Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 12 de diciembre de 2025

MANTENER LAS ILUSIONES A RAYA

 



Fue el profesor Black quien me llamó para comunicarme que habías desaparecido. Sí, el famoso profesor del cual tú nos hablabas cuando aún nos escribías. Me contó que hacía tres semanas que no llegabas a hacer tus clases. Pensó que se trataba de uno de tus blues, esos que cada cierto tiempo te arrojaban a la cama y a las series policiales. Les preguntó por ti a tus amigos, a tus colegas y a los miembros de tu séquito, pero nadie te había visto. Por eso le pidió a uno de sus estudiantes que fuera a tu departamento. Después de tocar el timbre un buen rato, el chico habló con el conserje, a quien por suerte tú le habías dejado una llave. Raro en ti, aquel acto de confianza en el prójimo. Entraron, y un olor nauseabundo los golpeó. En la cocina encontraron una bolsa de basura destripada cuyo contenido yacía desparramado en el suelo. Pescado podrido, alimentos cuyos hongos habían hecho desaparecer su identidad, cajas de leche vacías, trozos de vidrio, facturas y otros papeles de índole incierta. Notaron que la ventana de la cocina estaba abierta, por lo que dedujeron que los destrozos debían ser obra de un gato. El resto de tu departamento tenía la pulcritud y el desamparo de un desalojo. No había ningún libro abierto, ni una taza de café sobre la mesa, ni una escobilla de dientes en el baño, ni una flor muerta en el florero de la sala. Los clósets y cajones estaban prácticamente vacíos. Limpiaron la cocina, sacaron la basura, y el estudiante llamó al profesor Black.



   Yo había visto hacía unos días una película en la que una concertista de piano retirada decide vivir dentro de una furgoneta maloliente aparcada en una calle de Londres por el resto de sus días. Te imaginé en la esquina de un andén del subway, acurrucada dentro de una caja de cartón, los ojos sucios, mientras el tumulto de las cinco de la tarde te atravesaba sin verte. Pero esa no eras tú. No, señora. Este debía ser otro de tus juegos, uno de esos con que divertías a tu corte. Y esta vez yo lo iba a jugar contigo. Desde el instante en que escuché al profesor Black, supe que saldría en tu busca.



   Llamé al editor cultural del periódico donde trabajaba y le dije que le enviaría la reseña de esa semana con unos días de retraso. Era una novela cuyo deprimido protagonista vagaba fumando y bebiendo en los bares de un pueblo perdido en un país sin nombre, intentando tirarse en su «desgracia» a cuanta mujer huérfana de amores encontrara. Me estaba sacando de quicio y ya había incubado los argumentos para destruirla. Juan, el editor cultural, me soltó una perorata que no recuerdo, porque mientras él hablaba yo ya estaba comprando el pasaje a Nueva York en mi computadora, al tiempo que hacía una anotación mental en mi libreta de tareas: Mantener las ilusiones a raya.

CARLA GUELFENBEIN -  "Mi vida robada" - (2024)


Imágenes: Hinke Schreuders

miércoles, 10 de diciembre de 2025

DIOS, Y SOLO DIOS, TENÍA EL PODER DE CREAR UN MUNDO



 Originario del sureste de Escocia, John Lorimer había viajado a América con su familia a la edad de once años. Habían montado una granja en una tierra sin colonizar, cuyo nombre Håkan no logró retener. El señor Lorimer quería que John se ordenara sacerdote, y le hacía recitar de memoria libros enteros de la Biblia y componer sermones biográficos, que profería ante los miembros de su familia cada domingo, antes del amanecer. Sin embargo, John, amante de la vida salvaje en todas sus formas, prefería las cuestiones terrenales a las celestiales. En un matorral cercano, el niño construyó una suerte de ciudad (fosos, baluartes, calles, establos) y la pobló de escarabajos, ranas y lagartos. Cada noche cubría la estructura amurallada y cada mañana la volvía a inspeccionar, tomando nota de qué criaturas habían desaparecido o perecido, de cuáles se habían trasladado de un compartimento a otro, de cuáles eran más temidas por las demás y de otros asuntos similares.



