La pensión Avenida está regentada por una mujer que va camino de los ochenta años, a quien todo el mundo llama Feli, y por su hijo. Ofrecen buenos precios, limpieza y discreción. Se paga por adelantado e ignoran esa absurda norma, tan de moda en los hoteles modernos, de abandonar el establecimiento antes de las doce del mediodía. Los clientes se pueden quedar hasta la una, las dos o las tres. A Feli le da igual, siempre que se respeten las instalaciones y no armen escándalo. El edificio es antiguo, tal vez de los años treinta. Entrar en cualquiera de aquellas habitaciones es viajar en el tiempo. El papel de pared está lleno de marcas, algunas imperceptibles, que murmuran secretos de otras vidas. Los edredones tienen estampados que vuelven a estar de moda casi dos décadas después, y el suelo es de moqueta. No ofrecen cenas ni comidas. Tan solo desayunos. Zumo de naranja natural, café, tostadas con mantequilla casera y mermeladas de diferentes sabores, cruasanes, galletas, algo de fruta y cereales. Austero, pero suficiente. Aquello no es un hotel de cuatro estrellas. Es un modesto hostal donde las camas crujen y las cisternas pierden agua. Un negocio familiar en decadencia, con los días contados. Eso es algo que ni la madre ni el hijo se atreven a manifestar en voz alta, pero que ambos saben.
Cuando Feli se retire o muera, su hijo será incapaz de mantener el negocio. Gastará el dinero que gane en máquinas tragaperras, en el bingo o en el póquer. Acabará arruinado y sometido a la presión de algún prestamista con modales violentos. Si ahora eso no sucede, es porque ella le administra cada euro, después de tener que asumir varias deudas de juego e incluso recibir alguna amenaza directa. En una ocasión se presentaron dos hombres en el hostal. Ella recuerda cosas curiosas de aquel día. Como que un pájaro se había colado por la puerta minutos antes, revoloteando sin concierto por la recepción, en busca de una salida a la desesperada, llenando todo de plumas y excrementos. Murió al estrellarse contra el cristal de una ventana. Feli cogió el cadáver con las dos manos y no tuvo valor para tirarlo a la basura. Algo tan frágil, que respiraba hacía tan solo unos segundos, no podía terminar en una bolsa de plástico azul, entre desperdicios. Lo enterró en el jardín, debajo de un rododendro, otorgándole un poco de dignidad.
Recuerda también que estaba viendo un programa de asesinatos en la televisión y que de repente empezó a oler a cirio. De esto último no está completamente segura, quizás fue su mente la que construyó ese recuerdo. A veces le sucede eso, no consigue discernir la realidad de la ficción. Las señales sí que logra identificarlas, lleva haciéndolo toda su vida y sabe desde niña que el olor a cirio advierte de una desgracia, como el aroma a flores advierte de la muerte de un ser querido.
Aquellos hombres irrumpieron en el hostal y, por la manera en que le dieron los buenos días, supo de inmediato que algo no estaba yendo bien. Eran corpulentos y uno de ellos tenía la nariz torcida y una profunda cicatriz encima del ojo derecho. El más alto sacó una pistola y empezó a acariciarla como si tal cosa, inclinado sobre el mostrador de la recepción. Feli pensó que querían el dinero de la caja, no era la primera vez que atracaban el hostal, pero jamás a plena luz del día. Miró directamente a los ojos al tipo de la pistola y habló con el mismo tono que empleaba cuando se dirigía a un cliente que le solicitaba una rebaja en el precio de la habitación:
—En la caja solo tengo doscientos treinta y siete euros, así que es mejor que vayan a atracar a otro negocio más solvente.
No recuerda bien los detalles de la conversación, pero sí frases sueltas. Y hubo una que pronunció el hombre de la cicatriz que le resultó violenta hasta la náusea:
—Su hijo nos debe mucho dinero. Si no quiere que acabe bajo tierra, lamiendo las raíces de los crisantemos, consiga la pasta.
LEDICIA COSTAS - "Infamia" - (2019)
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