Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 21 de febrero de 2025

SÓLO TENÍA UNA VAGA IDEA DE LO QUE ERA UNA MUJER

 


La primera mujer. Su nombre era Diamantina. Su figura también. Diamantina Vicario. Aún sin poder ver sus piernas tras la oscura falda de merino o sus brazos bajo las mangas largas de la blusa de seda, Joaquín imaginó que su piel tenía el fulgor del sol. Al tocar zarzuelas o piezas de Chopin al piano, el contacto de las yemas de sus dedos y las teclas de marfil desprendía ráfagas de electricidad en el aire. Algo moderno. Su presencia lo conmovía. La ligereza de sus modales perfectos. Sus gafas de aro volado tras los cuales sus ojos cafés estaban alertas. La manera en que arqueaba las cejas en un pasaje especialmente difícil de ejecutar. Su concentración en sí misma. Su convicción. Joaquín no la esperaba. Apareció sin aviso y de igual manera desapareció. Las noches de verano y luego las de invierno se llenaron de su ausencia. Dentro, en una selva antes desconocida y todavía sin explorar, creció la nostalgia.

   Antes de verla, Joaquín sólo tenía una vaga idea de lo que era una mujer. Las únicas de las que había estado cerca eran su madre, la sirvienta de largas trenzas y una que otra prima rechoncha y fea. Pero ellas, más que mujeres, eran familiares: seres asexuados a los que lo unían la coincidencia o la fatalidad.



   La conoció en una de las pocas reuniones familiares a las que forzadamente asistía. La concurrencia era la misma. Algunos tíos que le preguntaron qué pensaba hacer ahora que había terminado sus estudios en la Escuela Preparatoria. Algunos médicos amigos de su padre acompañados de esposas e hijos. Algunos licenciados describiendo sus apuestas en el Jockey Club y planeando, al mismo tiempo, el futuro del país. Algunos inversionistas bebiendo limonada. Entre todos ellos, de espaldas a todos ellos, Diamantina tocaba el piano como si estuviera sola. No era una invitada más. La madre de Joaquín, siguiendo los consejos de una amiga cercana cuya hija recibía lecciones particulares de piano con ella, la había contratado para animar la reunión y, de paso, tranquilizar su conciencia con una buena obra de caridad. Apenas hubo terminado la última pieza Joaquín se le aproximó pero, dándose cuenta en el último minuto de que no tenía nada qué decirle, se detuvo. Fue demasiado tarde. Estaba exactamente frente a ella. Su sombra cubriéndolo por completo.

   —¿Cuánto tiempo has estado aquí? —la voz de la mujer no lo decepcionó.

   —Toda la vida.

CRISTINA RIVERA GARZA - "Nadie me verá llorar" - (1999)


Imágenes: Christine Ödlund

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