 Trabajó incansablemente en su ciudad de animales hasta que su padre, sospechoso de sus largas ausencias, lo siguió al matorral, derribó la estructura a patadas, pisoteó a sus habitantes y azotó a su hijo con una rama de un árbol cercano. Era —recordaba la rama claramente, y más adelante había aprendido su nombre— un abedul amarillo. Mientras le asestaba un latigazo tras otro, su padre le susurró que debía expiar su orgullo blasfemo; Dios, y solo Dios, tenía el poder de crear un mundo; cualquier intento de imitarlo suponía un arrogante insulto a Su labor. Pocos años después, John fue enviado a la universidad para estudiar teología, pero pronto la botánica y la zoología (disciplinas que al principio dejaron perplejo a Håkan) desplazaron a los estudios religiosos.



 No tardó mucho tiempo en viajar a Holanda para convertirse en alumno de uno de los principales botánicos de Europa, Carl Ludwig Blume; aquel nombre se quedaría grabado en la memoria de Håkan, pues le parecería graciosamente apropiado para su profesión
[1]. Una vez concluidos sus estudios, John regresó a América con la intención de clasificar especies del oeste que nunca antes habían sido descritas ni bautizadas. Pero, durante el transcurso de sus investigaciones, ideó una nueva teoría; y decía que, si su padre hubiera vivido para escucharla, no lo habría azotado con una rama de abedul, sino que directamente lo habría aplastado bajo una viga de roble. A lo largo de las siguientes semanas, en un sueco entrecortado, y con la ayuda de los especímenes de los tarros, de los nuevos animales que atrapaban por el camino y de las antiguas criaturas que hallaban cristalizadas en las rocas, Lorimer le explicó su teoría a su nuevo amigo, que casi siempre permanecía callado pero que claramente estaba desconcertado. Su propósito, decía el naturalista, era el de retroceder en el tiempo y revelar el origen del hombre.

[1] Debido a la similitud fonética del apellido Blume y la palabra sueca blomma: «flor»

HERNÁN DÍAZ - "A lo lejos" - (2017)


Imágenes: Mark Brooks

lunes, 8 de diciembre de 2025

INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ



Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

   ¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

JULIO CORTÁZAR - "Historias de cronopios y de famas" - (1962)


Imágenes: Mike Howat

sábado, 6 de diciembre de 2025

PREÁMBULO A LAS INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ

  


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

JULIO CORTÁZAR - "Historias de cronopios y de famas" - (1962)


Imágenes: Guido Zimmerman

jueves, 4 de diciembre de 2025

LUEGO FUE QUE ME MORÍ

 



Luego fue que me morí. No sé cómo. Yo estaba ahí, afuera de la casa, sentada en el camino, y se apagó todo. Después me levanté y vi el cuerpo mío ahí tirado en la tierra y a los hermanos míos zarandeándome pa que despertara y a mi mamá corriendo a buscar a don Diego, que era un paisa que curaba a la gente de por ahí, sobre todo de mordidas de mapaná. Y pensé que era un fantasma porque yo estaba pero no me veía, veía en cambio todo lo demás. Mientras me cargaban mis hermanos pa dentro de la casa, veía los colores de sus pasos en la tierra y el movimiento de la sangre en sus brazos y veía el viento como si fuera agua y el mar como si fuera el cielo por la noche lleno de cosas vivas. Todo estaba lleno de cosas vivas que yo sentía y reconocía. Y entramos a la pieza mis hermanos y yo detrás de ellos sin que me vieran y mi cuerpo sobre el catre de madera todo desmadejado, todo muerto y yo sin saber qué hacer, pa donde coger. Podía oír cómo el pelo les crecía en la cabeza y sentía el temblor de sus llantos como olas sobre mí.



 Vi a mi mamá volver con don Diego, que intentó todo lo que sabía, todo lo que se le ocurría, pero nada me despertó. Nada, porque yo estaba muerta, de verdad y para siempre. Entonces salí de la casa y caminé por el caserío para comprobar si era cierto que nadie me podía ver. Todo era tan distinto que alcancé a sentir que los poderes me calentaban las manos, que como el cuerpo mío ya no estaba, yo podía ser muchas otras cosas y meterme y salirme de lo que quisiera y ser palmera o babilla o pescao o cangrejo o arena o lodo o madero que flota en el agua o agua. Podía ser mi mamá y entrar en ella y verla por dentro y moverle los músculos, los ojos. Pasé en esas como cinco horas, entendiendo todo, como si la muerte me hubiera abierto los ojos a lo que hay de verdad en el mundo aunque no lo veamos porque no somos capaces. Pero luego comprendí que era una visita no más, que no me tocaba morirme después de todo, que me morí solamente un rato para aprender unos asuntos que me faltaban, pero que tenía que vivir otro tiempo. Y volví a la casa donde ya me estaban velando y mi mamá lloraba sobre mi cuerpo, que tenía puesto el mejor vestido, el del matrimonio de mi mamá, que ella guardaba en una caja con naftalina pa que no se lo comieran las polillas y la humedad y aun así tenía ya huequitos de los bichos.



