Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 29 de noviembre de 2024

TODO ME ABURRE


Recibí un mensaje de Saya por Line en el que me anunciaba que tenía novio. Le pregunté cómo era, pero ella se limitó a responderme: «Es médico».

   Yo le había preguntado por él como persona, pero ella había eludido referirse a su forma de ser o a su aspecto físico para mencionar directamente su profesión, aunque médicos debe de haber de muchos tipos.

   No obstante, seguramente Saya me lo había dicho para que yo entendiera qué clase de persona era, como si la profesión describiera el carácter de uno. A decir verdad, al comentarme que era médico, en cierta medida me imaginé cómo sería según la imagen estereotipada y subjetiva que yo misma me había creado de su profesión.

   Me pregunté qué personalidad debía de proyectar mi trabajo a ojos de los demás. ¿Qué debía de decir de mí a las personas que no me conocen?

   En el fondo de pantalla azul celeste de mi teléfono, la conversación sobre ese nuevo novio que había conocido en una cita múltiple de solteros fue avanzando poco a poco.

   Saya era del mismo pueblo que yo. Éramos amigas desde el instituto y, aunque al terminar yo me fuera a Tokio a estudiar un grado de formación profesional y después me quedara a trabajar allí, ella todavía seguía contactando conmigo de vez en cuando.

   «¿Cómo va todo últimamente, Tomoka?»

   Tras leer ese mensaje, mis dedos se detuvieron unos instantes. No tenía novedades. Empecé a escribir «Todo» y el sistema de redacción automática me sugirió un «Todo bien», así que eso fue lo que le mandé, pero en realidad lo que quería responderle era un «Todo me aburre».

MICHIKO AOYAMA - "La biblioteca de los nuevos comienzos" - (2020)


Imágenes: Miyabi Matsuyama

miércoles, 27 de noviembre de 2024

LOS MOMENTOS DE ESTREMECIMIENTO QUE A VECES TOCA VIVIR


Más o menos entonces vos te asomaste a la terraza y dijiste que ya tendríamos que estar vestidos y listos para salir. Yo sentí tu perfume. Un rato antes, ya te dije, te había visto pasar del baño al dormitorio, casi vestida, y dejame decir esto: toda mujer maquillada para salir pero en ropa interior, con los zapatos ya elegidos y puestos pero aún deliberando frente al ropero acerca del resto de su vestuario, es no sólo ella sino otra también. Y hasta otras: un montón de variantes, eligiendo cada una lo que se va a poner. Me gustó pensar en ese momento que, después, en las fiestas en que estuviésemos, todas ellas estarían ahí también, secretamente, dentro de tu cuerpo. Vos sabés cuánto me gustaba hacer películas en mi cabeza. Era para entrenarme, para el día en que hiciera películas por fin. Porque algún día, ¿te acordás?, yo iba a hacer películas.

   Entonces volví a oír en mi cabeza aquella canción que era nuestra: El futuro llegó hace rato. Y pensé: un carajo llegó. Ya era de noche. Un vientito movía el aire caliente, invisible, en la penumbra que me rodeaba, pero tu perfume no se terminaba de ir. En este mundo vivo, pensé entonces. Que se lleven todo lo demás, pero esto no es negociable.



   Estaba decidido: iba a aprender italiano. Y al año siguiente, cuando volviera a ese departamento para despedir el año, hiciera o no películas, sería por fin un miembro cabal de esa cofradía: el más flamante de esos veteranos, hasta que se sumara uno más joven que yo. Sería el mismo, pero levemente distinto. Porque te llevaría a vos, y porque por fin me habría convertido en uno de esos hombres de bien que saben resistir sin delatarse los momentos de estremecimiento que a veces toca vivir. Y, de la mano de mis venerables amigos, estaríamos a salvo, vos y yo, de ese mundo que, vertiginoso y parodiándose un poco a sí mismo, cambia de dígitos y costumbres, como si fuesen diferentes números coreográficos en uno de esos musicales pretenciosos que a vos tanto te gustaban y a mí tanto me gustaba detestar.

JUAN FORN - "Puras mentiras" - (2001)


Imágenes: Portia Munson

domingo, 24 de noviembre de 2024

A LOS HUMANOS NOS INQUIETA CÓMO SE MUEVEN LOS PÁJAROS


Hace poco que se conocen —semanas, unos meses— pero han alquilado un coche y dicen que se van a la costa. Parece fácil. Autopista, la pausa en las garitas de peaje naranjísimas —el tiempo justo para meter la lengua entre los labios del otro y arrancar de nuevo—, carreteras, la llanura de un verde despampanante, el azul escaso y lastimoso que se vislumbrará entre los grises del muestrario de nubes. Es invierno y la luz es más blanca.

