Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 30 de mayo de 2024

YO YA ESTABA ALLÍ


La idea de estar en dos lugares a la vez me viene de lejos. Desde que tengo uso de razón, debería decir, puesto que uno de mis primeros recuerdos es estar viendo un programa infantil en la tele y de pronto descubrirme a mí misma entre el reducido público del estudio. Aún hoy puedo evocar el tacto de la alfombra marrón del dormitorio de mis padres bajo las piernas, la necesidad de alargar el cuello para ver la tele, que parecía estar muy alta, y luego la sensación de vértigo que se instaló en mi estómago cuando la emoción de verme en ese otro mundo dio paso a la certeza de que nunca había estado allí. Podría decirse que, en los niños, la noción de uno mismo sigue siendo porosa. Que la sensación oceánica persiste durante algún tiempo hasta que al fin se desmonta el andamiaje de los muros que nos afanamos en levantar a nuestro alrededor, bajo las órdenes de una intuición innata si bien tocada por la pena de saber que nos pasaremos el resto de la vida buscando una vía de escape. Y sin embargo, aún hoy, no me cabe la menor duda de lo que vi entonces. La niña de la tele tenía un rostro idéntico al mío y llevaba puestas mis zapatillas rojas y mi blusa a rayas, pero hasta esos detalles podrían atribuirse a la casualidad. No así sus ojos, pues en los escasos segundos que la cámara se posó en ellos, reconocí la sensación de lo que significaba ser yo.



   Tal vez fuera uno de los primeros recuerdos que mi cerebro conservó, pero con el paso de los años apenas volví a pensar en él. No tenía motivo alguno para hacerlo; jamás volví a toparme conmigo misma en ningún sitio. Y aun así, la sorpresa ante lo que había visto debió de quedar grabada en mi interior, y en la medida en que mi concepción del mundo se levantó sobre esa sorpresa, debió de transformarse en creencia: no de que hubiese dos yos, que es la materia prima de las pesadillas, sino de que mi singularidad era tal que bien podía habitar dos planos distintos de la existencia. Pero tal vez fuera más preciso verlo desde el ángulo opuesto y referirme a lo que entonces empezó a cristalizar en mí como una sensación de duda, un escepticismo hacia la realidad que me era impuesta, tal como se les impone a todos los niños y va desplazando lentamente las otras realidades, más elásticas, que experimentan de forma natural. Sea como fuere, la posibilidad de estar aquí y allí a la vez quedó almacenada en mi mente como un sustrato, junto con todas las demás ideas infantiles, hasta que una tarde de otoño crucé el umbral de la casa que compartía con mi marido y nuestros dos hijos y tuve la sensación de que ya estaba allí.



   Tan sencillo como eso: yo ya estaba allí. Moviéndome entre las habitaciones de la planta de arriba, o durmiendo en la cama; lo mismo daba dónde estuviera o qué estuviera haciendo, lo importante era la certeza con que sentí que ya estaba presente en la casa. Seguía siendo yo misma, me sentía como siempre, y sin embargo tenía la súbita sensación de que ya no estaba confinada a mi cuerpo, a las manos, brazos y piernas que llevaba toda la vida viendo, y también de que esas extremidades —que en mi campo de visión siempre se estaban moviendo o en reposo, y que había observado minuto a minuto desde hacía treinta y nueve años— no eran en realidad mis extremidades, no eran la última frontera de mi ser, sino que yo existía más allá y al margen de estas. Y no en un sentido abstracto, no como alma o frecuencia, sino en carne y hueso, tal como estaba allí, en el umbral de la cocina, pero también en otro lugar, en la planta de arriba, de forma simultánea.

NICOLE KRAUSS - "En una selva oscura" - (2017)


Imágenes: Sergiu Ciochina

martes, 28 de mayo de 2024

SOLO TENÍA TREINTA Y CUATRO AÑOS CUANDO FALLECÍ


—Solo tenía treinta y cuatro años cuando fallecí. Los mismos que tengo ahora —dijo Bird dirigiéndose a mí. O eso me pareció, puesto que allí no había ninguna otra persona aparte de él y yo.

   No supe cómo reaccionar a lo que acababa de decir. Saber comportarse de la manera más apropiada cuando se está soñando resulta de lo más complicado. De modo que me limité a permanecer en silencio y esperar sus siguientes palabras.

   —Por favor, piensa durante unos instantes —prosiguió— en lo que puede suponer para uno morir a esa edad, a los treinta y cuatro años.