  Y vi en el vestido el amor de mi mamá por mi papá, vi el pasado que había estado reposando en esa caja con naftalina tantos años, vi el nacimiento de todos mis hermanos como si el tiempo fuera una tela que se desdoblaba delante mío. Vi que todo lo que va a ser ya fue. Y que todo lo que ya fue está siendo siempre. Luego me acosté sobre el cuerpo mío, que se sentía duro y helado, y me acomodé muy bien, hasta quedar perfectamente metida dentro de mí misma, y después me moví toda por dentro, la sangre en las venas, las fibras de los músculos, las junturas de los huesos, moví cada órgano dándole un masaje, moví mis intestinos y los dedos de las manos y los pies y finalmente me pude despertar en la vida de los vivos y abrir los párpados para que los que me lloraban vieran mis ojos negros de nuevo y supieran que ya no había que llorar ni hacer velorio ni comprar un cajón.

LINA MARÍA PARRA OCHOA - "La mano que cura" - (2023)


Imágenes: Felicia Chiao

martes, 2 de diciembre de 2025

HERMOSA VIUDA: EL ESTADO



 ¿Los mejores años de la vida de Bassepin? ¡La guerra! Vender tan caro como podía lo que compraba lejos por cuatro perras. Llenarse los bolsillos, trabajar día y noche, endosar a los oficiales de intendencia lo necesario y lo superfluo, recuperar, en ocasiones, lo que había vendido a los regimientos que se marchaban para vendérselo a los que llegaban, y así sucesivamente. Un caso digno de estudio. El comercio hecho hombre.

   La posguerra tampoco fue demasiado ingrata con él. Enseguida se percató del frenesí municipal por honrar a los caídos. Amplió el negocio y vendió héroes de bronce y toneladas de gallos galos. Los alcaldes del Gran Este le arrancaban de las manos sus estáticos guerreros, bandera al viento y fusil en ristre, que Bassepin encargaba a un pintor tuberculoso «galardonado en numerosas exposiciones». Los tenía para todos los gustos y todos los bolsillos: veintitrés modelos en catálogo, con opción a pedestal de mármol y letras de oro, obeliscos, niños de cinc tendiendo coronas de flores a los vencedores y alegorías de Francia como joven diosa consoladora con los pechos al aire. Bassepin vendía memoria y recuerdo. Los ayuntamientos saldaban su deuda con los caídos de forma bien visible y duradera, con monumentos rodeados de tilos y gravilla, ante los cuales, cada 11 de noviembre, una ardorosa fanfarria tocaría los aires marciales de la victoria y los patéticos del dolor, mientras que de noche los perros callejeros se meaban por todas partes y las palomas añadían sus inmundas condecoraciones a las concedidas por los hombres.



   Bassepin tenía una enorme barriga en forma de pera, un gorro de piel de topo que no se quitaba ni a sol ni a sombra, un sempiterno palo de regaliz en la boca y los dientes muy negros. Cincuentón y solterón, no se le conocía ninguna aventura. El dinero que ganaba se lo guardaba; no se lo bebía ni se lo jugaba, y tampoco se lo gastaba en los burdeles de V. No tenía vicios. Ni lujos. Ni caprichos. Sólo la obsesión de comprar y vender, de amontonar el oro porque sí, por amontonarlo. Como ésos que llenan el granero de heno hasta el techo, cuando lo cierto es que no tienen animales. Pero, después de todo, estaba en su derecho. Murió de septicemia, en el treinta y uno, hecho un Creso. Es increíble que una heridilla de nada pueda complicarte la vida de ese modo, e incluso abreviarla. En su caso, fue un corte en un pie, apenas un arañazo. Cinco días después estaba tieso como la mojama y completamente azul, lívido de pies a cabeza. Parecía un salvaje africano cubierto de pintura, pero sin el pelo crespo ni la lanza. Y sin heredero. Sin nadie que derramara una lágrima por él. Y no es que la gente lo odiara, no. Ni mucho menos; pero un hombre al que sólo le interesaba el dinero y que jamás miraba a nadie no merecía que lo compadecieran. Había tenido todo lo que deseaba. No todo el mundo puede decir lo mismo. Quizá la razón de su vida fue ésa: venir al mundo para coleccionar monedas. En el fondo, es una idiotez como cualquier otra. Le fue de gran provecho. Tras su muerte, todo el dinero fue a parar al Estado. Hermosa viuda, el Estado: siempre está alegre y nunca guarda luto.