   Al final del trayecto, una casa o una masía, quizá un desván reformado, las paredes serán de piedra, eso seguro, y en su interior, una chimenea negruzca los esperará con ganas de quemar las naves. Ella, que es química, sabe que una acumulación excesiva de hollín puede provocar un incendio.

   Pero todavía están en un túnel, el más largo del cinturón de la circunvalación. Hay tráfico. Es el último día del año y todo el mundo, liberado durante tres o cuatro días del yugo del trabajo, se apresura a huir de la ciudad, de la misma manera que los perros se desfogan correteando por el prado los diez minutos que su amo los deja sueltos.

   La procesión de vehículos se detiene en seco. Al fondo palpita una sirena azul que mancha las paredes sucias del túnel. Un accidente, una avería, un pelotón de policías trastornados que bloquean las salidas de la ciudad. Bocinas e impaciencias.



   Y un petirrojo se posa en el capó. Los mira con ojillos como balines a través del parabrisas, haciendo micromovimientos con la cabeza, torciéndola ligeramente, como nosotros delante de un cuadro que no sabemos descifrar. No debe de pesar ni veinte gramos. Medio croissant. O menos. Un halcón se lo zamparía de un bocado. Quizá se ha metido en el túnel huyendo de un halcón. O quizá sea un petirrojo intrépido que se ha hartado del tedio de la vida silvestre. Da unos saltitos hacia el cristal para verlos mejor. Quizá, además, sea miope.

   Los dos especímenes de ciudad lo contemplan maravillados. A los humanos nos inquieta cómo se mueven los pájaros, a sobresaltos, sin fluidez, como si les faltaran fotogramas. O como si les sobraran. Pero ellos dos, intoxicados con el suflé del amor, interpretan la visita animal como un buen augurio para el año que estrenarán mañana y para su historia recién comenzada. Ella le pone la mano en la rodilla:

   —¿Abrimos la ventanilla, a ver si entra?

   —¿Cómo quieres que…?, —pero pulsa el botón.

   Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.

   El petirrojo alza el vuelo.

   —¡Oh!, —exclaman al unísono.

   Lo siguen con la mirada, va derecho hacia la pared; justo antes de estrellarse, vira y se dirige hacia la de enfrente. Pádel aviar. Los extractores tubulares del techo rugen, las paletas giran y giran. Turbinas que aspiran el aire viciado del túnel; el aire y todo lo que se les ponga por delante. Ay, si el petirrojo… Chac-chac-chac, albóndigas de pájaro miope. Y si no son las turbinas, se lo cargará el dióxido de nitrógeno.

   —Pobrecillo, no sabe cómo salir de aquí —dice él.

   —Si ha sabido entrar, sabrá salir.

   —Mmm… No sé, de pequeño me perdí en el Museo de la Ciencia y no habría encontrado la salida aunque me hubiera ido la vida en ello.

   —Ajá —dice ella mientras continúa acariciándole la rodilla en círculos, una bola adivina hecha de carne en vez de cristal; la cola no avanza—. ¿Y cómo es que te perdiste?



   —Fuimos a una exposición. Dinosaurios. Yo alucinaba, claro: fémures de dos metros, mandíbulas de Rex, y mis padres bastante tenían ya con controlar a las gemelas.

   —¿Son más pequeñas que tú?

   —Sí, y eran tremendas. Cuando me di cuenta de que no veía a mis padres, me quedé clavado donde estaba. Mi madre siempre me decía: «Si un día te pierdes, no te muevas del sitio». Como si supiera que me perdería. Pensé que tal vez era una de las pruebas. De pequeño creía que el mundo era una pantomima que habían montado solo para mí, para ponerme a prueba, ¿sabes?, que un ser superior me observaba y que si lo hacía todo bien me dejarían pasar de pantalla.

   —Delirios narcisistas desde la infancia. Interesante —dice con tono de diagnóstico, fingiendo que toma nota en la palma de la mano con un bolígrafo invisible. Le planta un beso sonoro, muac—. Tengo que decirte una cosa —añade, muy seria.

   Él se pone tenso:

   —¿Qué? Dime.

   —Yo también soy una prueba. Me ha enviado Dios para ver qué pasa si me haces el amor a todas horas.

   —Qué boba. —Y se ríen—. El caso es que no me moví ni un milímetro. Estaba delante de un panel con textos y aves dibujadas, y una de las frases se me quedó grabada, debí de leerla cien veces mientras esperaba a que me encontraran: «Actualmente, hay unas 10 000 especies vivientes de dinosaurios, conocidas como pájaros». Al otro lado de la pared de cristal pasaban volando las palomas, y a la izquierda tenía los dientes de una mandíbula terrorífica, y me vinieron a la mente las gaviotas que veíamos en verano, con esa mancha roja que tienen en el pico, como de sangre, gaviotas carnívoras. Gaviosauros. Me cagué de miedo y justo cuando mi madre me…

   —¡Mira, por fin, ya tiramos!, —exclama ella mientras pone primera y arranca—. ¿Y el petirrojo?