   Probé a reflexionar acerca de lo que habría pasado por mi cabeza en el momento de morir, si la muerte me hubiera visitado a los treinta y cuatro años. Pensé que, a esa edad, una buena cantidad de cosas apenas acababan de iniciarse en mi vida.

   —Así es —volvió a hablar Bird—. A esa edad, acababa de comenzar una buena cantidad de cosas en mi vida. De hecho, la misma vida no había hecho más que empezar y, sin embargo, ya se había acabado para mí.



   Movió la cabeza a ambos lados con pausada resignación, pero su rostro permaneció oculto bajo el velo de la sombra y no pude contemplar su expresión. Su desvencijado saxo le colgaba del cuello sujeto con una mísera correa.

   —Sin duda, uno debe asumir que la muerte es siempre repentina, se presente cuando se presente, pero, a la vez, es como un ser que se arrastra lentamente. No es muy distinta a una bella frase musical que le viene a uno a la cabeza como en una ráfaga, con todas sus notas desplegándose simultáneamente; sin embargo, su propia naturaleza está ligada a un desarrollo temporal, como el que uno requiere si desea cruzar un continente de costa a costa, o quizás a toda una eternidad, aunque su esencia no se adscriba del todo al concepto de tiempo. Si adoptamos el punto de vista de que la muerte se despliega en el tiempo, podría tal vez afirmarse que vamos muriendo poco a poco a medida que vivimos. Pero, por otro lado, bien es cierto que la muerte es un mazazo que pone fin de manera fulminante a todo lo que nos ha acompañado hasta ese momento. Un retorno a la nada. Como podrás entender, hablo a partir de mi propia experiencia.



   Permaneció cabizbajo durante unos instantes, aparentemente mirando con fijeza su saxofón. Luego, habló de nuevo:

   —¿Sabes qué me rondaba por la cabeza cuando me visitó la muerte? —inquirió Bird—. Una simple y única melodía. En eso pensaba en aquel momento. La melodía se repetía una y otra vez, sin descanso. No había manera de quitármela de encima. Ocurre a veces, ¿no es cierto? Se te pega una melodía y ahí decide quedarse. Pues bien, fue un pasaje del tercer movimiento del Concierto para piano y orquesta n.º 1 de Beethoven.

   Tarareó levemente la melodía. Pude reconocerla. Se trataba del pasaje correspondiente al solo de piano.

   —De entre toda la música compuesta por Beethoven —prosiguió Bird—, ese pasaje tal vez sea el que mejor mezcla audacia y fogosidad, el más vivaracho y rítmico. Siempre le tuve especial cariño a ese concierto y, de hecho, lo he escuchado multitud de veces en una interpretación de Artur Schnabel registrada en uno de aquellos viejos vinilos de setenta y ocho revoluciones por minuto. Pero ¿no resulta irónico? ¿No te parece raro que una melodía de Beethoven insista reiteradamente en atravesar conmigo, Charlie Parker, el umbral de la muerte? A partir de ese momento, recuerdo un manto de oscuridad frente a mí, una especie de bajada de telón, fin del espectáculo.

HARUKI MURAKAMI - "Primera persona del singular" - (2020)


Imágenes: Melissa McCracken

domingo, 26 de mayo de 2024

ME HA ASALTADO UN VÉRTIGO VITAL


Cuando me he despertado, no sabía dónde estaba. Al principio creía que estaba en el piso de Barcelona, pero algo no cuadraba: la luz que venía de la derecha en lugar de venir de la izquierda, la cama demasiado corta, como encogida, el olor oscuro del aire, el silencio casi catastrófico. Por unos instantes, he tenido miedo.

Se me ha hecho raro imaginar que en aquella cama dormían mi padre y mi madre hace cuarenta años, que estaba tumbada en el mismo colchón donde me concibieron, en la misma cama que excepcionalmente mi padre me dejaba compartir con él cuando mi madre ya se había levantado.

Me ha asaltado un vértigo vital. Me habría abandonado a él aunque solo fuera para acercarme al recuerdo de mi padre y demostrarme que sí pienso en él lo suficientemente a menudo, pero he sentido la urgencia de rehuirlo. Me he quedado mucho rato petrificada en la cama, observando las vigas carcomidas, las telarañas de los rincones, la silla de mimbre con el asiento deshilachado por los años, las baldosas del suelo desencajadas formando pequeñas olas, como si reposaran sobre una base líquida.



