre la juventud, no nos habíamos declarado amor eterno, tal vez porque para ser eterno el amor no solo necesita amor, también precisa mayor consistencia material que el pan, la cebolla y el crepúsculo), sino que trasladaron a su padre y toda la familia lo acompañó al destierro. Nos escribimos cartas muy sentidas al principio y muy frecuentes, casi a diario, a vuelta de correo, subrayando la lastimera soledad en que nos habían colocado los dioses y entonando tristísimos cantos de añoranza a nuestros paseos, nuestra compañía, nuestros dulces coloquios.

 


  Pero el furor epistolar fue decayendo, la nostalgia quedó atrás, la ansiedad del buzón decreció, la cursilería se volvió telegráfica, las cartas se espaciaron hasta casi desaparecer y en algún arrebato de lucidez el temor se llenó de certidumbre y entonces supe que la ansiedad se había ido diluyendo, que la llama de amor, si no se había apagado, era rescoldo y que no quedaba más consuelo que el aburrimiento, la lamentación y la tristeza. Así pues, sin nada mejor que hacer, ni nada peor tampoco, a menudo reflexionaba sobre mi propio aburrimiento y he de decir que, pese a todo, no era algo que me importara en exceso ni que me preocupara en demasía. De sobra sabía ya entonces que el aburrimiento no solo no es malo sino que puede traer consigo numerosos lances favorables y, con perseverancia, no pocas satisfacciones. Lo malo, pensaba en aquellos días (y sigo pensándolo ahora), no era el aburrimiento en cuanto tal: lo malo, decía, era no encontrar el modo idóneo de encauzarlo, no adivinar los alicientes que escondía. En diferentes ocasiones he comprobado que las mejores ocurrencias provienen precisamente de etapas de largo y prolongado aburrimiento, porque el aburrimiento, cuando es severo, se transforma, como si fuera su propio antídoto, y da paso a periodos de tiempo de la más insólita plenitud.

GONZALO HIDALGO BAYAL - "Arde ya la yedra" (2024)


Imágenes: Pep Boatella
 

jueves, 13 de marzo de 2025

HAY ALGUNOS NIÑOS QUE NO LO DEJAN EN PAZ


—Vamos, puedo asegurarle que al menos en mi presencia no le han tocado un pelo —aquellos dientes, sí, parecían de esqueleto, de animal muerto—. Pero ha tenido una especie de ataque, ha empezado a tirarlo todo por el suelo, a pegar patadas a la puerta. Después se ha metido en el baño, y sólo ha abierto con la promesa de que les llamaríamos.

   Y a continuación, el resto de la mierda: que era la segunda vez en pocos meses que esto ocurría, que quizá fuera conveniente consultar con un especialista, que el psicólogo del centro está dispuesto a evaluar y realizar el preceptivo informe. Que todavía es pequeño y la tipología de las psicopatologías muy diversa, pero que es probable que precise tratamiento.
   —Son los niños —había contestado él—. Me dice que hay algunos niños que no lo dejan en paz. Que se burlan de él.
   Pobre Rubén. Tan indefenso, desde la propia cuna, su cuerpo esmirriado, como si no se hubiera cocinado del todo. Su tardanza al andar, su dificultad para hablar, su tendencia al juego solitario, su ensimismamiento de perro aislado de la camada. La vida te enseña a forjarte una piel de hormigón, pero están los resquicios, las partes blandas: recovecos en los que resulta sencillo hundir los dedos y hacer daño. Eso es Rubén para él.

DANIEL RUIZ GARCÍA - "La gran ola" - (2016)


Imágenes: Jinjoo Jo

lunes, 10 de marzo de 2025

CUANDO UNA HIJA OPINA


Cuando la madre murió, todavía no había aparecido en la vida de Beatriz Estela el muchacho de la máquina de trilla. Había muerto del corazón, así de pronto, un día estaba y al otro día ya no estaba. En ese tiempo atendía la parroquia y la Capilla un cura viejo, su hermano tenía diecisiete —uno menos que ella— y su hermana todavía era una niña y entonces el padre decidió suspender, primero por duelo y después ya por costumbre, las pocas salidas al pueblo que antes hacían, se encarnizó en vivir en soledad, mejor dicho en que los cuatro vivieran solos, sin nadie más que ellos mismos. Las hijas —sobre todo Beatriz Estela, pero también su hermana todavía pequeña— debían ocuparse de la casa, hacer entre las dos lo que antes había hecho la madre, debían hacerlo como el padre quería, al modo de la madre, sin chistar. Nadie iba a la casa, porque no recibían visitas, nomás el señor que pasaba a vender por los campos, el hombre con el que cambiaban huevos y pollos por ropa de cama, ropa interior, telas, pero en cierta ocasión, no recuerda ahora por qué motivo, llegó un matrimonio.