PHILIPPE CLAUDEL - "Almas grises" - (2003)


Imágenes: Gideon Kiefer

domingo, 30 de noviembre de 2025

DECIDIÓ QUE EL ASUNTO DEL PAPELEO PODÍA SIMPLIFICARSE MUCHO

 


A modo de advertencia, Beni me contó la historia del funcionario al que expedientaron por incumplir trámites. Aquel funcionario, al parecer, decidió que el asunto del papeleo podía simplificarse mucho. Le llegaban solicitudes de ayudas y no se paraba a comprobar que estuviera toda la documentación. Se comunicaba con los solicitantes por teléfono, en vez de por escrito, para asegurarse de esto o de aquello, pero ¿acaso son formas?, preguntó Beni. No, no lo eran, porque así no quedaba constancia de la gestión. El tipo expedientado consideraba que una fotocopia compulsada del libro de familia era cosa del siglo pasado, y no la pedía. Un certificado de empadronamiento, tampoco, y así se le colaban quienes no debían. Si todos los campos del formulario no se habían rellenado, no le preocupaba, él deducía lo que faltaba. La intención era buena, pero ¡ni que fuera Dios para otorgarse tanto poder! Despachaba los trámites en la mitad de tiempo que sus compañeros, incluso en menos tiempo. Pim, pam, pum, ayuda concedida. Las estadísticas saltaron, le preguntaron cómo podía ser aquello. Hubo una especie de investigación, incluso un interrogatorio —un requerimiento, lo llamó Beni—, se abrió plazo de alegaciones. El tipo era un activista, cosa que Beni aclaró que le parecía muy bien, pero no son maneras.

 


Alegó que actuaba por justicia social, las personas que esperaban las ayudas las necesitaban ya, si su modus operandi ocasionaba algún error —que se le concediera una ayuda a quien no la merecía— era de menor calibre que el error de no dársela a quien la requería con urgencia. ¿A ti cómo te suena ese argumento?, me preguntó Beni, ¿te parece razonable? Pero no me dio margen para responder, lo hizo ella por mí: te suena bien, claro. Pero piensa, ¿consideró aquel funcionario el agravio comparativo que causaba? Los solicitantes de otros distritos cuyas solicitudes llegaban a otros funcionarios de otros centros de trabajo, funcionarios que sí cumplían los pasos sin cuestionarlos, o cuestionándolos pero obedeciendo como es su deber, podían acusarle de trato desigual. Ante este argumento, el del agravio comparativo, el tipo tuvo que plegarse y acatar la sanción del expediente disciplinario. Te lo comento para que veas que todo es mucho más complejo de lo que parece, dijo Beni. Ella estaba a favor de la lucha contra los excesos burocráticos, pero tenía que ser una lucha colectiva, consensuada, aprobada por todas las partes implicadas, segura y bien diseñada. Una lucha burocrática, pensé yo.

SARA MESA - "Oposición" - (2025)


Imágenes: Léonore Chastagner

viernes, 28 de noviembre de 2025

EL AMOR ES UN CIRCUITO CERRADO

 


No es de extrañar que lo primero que atrajo mi interés —hasta el punto de no fijarme en casi nada más de aquellos papeles— fueran las cartas de sus amores pasados, más o menos relevantes, los retratos de carboncillo, las fotografías, las entradas de diario que detallaban las idas y venidas de aquellos cortejos. Las leí con tantísima atención que no podía ni mirarme al espejo al lavarme los dientes aquellas noches de lo zafia que era aquella invasión de su intimidad. Justifiqué mi comportamiento creyendo que la versión más interesante de una mujer surge cuando está embelesada, pero no es verdad. El amor es un circuito cerrado. Nada hace que una persona sea más incomprensible para el resto del mundo que el hecho de estar enamorada.

  Satisfecha e insatisfecha, pasé a las cosas que eran pertinentes para su obra y su impacto —páginas manuscritas, libretas, planos, los recuerdos de los años de Bowie, fotografías de rodaje de El juego del coma. X decía que odiaba la veneración que despertaban sus obras más populares; una queja frecuente: produce un par de canciones con una estrella del pop y te perseguirán toda la vida. Sin embargo, la ironía es que, si alguien hubiese estado al corriente de sus orígenes sureños, su cercanía con el mundo de la fama habría dejado de importar.