   Los dos lo buscan.



   —Tú concéntrate en el carril, no vayamos a estamparnos contra el de delante.

   Al cabo de unos metros:

   —¡Ahí!

   El petirrojo continúa revoloteando de un lado a otro.

   Adelantan a una ambulancia fosforescente mientras el personal sanitario cierra el portón trasero. A su lado, el camión de bomberos y un Clio carbonizado.

   —¿Crees que hoy nevará?

   —Bah, seguro que no, siempre que lo dicen acaba siendo un chasco. Pero estaría bien, ¿eh? Que nevase y nosotros achicharrándonos delante de la chimenea.

   —Pon la radio, a ver qué dicen.

   Y sin darse cuenta, esperando la previsión meteorológica, entre noticias políticas y otras aberraciones, ya han llegado a la autopista. Se deslizan por la aorta del país; coches circulando como glóbulos rojos, nudos viarios que ni invocando a la Trinidad son capaces de evitar las embolias diarias, la válvula mitral de los peajes. El sistema cardiovascular de una civilización anémica.

   Sobre sus cabezas, una bandada de pequeños dinosaurios huye hacia climas más templados. No vaya a ser que los sorprenda la nevada. ¿A qué temperatura se congela un animal?, se pregunta él. Una bolsa de aire ártico empujada por vientos huracanados podría irrumpir de repente y hacer bajar en picado las temperaturas, provocar un descenso de diez o quince grados en cuestión de minutos. Un montón de dinosaurios congelados caerían del cielo. Como pollos asados, pero al revés. Señales apocalípticas.

CARLOTA GURT - "Biografía del fuego" - (2023)


Imágenes: Barbara Schelling

jueves, 21 de noviembre de 2024

YA SABÍAMOS QUE LA IBAN A DERRIBAR


La mañana en que pusimos un pie por primera vez en aquella casa ya sabíamos que la iban a derribar. Era solo cuestión de unos pocos meses, un año, a lo sumo: el tiempo que tardara el propietario en gestionar los permisos y reunir el dinero necesario para construir varios apartamentos en el terreno en el que se levantaba aquella vivienda, abandonada tantos años atrás. Que aquel lugar terminara siendo una parte importante de mi vida, casi una extensión de mi cuerpo, es algo cuya responsabilidad solo puedo atribuirme a mí mismo. Porque fui yo, sin que nadie me obligara, el que le entregué a la casa una parte sustancial de lo que soy: mis manos.



   Allí trabajé de principio a fin, en los días cálidos de verano y en los húmedos del otoño. La mayor parte de las veces, sin saber bien cómo hacer lo que me proponía. Junto con Juanlu derribé el tabique de la cocina, tapé innumerables grietas y cerré el paso al agua que se filtraba desde la azotea. Y cuando las goteras mancharon de nuevo los techos, volvimos a repararlas. Juntos despejamos de hierbas el corral pequeño y en su lugar creció un montón de chatarra. En ese corral improvisaríamos más tarde una especie de tenderete para que Beleña, la única burra que había en la casa por entonces, se protegiera de la lluvia. Y después, en el mismo lugar en el que estuvo el tenderete, yo construí una escalera con los restos de un andamio para que las niñas pudieran subir al gallinero, que también nosotros levantaríamos. Y recondujimos la parra del patio delantero, que llevaba tantos años desatendida que había arrancado de la pared los alambres con los que la habían guiado los primeros moradores. Un tiempo después aprovecharíamos una vieja pérgola de hierro para extender la sombra de la parra, como una visera, sobre la puerta de acceso a la vivienda. Y todavía más tarde, a punto ya de marcharnos para siempre, reemplazaríamos esa estructura por un emparrado nuevo.


   Visto ahora que el tiempo ha pasado, quizá fue esa primera mejora del emparrado la que marcó el punto de inflexión a partir del cual la casa empezó a importarnos. Porque ni aquella mañana en que llegamos, ni tampoco en los meses siguientes, la casa nos importó demasiado. Era tal su deterioro que parecía imposible que llegáramos a sentirnos cómodos allí. Saber, además, que pronto sería derribada no ayudaba a que nos comprometiéramos con ella. ¿Qué pasó, entonces? ¿Qué nos llevó a trabajar tanto por algo que sabíamos que terminaría más pronto que tarde? ¿Por qué no reservamos la esperanza y las fuerzas para objetivos más plausibles? De todas las preguntas que la casa me ha formulado en este tiempo esta última es, sin duda, la pregunta crucial.