 Lo que sí recuerda es cómo se agitaron los gallineros, el campo todo, en el alboroto que provocan los huéspedes, incluso un matrimonio de mediana edad, en la casa donde un hombre vive sin mujer, solo con sus hijos. Las hermanas mataron dos pollos, los desplumaron, chamuscaron los canutos sobre la llama, los desventraron y los cocinaron a la cacerola. En el curso de la cena, el padre, el hijo y los invitados se sentaron a la mesa, pero las hijas permanecieron ocupadas en que nada faltara. En algún momento la invitada se volvió a Beatriz Estela y le preguntó cómo había preparado esa comida tan rica; quien contestó fue el padre, Es la finada, dijo, ella las guía. La conversación derivó después hacia las lluvias, el rinde, los precios del cereal y del kilo vivo, entonces Beatriz Estela comentó algo sobre la cotización en Liniers que había escuchado en la radio esa mañana y el padre amagó con tomar el látigo que por precaución colgaba de la silla, para intimidar a la hija por la impertinencia, porque cuando una hija opina, gritan las bestias de la noche, los perros aúllan, chillan las lechuzas.

MARÍA TERESA ANDRUETTO - "No a mucha gente le gusta esta tranquilidad" - (2017)


Imágenes: Vivian Maier

sábado, 8 de marzo de 2025

EL PUEBLO MÁS RICO PER CÁPITA DEL MUNDO


El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas. Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida. Muchas veces se iba «de juerga», como solían decir despectivamente en su familia: a bailar y a beber con amigos hasta que despuntaba el día. Pero esta vez habían pasado ya dos noches y Anna no había comparecido en casa de Mollie como tenía por costumbre, con sus largos cabellos negros ligeramente revueltos y sus oscuros ojos despidiendo destellos como de cristal. Cuando entraba, a Anna le gustaba quitarse los zapatos, y Mollie echaba de menos oírla deambular por la casa, un sonido que siempre la reconfortaba. Por el contrario, reinaba un silencio tan estático como la llanura.

   Tres años atrás, Mollie había perdido a su otra hermana, Minnie, cuya muerte fue muy prematura. Aunque los médicos lo atribuyeron a «una enfermedad consuntiva peculiar», Mollie tuvo sus dudas. No en vano Minnie había muerto con solo veintisiete años y siempre había gozado de buena salud.


   Al igual que sus padres, Mollie y sus hermanas estaban inscritas en la lista osage, es decir, sus nombres constaban en el registro de miembros de la tribu. Eso quería decir, también, que poseían una fortuna. En los primeros años de la década de 1870, los osage habían sido expulsados de sus tierras en Kansas y trasladados a una pedregosa reserva, aparentemente sin valor alguno, en la región nororiental de Oklahoma. Transcurridas unas décadas, descubrieron que la reserva se asentaba sobre uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Para conseguir el petróleo, los prospectores hubieron de pagar arriendos y derechos a los osage. A principios del siglo XX, todas y cada una de las personas que figuraban en la lista de la tribu empezó a recibir un cheque trimestral. La cantidad inicial era de unos pocos dólares, pero a medida que se iba extrayendo petróleo los dividendos subieron a centenares, y luego a miles, de dólares. Y los pagos crecían prácticamente cada año, como crecían los arroyos que confluían en la pradera para formar el ancho y lodoso Cimarrón, hasta que el conjunto de la tribu osage llegó a acumular millones y millones de dólares. (Solo en 1921, la tribu ingresó más de treinta millones, lo que serían hoy más de cuatrocientos). A los osage se los consideraba el pueblo más rico per cápita del mundo. «¡Quién lo iba a decir! —proclamaba el semanario neoyorquino Outlook—. El indio, en vez de morirse de hambre […] disfruta de unos ingresos fijos que ya quisiera para sí más de un banquero».



   La prosperidad de la tribu tenía perpleja a la opinión pública, pues se contradecía con las imágenes de indios americanos que se remontaban al primer y brutal contacto con los blancos, ese pecado original del cual había nacido el país. La prensa publicaba reportajes sobre los «plutócratas osage» y los «millonarios pieles rojas», con sus mansiones de ladrillo y terracota y sus arañas de luz, con sus anillos de diamante y sus abrigos de pieles, y sus automóviles con chófer. Un autor se asombraba del hecho de que muchachas osage fueran a los mejores internados y lucieran suntuosos vestidos franceses, como si «une très jolie demoiselle se hubiera extraviado en su paseo por los bulevares parisinos para acabar en este pequeño asentamiento».