  Aclamada por lo que no correspondía; su constante e irresoluble queja.



  En la inauguración de su retrospectiva en el MoMA de 1994 estaba tan molesta con las felicitaciones —Si estáis asistiendo a mi funeral, ¿por qué me andáis felicitando?— que hizo que nos fuéramos pronto. Su ingratitud me avergonzaba. Había muchas personas del museo que habían trabajado un sinfín de horas en la instalación y en organizar la fiesta, ambas tan elegantes como respetuosas, pero sabía que era mejor callarme. Panda de imbéciles, farfullé, dándole la razón, mientras un taxi se nos llevaba de allí.

  A menudo me preguntaba cómo habían gestionado sus anteriores novias y esposas ese carácter que le salía cada dos por tres; si acaso habían ideado una estrategia viable para calmarla y desviar su foco de atención. En mis momentos de mayor desesperación, me imaginé buscándolas, quizá incluso llamando a su primera mujer, para pedirles consejo, cosa que, por supuesto, jamás hice. Cuando ya estaba investigando, me costó organizar entrevistas con cualquier persona con la que hubiera tenido alguna relación sentimental, por miedo a encontrar rastros de X en aquellos cuerpos; la manera en la que fumaban, ciertos giros a la hora de hablar, un gesto, una joya, una cicatriz.

  La persona con la que tenía más ganas de hablar —Connie Converse— llevaba tiempo muerta; lo único que había dejado eran sus canciones, acongojados lamentos que poco me dicen de ella, además de sus memorias, inconclusas, que no revelan mucho más. Parece que ella y X mantenían un forcejeo continuo, incierto; sin estar nunca seguras de si la otra era la cura o la causa de sus males.

CATHERINE LACEY - "Biografía de X" - (2023)


Imágenes: Helen Green

miércoles, 26 de noviembre de 2025

LA JUZGAN ESCASAMENTE POR EL ANCHO DE UNA MANO



Además en la elección de las esposas y de los maridos observan solemne y estrictamente una costumbre que nos pareció muy grotesca y extravagante. Pues una grave y respetable matrona enseña la mujer, sea doncella o viuda, desnuda al pretendiente. E igualmente un varón prudente y discreto exhibe al pretendiente desnudo ante la mujer. Y nosotros nos reíamos de esta costumbre y la desaprobábamos como ridícula. Pero ellos por otra parte se maravillan grandemente de la locura de otras naciones que cuando compran un potro donde está en juego un poco de dinero son tan escrupulosos y circunspectos que aunque esté casi completamente desguarnecido no lo comprarán a menos que se le quite la silla y todos los arreos no fuera que bajo estas cubiertas se escondiera alguna matadura o llaga, y sin embargo al escoger esposa que después será para ellos placer o desagrado durante toda la vida son tan negligentes que, como todo el resto del cuerpo de la mujer está cubierto de ropa, la juzgan escasamente por el ancho de una mano (pues no pueden ver más que su cara) y así la unen a ellos no sin gran riesgo de estar en desacuerdo si después ocurriera que algo en su cuerpo les molesta o desagrada.



  Pues no todos los hombres son tan sabios que tengan consideración para las cualidades morales del cónyuge. Y las prendas corporales hacen que las virtudes espirituales sean más estimadas y consideradas y eso incluso en los matrimonios de los hombres sabios. Verdaderamente puede esconderse tan repugnante deformidad bajo estos ropajes que puede alejar y apartar por completo de su esposa la mente del marido cuando no será legal que sus cuerpos se separen otra vez. Si tal deformidad se da por algún azar después que el matrimonio se haya consumado y llevado a cabo, bueno, no hay más remedio que la paciencia. Cada hombre ha de cargar con su suerte tal como viene. Pero estaría bien que se hiciera una ley por la cual todas estas decepciones pudieran ser esquivadas y evitadas de antemano.

