Alguien dijo que el ser humano más seguro que hay sobre la faz de la tierra es aquel que a la caída de la tarde cabalga lentamente sobre un burro. Al alfarero Julio Collado, sin embargo, no le gustaba andar a esas horas por los caminos, pues les tenía mucho miedo a las alimañas y a los aparecidos; en realidad, más a estos que a aquellas. Ese día calculó mal el tiempo que le iba a llevar la vuelta a casa, y la oscuridad lo alcanzó cuando aún le faltaba más de una legua para llegar a su pueblo. De modo que no paraba de aguijonear a su asno para que fuera más raudo. Por desgracia, el animal iba muy cargado y bastaba que su amo lo pinchara para que él se resistiera todavía más a apresurarse. Y, cuanto más tozudo se ponía, más terco se volvía su dueño, que se negaba a dar su brazo a torcer. Al final, el hombre dejó de aguijarlo y optó por apearse y tirar de las riendas para ver si el rucio se mostraba algo menos renuente, pero ni por esas. Así que al pobre alcaller no le quedó más remedio que permitirle que marchara a su paso, lento y calmado, como si se recreara en ello.
A esas alturas, a pesar de que el cielo estaba completamente despejado y había salido la luna, la noche ya les había caído encima como un manto negro, por lo que Julio Collado cada vez estaba más inquieto. A lo lejos se oía ladrar a los perros, que a él le parecían lobos hambrientos, y cantar a los búhos, que se le antojaban espíritus de mal agüero, y cada sombra que se agitaba le recordaba a un fantasma. También creyó ver una luz intensa rasgar la oscuridad como un relámpago sin trueno. Estaba ya a tiro de piedra de las primeras casas del pueblo cuando descubrió un bulto negro a los pies de una encina, cerca del borde del sendero. Se aproximó a él con gran sigilo y observó que se trataba de un hombre con la espalda recostada contra el tronco del árbol, en una posición extraña. Al ver que no se movía, lo tocó con la punta de la aguijada para intentar reanimarlo, no fuera a ser que solo estuviese dormido. Pero nada.
—¿Está usted bien? —le preguntó con voz queda.
Como no respondía, se inclinó para comprobar si el corazón le latía. De repente creyó reconocerlo y dio un respingo. Al retirar la mano, advirtió que estaba manchada de sangre, y eso terminó de alarmarlo. Tras fijarse mejor, cayó en la cuenta de que el hombre estaba muerto y tenía todo el cuerpo lleno de heridas; lo habían apuñalado a conciencia y con saña. El alfarero, aterrado, salió corriendo en dirección al pueblo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y el burro se quedó atrás, olisqueando el cadáver, como si con ello quisiera decirle a su amo: «Cuanto más deprisa huyas de la muerte, más rápido te acercarás a ella».
LUIS GARCÍA JAMBRINA - "El primer caso de Unamuno" - (2024)