JESÚS CARRASCO - "Elogio de las manos" - (2024)


Imágenes: Heather Benning

martes, 19 de noviembre de 2024

LOS JÓVENES NO TEMEN A LA MUERTE


Fui joven en una época en que el futuro parecía también joven y nuevo, no una mera prolongación de años tristes que se arrastraban y olían a polvo y encierro. Mis contemporáneos y yo estábamos convencidos de que nuestras vidas serían mejores, más prósperas, más libres que las de nuestros padres, de quienes renegábamos, de los que nos avergonzábamos, como si fuera su culpa haber crecido y vivido bajo la dictadura.

   Los jóvenes no temen a la muerte, o no les preocupa, la saben lejana, es algo que llegará, sin duda, pero no les acaecerá a ellos, sino a los seres incoloros y dóciles en que se habrán transformado por el paso del tiempo, tan similares a esos padres que les repugnan; los jóvenes, si tienen miedo a algo, es a dejar de serlo, a convertirse en adultos con ataduras, rutinas, responsabilidades, de ahí proviene la urgencia y el ahínco y la pasión que ponen en ser jóvenes, en dedicarse a eso, a disfrutar y alargar cuanto puedan las prerrogativas de una edad llena de posibilidades y nuevas experiencias y casi, casi, sin obligaciones. O al menos así viví yo mi juventud, así la vivió mi generación.



 Queríamos divertirnos, queríamos ser modernos (por contraposición a nuestros padres, esos hijos de Franco, a quienes llamábamos «viejos»), queríamos probarlo todo, ¡queríamos ser europeos!, y no, no teníamos ningún miedo a la muerte, nos daba la impresión de que nuestra juventud nos hacía invulnerables, pero la vida nos sorprendió alternando los funerales de nuestros amigos con los de nuestros abuelos.

   Cuál sea el sentido de la vida, si es que lo tiene, y si hay que buscarlo en la trascendencia o en un ser superior, es asunto que vienen dilucidando desde hace milenios filósofos y teólogos y hasta los poetas; el común de los mortales está demasiado ocupado en los afanes del quehacer diario: trabajar, comer, dormir, criar a los hijos, pagar las deudas, y no tiene tiempo ni ganas de reflexionar sobre ello. El sentido de la vida, dirán, es sobrevivir. ¿Para qué?, preguntan los filósofos y los teólogos y los poetas. Pero la pregunta queda sin respuesta.

   Un adolescente —o una adolescente, hablo por mí, de cuando lo era— no alberga duda: el sentido de la vida es el amor, el Amor con mayúsculas, y está bien que sea así; si esa adolescente intuyera o adivinara que al hacerse adulta lo que le impedirá dormir por las noches no serán zozobras del corazón, sino apuros de dinero o inquietudes del trabajo, quizá perdiera el deseo o el interés en seguir viviendo.

CLARA USÓN - "El asesino tímido" - (2018)


Imágenes: Clementine Keith-Roach

domingo, 17 de noviembre de 2024

LOS PAPALAGI


Los Papalagi viven como los crustáceos, en sus casas de hormigón. Viven entre las piedras, del mismo modo que un ciempiés; viven dentro de las grietas de la lava. Hay piedras sobre él, alrededor de él y bajo él. Su cabaña parece una canasta de piedra. Una canasta con agujeros y dividida en cubículos.

   Sólo por un punto puedes entrar y abandonar estas moradas. Los Papalagi llaman a este punto la entrada cuando se usa para entrar en la cabaña y la salida cuando se deja, aunque es el mismo y único punto. Atada a este punto hay un ala de madera enorme que uno debe empujar fuertemente hacia un lado para poder entrar. Pero esto es sólo el principio; muchas alas de madera tienen que ser empujadas antes de encontrar la que verdaderamente da al interior de la choza.

   En la mayoría de estas cabañas vive más gente que en un poblado entero de Samoa. Por consiguiente, cuando devuelves a alguien la visita, debes saber el nombre exacto de la familia que quieres ver, ya que cada familia tiene su parte propia en la canasta de piedra para vivir: la superior o la inferior, la central o la de la derecha, la izquierda o la de enfrente. A menudo, un aiga no sabe nada de la otra familia, aunque sólo estén separadas por una pared de piedra y no por Manono, Apolina o Savaii [1].


   Generalmente, apenas conocen los nombres de los otros y cuando se encuentran en el agujero por el que pasan furtivamente, se saludan con un corto movimiento de la cabeza o gruñen como insectos hostiles, como si estuvieran enfadados por vivir tan cerca.