TOMÁS MORO - "Utopía" - (1516. Ed. 2016)


Imágenes: Suzanne Jongmans

lunes, 24 de noviembre de 2025

EN SU VIDA, TODOS LOS DÍAS ERAN NAVIDAD



 Mi madre parecía aliviada cuando he llevado la conversación hacia el tema sobre el que ha girado toda su vida desde que tengo memoria: los niños. Sus alumnos del colegio, sus propias hijas y todos los niños del mundo. En su vida, todos los días eran Navidad, he afirmado, porque, cada vez que nacía una criatura, ella se lo tomaba como una nueva oportunidad para hacer del mundo un lugar mejor. De hecho, ella sostenía —cosa que ha admitido al mencionarlo yo— que tan solo con que aprovecháramos aquella oportunidad una y otra vez, siempre que se presentara, poco a poco iríamos percibiendo cambios en silencio, de forma gradual. Guerras, violencia, abusos de poder, corrupción, todo se vería reducido, y entonces podrían resolverse más fácilmente otros problemas como el hambre, la enfermedad, la pobreza y, en definitiva, cualquier cosa. Esa ha sido siempre su postura. Pienso que el motivo se halla en su propia infancia y su época escolar, y creo que habla realmente en serio cuando afirma que los niños a los que no se les hiere durante ese período contribuirán a construir un mundo mejor.



  Le he preguntado si veía realmente el mundo de ese modo, si la cosa era tan simple, y ella lo creía de veras. Simple, sí, ha dicho, pero no sencillo. Tampoco consistía en dejar que predominara un estado de naturaleza, ha insistido. No se trataba de eso. A los niños había que ayudarlos y guiarlos a lo largo de su camino.

  En ese punto la he interrumpido, pues ya conozco su opinión acerca de los ingredientes necesarios para la crianza y la etapa escolar de los niños. Cosas como que deben estudiar varios idiomas y cultivar un huerto, o las canciones y la música, y la idea de que hay que acompañarlos durante toda la niñez para que la superen indemnes e intactos, pero, a la vez, experimentados y curtidos. Siempre con sumo cuidado, como si fueran plantas, solía decir ella, pero, antes de que empezase a hablar, le he dicho que su argumentación me hacía pensar en una cierta mecánica, aunque una mecánica tierna, por supuesto, una especie de mecánica redentora, mediante la cual los niños salvarían el mundo. Una simple mecánica navideña, la he llamado ahora, a pesar de que sabía que no le agradaba que describiéramos su modo de pensar como una mecánica.

SOLVEJ BALLE - "El volumen del tiempo II" - (2025)


Imágenes: Phoebe Wahl & Andrea Love

sábado, 22 de noviembre de 2025

RÉPLICAS COMO CAÑONES

 




Soy ajeno a los problemas:

lo que leo no me afecta,

lo que veo no me afecta.

Ando elucubrando penas

de una región más íntima

Í - N - F – I - M – A

Despejada-mente mínima.

Aseada-mente límpida.



Limpia tu mente

y ábrela a la vista

de los demás.

Hermosas vistas

desde ese balcón soleado,

                          oreado,

                                             aseado,

a tu cerebro partido.



Abrido

Desabrido

De sabor ido

ESABORÍO:

que no te implicas

Aplicas,

Suplicas,

Replicas.



Réplicas como cañones.

Cañones fríos de miedo.

Tus manos se estremecen

como se estremece tu mente.




Pensamientos ajenos

a nuestra voluntad:

nuestra santa voluntad

así en la Tierra

como en el Cielo.



FORNICAD.

Tenéis que fornicar

para crecer,

multiplicaos

y después

restar

y dividíos.



Si os dividís

por cero

da infinito.

Pero ahí está

la dificultad.

El requisito

exquisito

para alcanzar

la eternidad.

25/04/08


Imágenes: YoAz

jueves, 20 de noviembre de 2025

¿CÓMO SE OLVIDAN LAS MALETAS MIENTRAS UNO HACE LAS MALETAS?



La primera imagen no son las palmeras de Key Biscayne, ni la arena blanca ni las papayas, sino el trayecto tortuoso hacia la isla: nuestras bolsas abarrotadas de libros y zapatos. A la mujer tras el mostrador, en el aeropuerto de Boston, no le cabía en la cabeza:

     —Esto no es equipaje. Esto son bolsas, señor. Bolsas de basura.

     —Es usted una magnífica observadora, señorita, pero déjeme que le explique: olvidamos nuestras maletas y tuvimos que meter en bolsas de basura todas las cosas. Hubo que improvisar. ¿No está mal el apaño, eh?