Me daba cosa levantarme, sacar el pie descalzo y ponerlo sobre el suelo frío, como si todo fuera a desaparecer al tocarlo o el mar de baldosas fuera a engullirme. O tal vez me daba cosa porque me he dado cuenta de que esto va en serio, que pisar las baldosas significaría firmar un contrato conmigo misma. Al final me he atrevido, claro, no iba a quedarme en la cama eternamente.

He abierto los postigos de par en par. Y qué verde tan verde, tan reluciente, tan vivo, todo para mí, con el sol allí, justo despuntando por encima de las copas. Ni rastro de la tormenta de bienvenida de ayer. Creo que remolonear me ha enternecido, o tal vez ha sido el hecho de pensar en mi padre. De repente, no cabía dentro de mí, el cuerpo se me había quedado pequeño para tanta alma. He abierto la ventana y me he asomado. He mirado a ambos lados para asegurarme de que no hubiera nadie —¡qué tonta!— y he soltado una sarta de gritos sin sentido, solo aire reconcentrado saliéndome de dentro.

He gritado hasta vaciarme, debía de llevar años cargando dentro todos aquellos gritos. Igual sí que me han hecho un favor, los malnacidos de la editorial, poniéndome de patitas en la calle. Hoy por primera vez me parece que estos veinte años en aquellas oficinas han sido mi caverna platónica. ¡Cuánta razón tenía Guim cuando me decía que lo dejara! Al mismo tiempo, creo que exagero, que me engaño, porque al principio el trabajo me encantaba, y quizá lo que pasa es que desde la rabia me resulta más cómodo cargármelo todo.

CARLOTA GURT - "Sola" - (2021)


Imágenes: Ted Lott

viernes, 24 de mayo de 2024

ME CAE MUY BIEN MI TERAPEUTA


Estoy loco. Muy loco. Pero no loco como esos que se ponen un cucurucho en la cabeza y dicen que son Napoleón o Jesucristo. No, loco de verdad. Aunque me avergüenza reconocer que alguna vez he dicho que era Cleopatra para que me tomen en serio.

   A los locos no nos toman en serio. Nada en serio. Estoy yendo a terapia, aunque mi mujer no quiere. Dice que no nos lo podemos permitir, que es muy caro. Pero yo sé cuál es su verdadera razón. Está liada con mi terapeuta, y se siente mal si voy a verle. Mi terapeuta es majete. Muy majete. Es caro, pero yo insisto en ir a él y le pago el doble por cada sesión. Cuando me encierren, él se tendrá que hacer cargo de mi mujer y mis hijos, y le vendrá bien el dinero. Es tan buena persona que intuye mis motivos y no se niega a cobrarme el doble.

   Realmente no me lo puedo permitir. Somos pobres. Muy pobres. Pero pedí un préstamo. Había oído que hay que estar loco para pedir un préstamo, así que me fue fácil.



   Mi terapeuta es bueno. Muy bueno. Su método es la autosugestión. Dice que con la sugestión de nuestro subconsciente podemos conseguirlo todo. Yo ya lo estoy dominando. Me autosugestioné para que Scarlett Johansson quisiera acostarse conmigo. Funcionó. Los primeros días dudé de que hubiera tenido éxito y se lo dije a mi terapeuta. Él me explicó que Scarlett se moría de deseo por mí, pero que no conocía mi dirección. Se ofreció a contactar con ella y dársela, a cambio del precio de dos sesiones. Accedí. Ella debe de estar a punto de llegar en cualquier momento. Pero ya sabemos que el tráfico está mal. Muy mal.

   Me cae muy bien mi terapeuta. Me alegro de que se acueste con mi mujer. Mi mujer no es la mujer más hermosa del mundo, ni está entre las cien más atractivas. Realmente es fea. Muy fea. Y asquerosa. Muy asquerosa. Al principio no comprendí a mi terapeuta. Ahora sí. Estoy seguro de que utiliza la autosugestión para convencerse de que es una top model.

   A veces tengo momentos de lucidez y me dan ganas de vengarme de ellos. Pienso en autosugestionarme y convertirme en homosexual y acostarme con él. Afortunadamente pocas veces estoy lúcido. De mi locura no avanzo mucho. Mi terapeuta dice que es porque realmente no quiero curarme y que necesita que aumentemos las sesiones. No sé si tiene razón. Por si acaso, he pedido otro préstamo.

