Cuando yo la conocí no estaba triste: estaba o enfadada o eufórica. Tres meses más tarde, un día, de repente, se puso triste. «Es que necesito mucha confianza para estar triste con alguien», se excusó. Al parecer, ni siquiera sabía estar triste estando sola, a menos que estuviera escribiendo o viendo Notting Hill. El día que aprendió a estar triste conmigo granizó en Madrid durante veinte minutos con una atrocidad que dejó el suelo del barrio de Malasaña completamente blanco. Pero eso no es metáfora de nada: justamente ella estaba aprendiendo a estar triste normal, triste como cuando llueve suave, y luego sale el sol, y luego llueve otro rato. El granizo solo le sirvió para resbalarse a la altura de San Vicente Ferrer y para gastarse seis con cuarenta y cinco en un paraguas del chino que se rompió diecisiete minutos más tarde. Me lo contó cuando llegó empapada a mi casa a recoger los tuppers.
Le di los tuppers que me cocinaba mi abuela y que yo recogía los domingos por la tarde. Iba a verla, echábamos una brisca, me daba café y bizcocho y luego también me daba tuppers. Pero yo llevaba ya un par de semanas afectado del estómago y le avisé a mi abuela: «Abuela, esta semana no necesito tuppers, estoy con gastroenteritis». Mi abuela reaccionó como reaccionan las abuelas cuando les dices que no te den de comer: preparó el doble de tuppers, los habituales y cuatro más llenos de arroz blanco. Me ofrecí a darle a Noelia los habituales porque había habido tres cosas que me dieron una tristeza tremenda cuando la conocí: el poco espacio que se daba para estar triste —acompañado de todo tipo de virguerías lingüísticas: «Estoy rara, pero bien», «Estoy descolocada, pero serena», «Estoy agotada, pero tranquila», ese pero que era incapaz de no decir—, lo sola que se sentía o que se había sentido —sus amigos, su familia, su antiguo novio, y sin embargo— y, definitivamente, su nevera. Era la única nevera que yo había conocido que daba más tristeza que la mía. La primera noche que fui al piso nuevo y me quedé a dormir supe que llevaba cuatro días cenando Choco Krispies.
Noe me decía una tarde de cada tres que ella ahora no podía tener novio, que estaba asimilando su ruptura. Yo le decía que lo entendía y la abrazaba intentando ser prudente, o la acariciaba intentando ser respetuoso, o la besaba intentando no invadir su espacio, o simplemente le decía: «Bueno, si estás mal, me llamas». No sabía entonces que Noe nunca llama cuando está mal, que nunca considera que esté lo suficientemente mal, que tú tienes que ser su mejor amigo y ella estar colgando de un puente bocabajo dentro de un coche que se estrelló contra la mediana, primero, y contra la barandilla, después, para que ella te llame o al menos te escriba diciendo que te necesita. Siempre barema si está lo suficientemente mal, y siempre decide que no, porque como es tan imaginativa y agónica siempre puede contemplar una situación peor. A veces le gustaría que sus dolores estuvieran recogidos, analizados, nombrados por la ciencia para poder llamar y decir: «Tengo cardinitis» o «parientolitis» o «algoitis», «cualquiercosaitis», y que fuera motivo suficiente. Por eso y por todas las argumentaciones que se dejó en su ruptura anterior le ha cogido alergia a hablar. Me lo dijo así un día saliendo de unos cines de ver una película nefasta que no nos dio ni para enrollarnos mientras: «Le he cogido alergia a hablar». Era cierto.
Cuando vislumbraba una conversación que implicaba una mínima exposición por su parte —exposición del tipo que fuera: argumental, visceral, emocional— se cerraba en banda, como alguien muy tímido que entrase en el salón y contemplase con estupor que le han hecho una fiesta sorpresa. Se ruborizaba, miraba al suelo, se daba media vuelta y se iba. Por eso se drogaba: le daba un trago a la cerveza, una calada a un porro, chupaba un cristalito como quien se pone un arnés y salta de un puente, sabiendo que su voluntad de ahí en adelante ya no importa.
MARTA JIMÉNEZ SERRANO - "No todo el mundo" - (2023)