Hace poco que se conocen —semanas, unos meses— pero han alquilado un coche y dicen que se van a la costa. Parece fácil. Autopista, la pausa en las garitas de peaje naranjísimas —el tiempo justo para meter la lengua entre los labios del otro y arrancar de nuevo—, carreteras, la llanura de un verde despampanante, el azul escaso y lastimoso que se vislumbrará entre los grises del muestrario de nubes. Es invierno y la luz es más blanca. Al final del trayecto, una casa o una masía, quizá un desván reformado, las paredes serán de piedra, eso seguro, y en su interior, una chimenea negruzca los esperará con ganas de quemar las naves. Ella, que es química, sabe que una acumulación excesiva de hollín puede provocar un incendio.
Pero todavía están en un túnel, el más largo del cinturón de la circunvalación. Hay tráfico. Es el último día del año y todo el mundo, liberado durante tres o cuatro días del yugo del trabajo, se apresura a huir de la ciudad, de la misma manera que los perros se desfogan correteando por el prado los diez minutos que su amo los deja sueltos.
La procesión de vehículos se detiene en seco. Al fondo palpita una sirena azul que mancha las paredes sucias del túnel. Un accidente, una avería, un pelotón de policías trastornados que bloquean las salidas de la ciudad. Bocinas e impaciencias.
Y un petirrojo se posa en el capó. Los mira con ojillos como balines a través del parabrisas, haciendo micromovimientos con la cabeza, torciéndola ligeramente, como nosotros delante de un cuadro que no sabemos descifrar. No debe de pesar ni veinte gramos. Medio croissant. O menos. Un halcón se lo zamparía de un bocado. Quizá se ha metido en el túnel huyendo de un halcón. O quizá sea un petirrojo intrépido que se ha hartado del tedio de la vida silvestre. Da unos saltitos hacia el cristal para verlos mejor. Quizá, además, sea miope.
Los dos especímenes de ciudad lo contemplan maravillados. A los humanos nos inquieta cómo se mueven los pájaros, a sobresaltos, sin fluidez, como si les faltaran fotogramas. O como si les sobraran. Pero ellos dos, intoxicados con el suflé del amor, interpretan la visita animal como un buen augurio para el año que estrenarán mañana y para su historia recién comenzada. Ella le pone la mano en la rodilla:
—¿Abrimos la ventanilla, a ver si entra?
—¿Cómo quieres que…?, —pero pulsa el botón.
Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.
El petirrojo alza el vuelo.
—¡Oh!, —exclaman al unísono.
Lo siguen con la mirada, va derecho hacia la pared; justo antes de estrellarse, vira y se dirige hacia la de enfrente. Pádel aviar. Los extractores tubulares del techo rugen, las paletas giran y giran. Turbinas que aspiran el aire viciado del túnel; el aire y todo lo que se les ponga por delante. Ay, si el petirrojo… Chac-chac-chac, albóndigas de pájaro miope. Y si no son las turbinas, se lo cargará el dióxido de nitrógeno.
—Pobrecillo, no sabe cómo salir de aquí —dice él.
—Si ha sabido entrar, sabrá salir.
—Mmm… No sé, de pequeño me perdí en el Museo de la Ciencia y no habría encontrado la salida aunque me hubiera ido la vida en ello.
—Ajá —dice ella mientras continúa acariciándole la rodilla en círculos, una bola adivina hecha de carne en vez de cristal; la cola no avanza—. ¿Y cómo es que te perdiste?
—Fuimos a una exposición. Dinosaurios. Yo alucinaba, claro: fémures de dos metros, mandíbulas de Rex, y mis padres bastante tenían ya con controlar a las gemelas.
—¿Son más pequeñas que tú?
—Sí, y eran tremendas. Cuando me di cuenta de que no veía a mis padres, me quedé clavado donde estaba. Mi madre siempre me decía: «Si un día te pierdes, no te muevas del sitio». Como si supiera que me perdería. Pensé que tal vez era una de las pruebas. De pequeño creía que el mundo era una pantomima que habían montado solo para mí, para ponerme a prueba, ¿sabes?, que un ser superior me observaba y que si lo hacía todo bien me dejarían pasar de pantalla.
—Delirios narcisistas desde la infancia. Interesante —dice con tono de diagnóstico, fingiendo que toma nota en la palma de la mano con un bolígrafo invisible. Le planta un beso sonoro, muac—. Tengo que decirte una cosa —añade, muy seria.
Él se pone tenso:
—¿Qué? Dime.
—Yo también soy una prueba. Me ha enviado Dios para ver qué pasa si me haces el amor a todas horas.
—Qué boba. —Y se ríen—. El caso es que no me moví ni un milímetro. Estaba delante de un panel con textos y aves dibujadas, y una de las frases se me quedó grabada, debí de leerla cien veces mientras esperaba a que me encontraran: «Actualmente, hay unas 10 000 especies vivientes de dinosaurios, conocidas como pájaros». Al otro lado de la pared de cristal pasaban volando las palomas, y a la izquierda tenía los dientes de una mandíbula terrorífica, y me vinieron a la mente las gaviotas que veíamos en verano, con esa mancha roja que tienen en el pico, como de sangre, gaviotas carnívoras. Gaviosauros. Me cagué de miedo y justo cuando mi madre me…
—¡Mira, por fin, ya tiramos!, —exclama ella mientras pone primera y arranca—. ¿Y el petirrojo?
Los dos lo buscan.
—Tú concéntrate en el carril, no vayamos a estamparnos contra el de delante.
Al cabo de unos metros:
—¡Ahí!
El petirrojo continúa revoloteando de un lado a otro.
Adelantan a una ambulancia fosforescente mientras el personal sanitario cierra el portón trasero. A su lado, el camión de bomberos y un Clio carbonizado.
—¿Crees que hoy nevará?
—Bah, seguro que no, siempre que lo dicen acaba siendo un chasco. Pero estaría bien, ¿eh? Que nevase y nosotros achicharrándonos delante de la chimenea.
—Pon la radio, a ver qué dicen.
Y sin darse cuenta, esperando la previsión meteorológica, entre noticias políticas y otras aberraciones, ya han llegado a la autopista. Se deslizan por la aorta del país; coches circulando como glóbulos rojos, nudos viarios que ni invocando a la Trinidad son capaces de evitar las embolias diarias, la válvula mitral de los peajes. El sistema cardiovascular de una civilización anémica.
Sobre sus cabezas, una bandada de pequeños dinosaurios huye hacia climas más templados. No vaya a ser que los sorprenda la nevada. ¿A qué temperatura se congela un animal?, se pregunta él. Una bolsa de aire ártico empujada por vientos huracanados podría irrumpir de repente y hacer bajar en picado las temperaturas, provocar un descenso de diez o quince grados en cuestión de minutos. Un montón de dinosaurios congelados caerían del cielo. Como pollos asados, pero al revés. Señales apocalípticas.
CARLOTA GURT - "Biografía del fuego" - (2023)
Imágenes: Barbara Schelling