   Cuando un familia vive en la parte más alta de todo, justo debajo del tejado de la choza, el que quiera visitarlos debe escalar muchas ramas que conducen arriba, en círculo o en zig-zag, hasta que se llega a un sitio donde el nombre de la familia está escrito en la pared. Entonces, ve delante de sus ojos una elegante imitación de una glándula pectoral femenina, que cuando la aprieta emite un grito que llama a la familia. La familia mira por un pequeño atisbadero para ver si es un enemigo el que ha tocado la glándula; en ese caso, no abrirá. Pero si ve a un amigo, desata el ala de madera y abre de un tirón. Así el invitado puede entrar en la verdadera cabaña a través de la abertura.


   Incluso esta cabaña está dividida por paredes de piedra en pequeños cubículos. Para pasar de una parte a otra, entras en cubículos cada vez más pequeños. Cada cubículo, llamado habitación por los Papalagi, tiene un agujero en la pared, y los mayores a veces tienen dos o tres para dejar pasar la luz. Estos agujeros están tapados con una pieza de vidrio que puede ser movida cuando ha de entrar aire fresco en la habitación, lo cual es muy necesario. Hay también muchos cubículos sin agujeros para la luz y el aire.

   La gente como nosotros se sofocaría rápidamente en canastas como éstas, porque no hay nunca una brisa fresca como en una choza samoana. Los humos de las chozas-cocina tampoco pueden salir. La mayor parte del tiempo el aire que viene de afuera no es mucho mejor. Es difícil entender que la gente sobreviva en estas circunstancias, que no se conviertan por deseo en pájaros, les crezcan las alas y vuelen para buscar el sol y el aire fresco. Pero los Papalagi son muy aficionados a sus canastas de piedra y ni siquiera sienten lo malas que son.

[1] Tres islas pertenecientes al grupo de Samoa.


ERICH SCHEUERMANN/TUIAVII DE TIAVEA - "Los Papalagi" - (1929)


Imágenes: Joost Swarte

viernes, 15 de noviembre de 2024

Y VEO TODAS LAS PELÍCULAS DE JEANNE MOREAU

 


 (...) y veo todas las películas de Jeanne Moreau, trato de entender la belleza de Jeanne Moreau, una belleza que se va instalando en la trama; Jeanne Moreau mirando a la cámara, haciéndonos una confesión desesperada, diciendo:

   Cuando me quito la ropa ni siquiera puedo mirarme al espejo por mucho tiempo, y menos si la luz que entra es natural, como de las once de la mañana, esa luz que señala toda nuestra más humana y profunda celulitis,

   Jeanne Moreau, el ritmo de unos tacones por la casa de una fiesta muy elegante, un vestido negro y ceñido, la introspección que solo un vestido negro y ceñido permite, observándolo todo, con esa soberbia que hace posible que la imagen se haga perfume, perfume de mujer rica, sí, pero que lo ha vivido todo, que puede ver más allá y más acá y se da cuenta de que nada tiene importancia.

FÁTIMA VÉLEZ - "Galápagos" - (2021)


Imágenes: United Artists

miércoles, 13 de noviembre de 2024

CUANDO UNA MAÑANA, GREGOR SAMSA SE DESPERTÓ


Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho. Yacía sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza vio su vientre abombado, pardo, segmentado por induraciones en forma de arco, sobre cuya prominencia el cubrecama, a punto ya de deslizarse del todo, apenas si podía sostenerse. Sus numerosas patas, de una deplorable delgadez en comparación con las dimensiones habituales de Gregor, temblaban indefensas ante sus ojos.

   «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, en verdad la habitación de un ser humano, sólo que un tanto pequeña, seguía ahí entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que había un muestrario de telas desplegado —Samsa era viajante de comercio—, colgaba un retrato que él había recortado hacía poco de una revista ilustrada y puesto en un precioso marco dorado. Representaba a una dama con un sombrero y una boa de piel que, bien erguida en su asiento, alzaba hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, en el que había desaparecido todo su antebrazo.



   La mirada de Gregor se dirigió luego a la ventana, y el tiempo nublado —se oía el tamborileo de las gotas de lluvia contra la plancha metálica del alféizar— lo puso muy melancólico. «¿Y si durmiera un rato más y me olvidara de todas estas tonterías?», pensó, pero era algo totalmente impracticable, pues estaba acostumbrado a dormir sobre el lado derecho y su estado actual le impedía adoptar esa postura. Por mucho que se esforzara en girarse del lado derecho, volvía a balancearse hasta quedar otra vez de espaldas. Lo intentó un centenar de veces, cerrando los ojos para no ver las patas que se agitaban, y sólo desistió cuando empezó a sentir en el costado un dolor leve y sordo que nunca había sentido antes.