   Ahora tengo que dejar de escribir. Llaman a la puerta. He estado autosugestionándome toda la tarde y debe de ser Scarlett. Es atractiva. Muy atractiva.

JORGE MORENO - "Diario de un cuentista" - (2015)


Imágenes: Megan Bogonovich

miércoles, 22 de mayo de 2024

EL DÍA QUE TODO ESTALLA


Poco a poco intuyo que lo mejor que puedo hacer es convertirme en algo parecido a un animal de compañía peludo, sumiso y cortés. Cuando me pillas en falta me deslomo en la casa. Hago la colada, tiendo la ropa, limpio todas las superficies y friego nuestras cosas con lejía barata todos los días, cada día limpio el suelo como limpio mi culpa: tarde, torpe y furiosamente. Plancho camisas, sacudo mantas, quito pelusas de polvo y pelo de debajo de los muebles. Un día vienen tus amigos, habláis de la potencia feminista del nuevo partido y yo os sirvo el aperitivo.

   Ese es el día que todo estalla, y al que te referirás más adelante. En ese momento no soy consciente, pero ese día te proporciona un asidero para lo que está por venir. Tras disponer la comida y escucharos durante un buen rato, decido ponerme ciega de vermut. Ciega de verdad. Cuando estáis discutiendo y organizando las listas electorales por municipios paso al vino tinto y mi memoria se astilla. Y para los postres estoy como una cuba y solo distingo los colores. Por lo que hemos podido recomponer, es en ese instante cuando me pides que haga café y, al parecer, según los testigos, te contesto que te levantes tú a hacerlo. Tu sonrisa, dirán después, se congela y vas a la cocina. Yo me río y les cuento a tus amigos que quieres que tengamos hijos pero que no se te levanta.



   Cuando me despierto, horas después, estoy tumbada sobre la cama con la lengua pegada al paladar y un dolor agudo en la nuca y las sienes, que se conectan como un circuito. Tus amigos se han ido ya y es de noche. No logro distinguir la expresión de tu rostro cuando me pides que vayamos al salón. Sí noto tu autocontrol. Tu voz es tranquila, pausada. Mides cada palabra. Nunca he sentido tanto terror como en ese momento. Pienso que me vas a pegar, pero no es eso lo que me da miedo. Noto, por primera vez, como si se tratara del silbato de un perro, un tono nuevo, que me pone en alerta. Se trata de un tono ya no cruel ni despectivo sino enteramente civilizado, lejano. Me doy cuenta de que me estás hablando como se le habla al público de un acto en una biblioteca municipal, como si le hablaras a una sarta de septuagenarias que están esperando la firma de un libro sobre la historia de su barrio y el chocolate caliente que sirven después. Ya no me estás hablando a mí. Comprendo entonces que no hace falta que me pegues, que yo ya estoy muerta. Por fin capto el porqué del tono pedagógico: le estás hablando a quien sea que le vas a contar todo esto. Lo más importante es quedar bien con toda esa galería de personas futuras a las que relatarás nuestra historia. Mientras la adrenalina me chorrea por las extremidades y me hago cargo de que no, que no me vas a pegar, logro entender algo sobre que lo nuestro no funciona y bla bla bla y que mejor nos separamos y que ya lo tienes todo pensado, aunque el alquiler esté a mi nombre, podemos cambiar la titularidad en el contrato porque, evidentemente, el piso te lo quedas tú.

LUCÍA LIJTMAER - "Cauterio" - (2022)


Imágenes: Patty Carroll

lunes, 20 de mayo de 2024

TODO EL MUNDO ES CAPAZ DE MATAR

 


   —¿Quién es ese Carmelo que citaste?

   —Carmelo es un mal bicho que no tiene la excusa de los orígenes canallas de los Seisdedos, ni de la falta de oportunidades. Es un galibardo de buena familia que intentó todas las profesiones de la farándula y no consiguió sentirse a gusto en ninguna. Quiso ser deportista profesional con la vela y sus papás le compraron un barco. No le dedicaba el sacrificio y el sudor necesarios y se quedó en simple aficionado. Se pasó al arte y quiso ser cantautor cuando ya los cantautores eran símbolos viejos. Más tarde estuvo en una colonia agrícola de hippies que pretendía, ¡aquí en las islas!, autoabastecerse de todas las necesidades. La comuna se disolvió cuando comenzaron a aparecer hijos como hongos y no había con qué alimentarlos. Según iba pasando por todas estas etapas se iba enganchando con drogas cada vez más duras. Por fin abrió una boutique de diseño y modas donde acude la beautiful people local y por donde blanquea todo el dinero de su comercio, fundamentalmente cocaína. Está bien situado para tener una clientela guapa que no le causa complicaciones, aunque es avaro y no se habla bien de él. Es un tipo que viene de vuelta de todo sin haber recorrido nunca el camino hasta el final.