     En la cara de la mujer se trazaba una pregunta: ¿cómo se olvidan las maletas mientras uno hace las maletas? Una paradoja filosófica, sin duda, digna de las clases que mi padre impartió durante aquel primer trimestre: Philosophical Paradoxes II. La mujer tras el mostrador no sabía —no tenía por qué saberlo— que, más allá de sus clases, esas paradojas también poblaban la vida de mi padre y, por supuesto, las nuestras, mientras estas estuvieran ligadas a la suya.

     La mujer apretó un ojo, solo uno, respondiendo a alguna conexión neuronal: aunque aquel hombre le resultase incomprensible, entendió, de pronto, que unos hijos tan jóvenes no iban a cuestionar lo cuestionable. Que nosotros, fieles al hombre paradójico, éramos tres contra una y teníamos la firme intención de embarcar. Quedó muda, incapaz de reacción, y mi padre aprovechó su silencio para llenar el tiempo —para ganar tiempo— con palabras:

     —Por eso lo metimos todo en estas bolsas… —repitió sonriente, apenas mirándola.

     Con él siempre vivimos así: con su objetivo en mente, absurdo o no, loable o no, sin consideración por las reglas que el resto de los mortales debía interiorizar. ¿Viajar con maletas normales: por qué? Nosotros podíamos ser vagabundos si a él le apetecía, príncipes al día siguiente, nómadas otra vez, condes al despertar.

XITA RUBERT - "Los hechos de Key Biscayne" - (2024)


Imágenes: Graham Franciose

lunes, 17 de noviembre de 2025

QUÉ ASCO ME DAN LOS PALETOS DE OKLAHOMA



 La pelea empezó en una taberna llamada All Star, en las afueras de Sacramento, cuando un joven llamado James Sutter se inclinó sobre la barra y dijo, así como quien no quiere la cosa, como si no estuviese hablando con nadie en concreto:

   —Joder, qué asco me dan los paletos de Oklahoma.

   Y, a modo de respuesta, un joven llamado Frankie Bergara se acercó el puño a la barbilla y apuntó en dirección a la puerta con la cabeza, un gesto que decía: «¡Sal fuera!». Sutter, por su parte, levantó el puño y se rozó la barbilla con un nudillo. (A las chicas les encantaba la barbilla de Sutter, cuadrada y con un hoyuelo en el centro. De eso no había duda. Les encantaba la autoridad de sus movimientos, su forma de irrumpir en la taberna con esas botas tan caras. Admiraban su soltura, el modo en que sus atavíos de vaquero, hechos a medida, descansaban sobre sus fuertes hombros). Bergara era bajito y fortachón, tenía hombros robustos y redondeados, una pelambrera rizada, y el rostro ancho y curtido por el sol. Cojeaba un pelín, como si las piernas se le arquearan alrededor de una silla de montar imaginaria. Sus pesados brazos se mecían a sus anchas a ambos lados del cuerpo mientras se dirigía a la parte de atrás entre olores a serrín y pastillas desinfectantes para urinarios.



  Tras abrir la puerta trasera de una patada —consciente de las botas baratas de imitación que había heredado de su hermano mayor—, y salir al aire cálido de fuera, tomó conciencia también de otra herencia, más profunda, que se remontaba a las incontables peleas que había tenido con Cal, en el granero, hasta que a los dos les daba la risa y entonces su hermano lo soltaba, se ponía de pie y le daba algunos consejos técnicos sobre el combate cuerpo a cuerpo, y al final siempre decía:

   —Que no se te olvide, chaval. Si ves que no puedes con tu adversario limpiamente, tienes que pillarlo a traición o como sea, porque perder no vale de nada, hay que ganar siempre.

   Entretanto, Sutter salió por la puerta principal —y varios espectadores con él, la mayoría amigos— andando con aire chulesco, impaciente. La persona que le había enseñado a pelear había sido el encargado de mantenimiento de la familia, Rodney, un tirillas que iba siempre vestido con monos y que a la primera de cambio soltaba la llave inglesa, el rastrillo o la brocha y se ponía a darle consejos:

   —Baja el hombro, redondea la espalda y lanza el puño; vuelve lo más rápido que puedas, concentra el peso en el arco del pie. Siempre que seas consciente de tus pies (incluso si no eres consciente de que eres consciente), siempre que los tengas en mente, ganarás.