   «¡Dios mío!», pensó. «¡Qué profesión tan agotadora he elegido! De viaje un día sí y otro también. Las tensiones que producen los negocios son mucho más grandes fuera que cuando se trabaja en casa, y para colmo me ha caído encima esta plaga de los viajes[34], la preocupación por los enlaces de los trenes, la comida mala e irregular, un trato con la gente siempre cambiante y nunca duradero, que jamás llega a ser cordial. ¡Al diablo con todo esto!» Sintió un ligero picor en el vientre; lentamente, se deslizó sobre la espalda hacia la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza y vio que la zona que le picaba estaba cubierta de numerosos puntitos blancos cuya presencia no lograba explicarse; quiso palpársela con una pata, pero la retiró al instante, pues el roce le produjo escalofríos.



   Volvió a deslizarse a su posición anterior. «Este continuo madrugar», pensó, «lo idiotiza a uno por completo. La gente tiene que dormir sus horas[35]. Hay viajantes que viven como concubinas de harén. Por ejemplo, cuando en el curso de la mañana vuelvo a la casa de huéspedes para copiar los pedidos que me han hecho, los muy señores aún están desayunando. Si yo lo intentara, con el jefe que tengo, me despedirían en el acto. Quién sabe, por lo demás, si no sería mejor para mí. De no ser por mis padres, hace ya tiempo que habría renunciado; me habría presentado ante el jefe y le habría dicho sin tapujos lo que pienso. ¡A que se hubiera caído del pupitre! No deja de ser extraño, por otro lado, eso de sentarse en el pupitre y hablar desde lo alto con el empleado que, dada la dureza de oído del jefe, tiene que acercársele mucho. El caso es que aún no se ha perdido del todo la esperanza. En cuanto haya reunido el dinero para saldar la deuda que mis padres tienen con él —y eso aún puede tardar unos cinco o seis años—, seguro que lo haré. Y esa será la gran ruptura. Pero de momento lo que tengo que hacer es levantarme, porque mi tren sale a las cinco.»

FRANZ KAFKA - "Narraciones y otros escritos" - (2003)


Imágenes: Julie Alice Chappell

lunes, 11 de noviembre de 2024

Y A SABER SI NO REAPARECERÁ EN 2024


Zoom ha evolucionado desde la llegada del covid-19. Cuando Holly empezó a usarlo —en febrero de 2020, hace diecisiete meses, aunque parezca que ha pasado mucho más tiempo—, bastaba con mirar a la cámara bizqueando para que se cayera la conexión. A veces veías a los otros participantes en la videollamada; a veces, no; y a veces palpitaban atrás y adelante en un vaivén delirante que provocaba dolor de cabeza.

   Holly Gibney es toda una cinéfila (pese a que no ha pisado una sala de cine desde la primavera pasada), y le gustan tanto las películas taquilleras como el arte y ensayo. Una de sus preferidas de los años ochenta es Conan, el bárbaro, y su frase favorita de esa película la pronuncia un personaje secundario. «Hace dos o tres años —dice el buhonero, refiriéndose a Set y a sus seguidores— eran solo una secta de la serpiente más. Ahora están por todas partes».



   Zoom viene a ser algo así. En 2019 era solo una aplicación más, que pugnaba por espacio vital con competidores como FaceTime y GoToMeeting. Ahora, gracias al covid, está tan extendido como la Secta de la Serpiente de Set. Además, no solo ha mejorado la tecnología, sino también los valores de producción. El funeral por Zoom al que Holly asiste casi podría ser una escena de un drama televisivo. La imagen se centra en cada una de las personas que pronuncian su panegírico por la difunta, claro, pero también salta de vez en cuando a los asistentes afligidos que siguen la ceremonia desde sus casas.

   Aunque no a Holly. Ella ha desactivado la cámara. Ahora es mejor persona, más fuerte que tiempo atrás, pero aún se reserva celosamente su vida privada. Sabe que es normal que la gente esté triste en los funerales, que llore y tenga un nudo en la garganta, pero ella no quiere que nadie la vea en ese estado, y menos su socio o sus amigos. No quiere que la vean con los ojos enrojecidos, el cabello revuelto o las manos trémulas mientras lee su propio panegírico, que es corto y tan sincero como le ha sido posible. Sobre todo, no quiere que la vean fumar: después de diecisiete meses de covid, ha recaído.



   Ahora, al final del oficio, la pantalla empieza a mostrar imágenes grabadas de la difunta en distintas actitudes y distintos lugares mientras Frank Sinatra canta «Thanks for the Memory». Holly no resiste más y hace clic en SALIR. Da una última calada al cigarrillo y, mientras apaga la colilla, le suena el teléfono.

   No le apetece hablar con nadie, pero es Barbara Robinson, y se siente obligada a atender a esa llamada.

   —Te has salido —dice Barbara—. Ni siquiera se ve el recuadro negro con tu nombre.

   —Esa canción en particular nunca me ha gustado. Y, además, ya había terminado.