   Paralelamente, los periodistas no perdían ocasión de recalcar cualquier indicio del tradicional estilo de vida osage, cosa que parecía despertar en los lectores visiones tópicas de indios «salvajes». Un artículo en concreto hablaba de un «corro de automóviles caros alrededor de una fogata, en la que sus broncíneos propietarios, ataviados con mantas de vivos colores, asan carne al estilo primitivo». Otro se hacía eco de un grupo osage que llegó a una de sus ceremonias tradicionales en un avión privado, una escena que «ni el más imaginativo de los escritores podría haber inventado». Resumiendo la postura de la opinión pública sobre los osage, el Washington Post afirmaba: «Aquel típico lamento, “Ay, pobrecitos indios”, quizá habría que cambiarlo a un “Caray con los ricachones pieles rojas”».

DAVID GRANN - "Los asesinos de la Luna" - (2017)


Imágenes: Nicholas Galanin

jueves, 6 de marzo de 2025

COMPRENDÍ LO MUCHO QUE LA HUMANIDAD HABÍA PERDIDO


 Clavó en mí un ojo entrecerrado, brillante y malévolo.

 —Al final todos pagamos un precio terrible. Yo, con la cárcel. Sí, sí, aunque se asombre. Ojalá pudiera decir que fue un malentendido, pero hice todo lo decían que había hecho. A fuer de ser sincero, hice bastantes más cosas de las que no llegaron a enterarse. Aunque le cogí el gusto a la cárcel, ¿sabe? Allí dentro conocí a gente fascinante. —Se detuvo un instante—. ¿Ketterley le ha contado cómo fue hecho este mundo? —preguntó.

 —No.

 —¿Le gustaría saberlo?

 —Por supuesto que sí.

 Dio la impresión de sentirse halagado por mi curiosidad.

 —Entonces voy a contárselo. Verá, todo comenzó cuando yo era joven. Siempre fui más brillante que mis colegas. Primero que nada, comprendí lo mucho que la humanidad había perdido: hubo un tiempo en que los hombres y las mujeres eran capaces de transformarse en águilas y recorrer enormes distancias al vuelo.



  Se comunicaban espiritualmente con los ríos y las montañas y aprendían de ellos, percibían en su interior el curso de las estrellas. Pero mis contemporáneos no entendían nada de eso: estaban obcecados con la idea del progreso y creían que lo nuevo era, por definición, superior a lo viejo. ¡Como si el mérito estuviera en función de la cronología! Yo, en cambio, pensaba que la sabiduría de los antiguos no podía haberse desvanecido sin más: nada se desvanece sin más. Es imposible, de hecho. Imaginé que una especie de energía emanaba del mundo, y que dicha energía tenía que ir a parar a algún lugar. Comprendí que tenían que existir otros lugares, otros mundos, y me propuse descubrirlos.

 —¿Y encontró alguno? —pregunté.

 —Sí: encontré este. Es lo que yo denomino un Mundo Afluente, creado por las ideas que fluyen desde otro mundo. Este no existiría de no haber existido antes aquel otro. En cuanto a si sigue dependiendo de la existencia continua del anterior, eso no lo sé. En fin, todo está en el libro que escribí en su día. No lo ha leído, imagino.

 —No.

 —Qué pena: es un libro sensacional, sensacional de veras. Le gustaría.

SUSANNA CLARKE - "Piranesi" - (2020)


Imágenes: Christine Kim

martes, 4 de marzo de 2025

RELATO CON PERCEPCIÓN Y LOCURA


RELATO CON PERCEPCIÓN Y LOCURA 


Ante todo, querías ser artista.

Quisiste abrir las puertas de la percepción mediante sustancias que te proporcionaste, que te proporcionaron..., e ingresaste en la locura.

Tu juventud te ayudaba. Te ayudaba a creerte imbatible, invencible.


Te adentraste en abismos de humo, de cristal y de agujas.

Aparentemente, salías indemne, te recuperabas, te seguías creyendo por encima del bien y del mal.

Avanzaste por esos caminos de hielo y fuego. Algunos, a tu alrededor, fueron cayendo. Pero tú decías:

-Yo controlo.

Con prepotencia, con la sangre fría de tu orgullo y de tu fortaleza de 20 años.

Cuando te diste cuenta, vivías por y para eso: para las sustancias sin las cuales el descontrol más caótico reinaba en tu existencia. Y empezaste a desbarrar en círculos por los caminos agrios de la vida.

Quisiste traspasar las brillantes puertas de la percepción y te bañaste, bebiendo, sumergiéndote en las fuentes negras que te arrastraron hasta la locura.

ENERO - 2025


Imágenes: Urban Larsson