Por muy lejos que me remonte, solo veo el sótano. ¿Es eso lo que llaman recuerdos? Las escasas veces que las mujeres se animaron a relatar momentos de sus historias, no había más que anécdotas, idas y venidas, hombres: yo me tengo que limitar a llamar recuerdo al sentimiento de existir en un mismo lugar, con las mismas personas, haciendo las mismas cosas, que eran comer, evacuar y dormir. Durante mucho tiempo, los días fueron idénticos, luego me puse a pensar y todo cambió. Antes solo había una cosa: la repetición de gestos similares y el tiempo que parecía inmóvil, aunque me diera cuenta confusamente de que pasaba porque estaba creciendo. Mi memoria empieza con la ira. Evidentemente, no puedo decir qué edad tenía. Las otras ya eran adultas cuando parecía que me iba a llegar la pubertad. Solo tuve los primeros signos: me salió vello en las axilas y en el pubis, mis senos se hincharon un poquito y ahí se quedó todo. Nunca tuve la regla. Las mujeres me dijeron que era una suerte, que no tendría que bregar con la sangre ni tomar precauciones para no manchar el colchón, escaparía a la tarea fastidiosa de lavar todos los meses esos harapos que llevaban entre los muslos como podían, es decir, apretando los músculos, ya que no tenían nada para sujetarlos, y no sufriría los dolores de vientre tan frecuentes entre las jóvenes. Pero no las creía: casi todas tenían la menstruación, ¿cómo puede ser una ventaja no tener lo que tienen todas las demás? Tuve la sensación de que me engañaban.

En aquella época, no me hacía preguntas sobre las cosas, ni se me ocurrió preguntarme para qué servía la regla. Quizá fuera de naturaleza silenciosa; en todo caso, no me alentaban las respuestas que recibían mis escasas preguntas. En general, las mujeres suspiraban, apartaban la vista y me respondían «¿de qué te servirá saberlo?», lo que me hacía sentir que las molestaba o las entristecía. Como no tenía ni idea, no insistía. Hasta mucho tiempo después, Théa no me explicó lo que era la regla. También me dijo que ninguna de las mujeres tenía mucha instrucción, eran obreras, mecanógrafas o vendedoras, palabras que en mi cabeza nunca llegaron a adquirir un sentido preciso, y que no estaban mucho más informadas que yo. No obstante, hasta que lo supe, me pareció que me daban la información de mala gana. Lo viví como una ofensa. Théa me dijo que me equivocaba del todo y trató de explicarme las razones de que se comportaran así: volveré más adelante, si me acuerdo, pero en ese momento del que quiero hablar estaba furiosa, me sentía menospreciada, como si hubiera sido incapaz de comprender las respuestas a mis preguntas (que tampoco eran muy numerosas), y decidí no prestar atención a las mujeres.

Estaba todo el rato de mal humor, pero no lo sabía, porque no conocía los términos que designan los estados anímicos. Las mujeres iban y venían dedicándose a las escasas ocupaciones de la vida cotidiana y nunca me pedían que participase. Me acuclillaba y miraba todo lo que hubiera que ver. Cuando lo pienso, no era casi nada. Estaban sentadas y charlaban o bien, dos veces al día, preparaban la comida. Poco a poco, mi atención se centró en los guardias que recorrían constantemente el pasillo exterior. Siempre iban de tres en tres, separados por solo unos pasos, observándonos, y en general hacíamos como si ignorásemos su presencia, pero me estaba volviendo curiosa. Me di cuenta de que uno de ellos era diferente: más alto, más delgado y, tardé un poco en comprenderlo, más joven. Eso me interesó mucho. En sus periodos de buen humor, las mujeres hablaban de los hombres, del amor, se reían como locas y se burlaban de mí cuando les preguntaba qué tenía aquello de divertido. Recopilé todo lo que sabía: los besos en la boca, los abrazos, poner ojitos, roces con el pie, que no entendía en absoluto, y luego venía el séptimo cielo, pero como no había visto ningún cielo, ni el primero ni los otros, tampoco perdí mucho tiempo en ello. Y también las quejas sobre la brutalidad, me hace daño, no se preocupan de las mujeres, las preñan y se marchan diciendo «¿cómo puedo saber que es mío?». A veces declaraban que no habían perdido nada, otras veces se ponían a llorar. Yo estaba destinada a seguir siendo virgen. Un día, reuní todo mi valor para superar mi ira y pregunté a Dorothée, la menos desagradable de las viejas.
—¡Pobre pequeña!
Y, tras unos suspiros, llegó la respuesta habitual:
—¿Y para qué quieres saberlo, si nunca te pasará?
—Me serviría para saberlo —dije rabiosa, desvelando la razón de mi obstinación.
JACKELINE HARPMAN - "Yo que nunca supe de los hombres" - (1995)
Imágenes: Rosso Emerald Crimson