   —Pero estás bien, ¿no?

   —Sí. —No es del todo verdad; Holly no sabe si está bien o no—. Pero ahora mismo necesito… —¿Qué palabra aceptaría Barbara? ¿Qué palabra permitirá a Holly poner fin a esta llamada antes de venirse abajo?—. Necesito procesarlo.



   —Lo entiendo —dice Barbara—. Si quieres, me planto ahí en un santiamén, con o sin confinamiento.

   Se trata de un confinamiento de facto, no forzoso, y las dos lo saben; el gobernador está decidido a proteger las libertades individuales, aunque para defender esa idea tengan que enfermar o morir miles de personas. En todo caso, gracias a Dios, la mayoría de la gente toma precauciones.

   —No hace falta.

   —Vale. Sé que es una mala situación, Hols, una mala época, pero aguanta. Hemos pasado por cosas peores. —Está pensando quizá, casi seguro, en Chet Ondowsky, que el año pasado emprendió un viaje corto y letal al caer por el hueco de un ascensor—. Y ya vienen las vacunas de refuerzo. Primero para las personas con sistemas inmunes débiles y los mayores de sesenta y cinco años, pero, por lo que he oído en clase, en otoño habrá para todo el mundo.

   —Eso pinta bien —dice Holly.

   —¡Y, por si fuera poco, Trump se ha ido!

   Dejando a sus espaldas un país en guerra consigo mismo, piensa Holly. Y a saber si no reaparecerá en 2024. Se acuerda de la promesa de Arnie en Terminator: «Volveré».

STEPHEN KING - "Holly" - (2023)


Imágenes: Nishinion Tenrei

sábado, 9 de noviembre de 2024

UNA SOMBRA MELANCÓLICA EN LA OSCURIDAD


Acaba de dar un paso al costado y prefiere no mirar atrás. Es algo temporario, eso la calma. Emprende un viaje por la tierra paterna sin fechas específicas ni propósito. Va con una valija de cabina cuidada, vieja, y un saco de pana verde, bastante ancho para su figura, que pudo haber pertenecido a otra persona. Sus mocasines diminutos de hebilla apenas contactan el piso con la ligereza de las palomas. Hay algo tremendamente narrativo en esa mujer tan pequeña que cabe en un achinamiento de ojos.

   Dorothea Dodds avanza por la noche sucia de Londres con la cautela de una monja, una sombra melancólica en la oscuridad. En su andar va dejando huella como los aviones cuando subrayan el cielo con tiza. No le pesan los rosarios ni los pecados ajenos, pero la hunde la culpa por lo que se atrevió a inventar. Jamás pensó que llegaría a tomar una decisión tan insensata. Ni sabe, aunque intuye, que elegirá su final.

MARIANA SÁNDEZ - "La vida en miniatura" - (2024)


Imágenes: Katie McCann

miércoles, 6 de noviembre de 2024

MI AUTÉNTICO YO VIVE ALLÍ


—Mi auténtico yo vive allí —aseveraste un día—, rodeado por la alta muralla, dentro de la demarcación de la ciudad.

   —Entonces, ¿quién es la chica que está a mi lado en este instante? —te pregunté. Asumí que era una cuestión pertinente, en función de lo que acababas de afirmar—. ¿No es la auténtica?

   —No lo es. La que está aquí, a tu lado, es una mera sustituta provisional, un reemplazo, una sombra transitoria.

   Reflexioné sobre lo que acababas de decir. ¿Una sombra transitoria? Decidí no comentar nada al respecto, al menos de momento. En cambio, pregunté:

   —¿Y qué hace tu auténtico yo en la ciudad?

   —Trabaja en la biblioteca —respondiste con voz cándida—. La jornada laboral empieza a las cinco de la tarde y termina a las diez de la noche, aproximadamente.



   —¿Por qué aproximadamente?

   —Allí, todas las horas son aproximadas. Tanto es así que el reloj de la torre de la plaza del centro no tiene manecillas.

   Imaginé la gran esfera del reloj sin las dos manecillas, y entonces pregunté:

   —¿La biblioteca está abierta a todos los habitantes de la ciudad?

   —No, no se permite la entrada a cualquiera. Solo a quien tiene una cualificación especial se le autoriza el acceso. Por ejemplo, a ti. Tú tienes esa cualificación.

   —¿Y de qué tipo de cualificación se trata, si puede saberse?

   Te limitaste a sonreír sin contestar a mi pregunta.

   —Y si yo fuera a la ciudad —proseguí—, ¿podría verte? ¿Podría ver a tu auténtico yo?

   —Si pudieses dar con la ciudad… Y si…

   Te callaste. Y te ruborizaste ligeramente. Capté, sin embargo, el sentido de las palabras que no habían llegado a materializarse en tus labios.