   Rodney, que iba de aquí para allá arreglando cosas por la casa, podando setos, taciturno y silencioso, había peleado en el torneo Golden Gloves de Chicago antes de mudarse al oeste. Cuando hablaba de peleas, sus palabras adquirían una cualidad profética. Durante los escasos segundos que necesitó Sutter para ir a la parte de atrás del edificio, donde Bergara lo estaba esperando, solo, bajo la luz de una única farola, rotando los hombros, durante esos escasos segundos tuvo la certera sensación de que llamar a Bergara «paleto de Oklahoma» había sido una broma de mal gusto. La familia de Sutter tenía raíces en Oklahoma. Su bisabuelo era originario de Tulsa. Pero esta verdad —así lo sintió mientras hacía rotar sus propios hombros— había sido enterrada bajo una reciente racha de buena suerte. Se había propuesto seguir los pasos de su padre e ir a Yale en otoño. De todas formas, Bergara era más bien vasco, o algo así, una mezcla de sangres que le hacía tener el pelo rizado, los hombros anchos y un pecho macizo.

DAVID MEANS - "Instrucciones para un funeral" - (2019)


Imágenes: Carlos Javier Ortiz

sábado, 15 de noviembre de 2025

EL MAR HA VENIDO A NORA Y LE HA PUESTO DENTRO UN BEBÉ

 



A la luz gris de la cocina, el tío me pone una mano en la cabeza.

   —No estés triste por Dinah —me dice—. Eso es ya pasado.

   Alice se ríe de algo que le ha dicho Nora entre dientes con su voz profunda. Son vocales extrañas que vienen de lejos. Tienen las mejillas sonrojadas. Cuando el tío las mira se ponen serias, la luz les parpadea en los ojos oscuros. Él les dedica una sonrisa. En los últimos meses, Nora ha engordado mucho. El estómago le sobresale como una roca. A veces se lo sujeta como si le gustara o como si le doliera. El mar ha venido a Nora y le ha puesto dentro un bebé.

   Bajamos la vista y nos cogemos de la mano.

   —A Él damos las gracias —dice el tío—. Que pronto se enrosque en torno al mundo.

   Nora sirve gachas y miel. Cinco bocados. Comemos como las serpientes, poco y rara vez. El hambre nos acerca a Él.

   Cuando el tío se acaba las gachas, Nora le trae panceta y champiñones. Su aroma impregna el aire, denso y salado, y se me hace la boca agua. Me pregunto si la carne sabe como huele, a consuelo y dolor a la vez.



   Alice y Nora están hablando del circo. Han oído hablar de él en el mercado. El circo de Orde llega a Loyal algunos años, de paso hacia el sur, hacia Inglaterra. Acampan al pie de Ardentinny.

   —Un quiromántico —dice Nora—. ¡Una mujer barbuda! ¡Una adivina!

   —¿Qué es una adivina? —pregunto. Me gusta la palabra—. Adivina, adivina, adivina.

   —Para ya —me dice Nora—. Es una persona impura que finge tener el poder del ojo y lo vende por dinero.

   —Eres muy joven y no recuerdas la última vez que pasaron por Loyal —dice Alice—. Tienen elefantes, pobrecitos, y les ponen abrigos como a esos perritos bobos de las viejas de Edimburgo…

   Nora le lanza una mirada de advertencia y Alice se pone roja y se tapa la mano con la boca.

   —Perdóname —dice al tío.

   —¿Cómo son de grandes los elefantes, tío? —me apresuro a preguntar—. ¿Son así de grandes? —Abro los brazos para hacerlo reír.

   —Mucho más grandes —responde con una sonrisa—. Venga, a vuestras tareas.



   Por supuesto, yo ya sé que el Loxodonta africana tiene una alzada de cinco metros, y el Elephas maximux, de tres metros.

   Hoy toca alimentar a Hércules. Hércules es labor para el tío, igual que los pollos lo son para mí, las ovejas para Abel, y Almiar, el poni, para Dinah, igual que Alice nos cura cuando nos caemos y Nora se encarga de las abejas. El tanque de Hércules está junto a la cocina. Cuando hace calor, el tío lo lleva al sol durante el día.

   El tío tiene en la mano una rana grande, brillante. Se le mueve la garganta. La deja caer en el tanque de Hércules y cierra la tapa.

   La rana mira a su alrededor y da un salto con sus patas fuertes. Hércules se desenrosca, se proyecta hacia delante. Atrapa a la rana en el aire entre sus mandíbulas. La rana sigue pateando. Hércules se disloca la mandíbula inferior y engulle a la rana. Me mira con los ojos rojos.

   «Cuando llegue mi día, estaré preparada», le prometo en silencio.

CATRIONA WARD - "La pequeña Eve" - (2018)


Imágenes: Sipho Mabona