   Si de verdad me buscas, si de verdad deseas encontrar con todas tus fuerzas a mi auténtico yo… En aquel momento no te atreviste a decírmelo. Te rodeé los hombros con mi brazo. Llevabas un vestido de tirantes verde pálido. Apoyaste una de tus mejillas en mi hombro. A quien había rodeado los hombros, bajo el telón de fondo del crepúsculo estival, no eras tú, realmente tú, según habías afirmado, sino una sustituta, una sombra que reemplazaba a tu verdadero yo.

   Tu auténtico yo, según habías asegurado también, se encontraba dentro de los límites de la ciudad rodeada por la alta muralla, con sus elevadas colinas y la hermosa isleta cuyos frondosos sauces adornan el cauce del río, y los pacíficos unicornios con su solitario cuerno coronándoles la frente. Y los ciudadanos, en sus viejos edificios de viviendas comunales, con sus vidas sencillas, pero sin privaciones ni apuros. Los unicornios se alimentan plácidamente de las hojas y los frutos de los árboles que crecen dentro del perímetro de la ciudad, pero al llegar el largo invierno, con sus fuertes nevadas, muchos perecen, víctimas del frío y del hambre.

   Yo deseaba adentrarme en aquella ciudad, anhelaba poder encontrarme allí con tu verdadero yo.

HARUKI MURAKAMI - " La ciudad y sus muros inciertos" - (2023)


Imágenes: Jessica Hess

martes, 5 de noviembre de 2024

CUANDO EL ESPACIO MENTAL ES INTERNET


Nunca antes había estado en la biblioteca tan tarde y me quedé un poco frustrada al descubrir que la mitad de la docena de ordenadores que había en la sala de lectura estaban ocupados por la misma cantidad de chavales con sudaderas con capucha y vaqueros tan holgados que hasta el más rechoncho de ellos me pareció un muñequito de palillos envuelto en tela. Parecían monjes benedictinos sentados allí tecleando, con las caras pálidas frente al frío resplandor azul de sus pantallas. Me quedé mirándolos con impaciencia. Todos estaban boquiabiertos, hipnotizados. Se podía ver que estaban conectados a algo que tenía un poder inmenso sobre ellos. Esto es lo que pasa cuando el espacio mental es internet, pensé. Uno pierde la sensación de ser uno mismo. La mente puede ir a cualquier parte. Y, al mismo tiempo, la mente se vuelve boba cuando se conecta a algo tan absorbente. Igual que las cenizas de Walter en la urna, los ordenadores eran los contenedores de aquellas mentes jóvenes. Si yo también me metía en internet, me convertiría en uno de ellos. Mi mente se conectaría con la de ellos. Y no quería compartir mi espacio mental con aquellos zánganos. Hasta las chicas parecían monigotes, apiñadas sobre los teclados como si no existiese nada más. No tenían ni idea de que allí había alguien mayor esperando, alguien cuyo trabajo era mucho más importante.

OTTESSA MOSHFEGH . "La muerte en sus manos" - (2020)


Imágenes: Lola Dupre

domingo, 3 de noviembre de 2024

AL MES ESTÁBAMOS VIVIENDO JUNTOS


Al rato dormíamos abrazados como si nos conociéramos desde hacía muchos años. La intimidad tiene eso: en cuestión de segundos vuelve cierto algo que es totalmente falso. Un cuerpo tendido sobre el otro, como la ropa colgada después de un lavado. Se mece, se junta, se apoltrona, y al día siguiente se levanta como si no existiera tal cosa.

     Al mes estábamos viviendo juntos porque a Felipe le convenía para no pagar alquiler. Yo tenía lugar de sobra en el departamento que me había comprado mi mamá ni bien terminé la escuela secundaria. Trajo a su perro Gallardo consigo y me pareció bien. Era cachorro y no hacía ruido.

 


No los invité a vivir conmigo, simplemente sucedió. En esa farsa del abrazo desnudo y la intimidad, en ese hacer de cuenta que éramos un conjunto que podía traspasar las barreras del tiempo para tener hijos, hijas, viajar a lugares, enfermarse, curarse, prometerse cosas. La mentira del núcleo duro, la mentira de la comunidad. Felipe ya era un cepillo de dientes, un bollo de ropa, de pares de zapatos, una conversación en cada cena, una película compartida en algún canal de aire, un asesino de mosquitos estacionados en las paredes. Felipe era mi novio, yo era su novia, vivíamos en el mismo domicilio. Sospecho que esa reunión de elementos quería decir que nos habíamos enamorado, que tal vez eso que hacíamos era vivir el romance de nuestras vidas y que todo lo que viniera después sería ridículo.

CAMILA FABBRI - "La reina del baile" - (2023)


Imágenes: Arielle Bob-Willis