   —¿Os hacéis competencia?

   —No. Yo no trabajo esos campos, aunque den muchísimo dinero. Es otro mundo. Creo que tenemos el mismo proveedor, pero nos vemos poco y nunca nos hemos preguntado sobre eso. Él dice que el hachís abulta mucho y deja poco. Y él necesita mucho dinero al día para calmar la sangre.

   Callamos unos momentos mientras el Kadett va devorando los quilómetros. Nos cruzamos con un coche de la Guardia Civil de Tráfico. De repente, todavía flotando la amenaza de la noche anterior, sintiendo las presencias invisibles, pero cercanas, de los personajes que acaba de citar, llevando el hachís escondido bajo el asiento, le pregunto:

   —¿Tú crees que serían capaces de matar?

   —¿Quiénes?

   —Los Seisdedos y Carmelo.

   —Eres un ingenuo, Cupido. Todo el mundo es capaz de matar —⁠dice sin ningún dramatismo⁠—, todo el mundo. Unos necesitan razones y un arma. Otros solo el arma. Otros solo una razón. Y algunos no necesitan ni razones ni armas, solo alguien a quien poder matar con cierta impunidad.

EUGENIO FUENTES - "El nacimiento de Cupido" - (1993)


Imágenes: Stuart McReath

sábado, 18 de mayo de 2024

AISHA KANDISHA


Yacir consigue por fin lo que buscaba. Aparece con dos cañas de pescar que ha rescatado del fondo de un armario.

   —¿Y esas cañas? —pregunta Ulises sorprendido.

   —Las compró Yamal, y también sacó licencias para entretenernos mientras hablábamos. Quería conseguir que yo fuera capaz de mirar al mar. Al principio no podía. Tenía miedo de ver aparecer a Aisha Kandisha y que me arrastrara con ella.

   —¿Aisha Kandisha es tu hermana?

   —¡No hombre, no! Aisha Kandisha es una yenia de ojos verdes y cabello de oro. Es guapísima.

   —¿Qué quiere decir yenia?

   —Quiere decir «demonia». Toma la forma de una chica muy guapa, y aparece flotando sobre las aguas. Habla con una voz dulce para atraer a los hombres, y los enamora para capturarlos y arrastrarlos a otro mundo. Los que la han visto dicen que es muy hermosa, salvo por los pies, que son como pezuñas de cabra.

   —¿Tú la has visto?

   —No, pero mi amigo Said me decía que ella podía haberse apoderado de mí sin que yo lo sintiera.



   —¿Y por qué decía eso?

   —Porque le hablé de las voces que oía algunas veces dentro de mí. Y me decía que yo pasaba demasiadas horas cerca del mar y que Kandisha anda siempre por las aguas, más bien por los ríos, pero también en el mar. Me contó historias de pescadores que habían sido arrastrados por ella. Cuando perdí la voz después del naufragio de la patera, mi madre también creyó que la yenia Kandisha me había robado el habla.

   Salen de la casa y caminan por la playa.

   —Yo no creo en esas cosas, ¿y tú?

   —Yo, depende. Algunas veces lo creo y otras no. Yamal opina que son formas distintas de interpretar los hechos. Su forma de verlo es que nosotros somos privilegiados porque tenemos la capacidad de asomarnos a otro tiempo. Dice que es muy importante saber nombrar esa particularidad nuestra para perder el miedo.

   —¿Y cómo la nombra él?

   —Dice que somos «pasajeros del tiempo», con billete de primera clase. —Yacir sonríe—. Otros lo llaman estar poseídos por las artes de Kandisha, y otros, trastornos mentales. A mí me gusta más la interpretación de Yamal, y estoy intentando quitarme de la cabeza lo de las artes de Kandisha y lo de los trastornos.

CRISTINA CEREZALES LAFORET - "Ulises y Yacir" - (2016)


Imágenes: Laurent Ballesta

jueves, 16 de mayo de 2024

SÍNDROME DE SIMETRÍA INVERTIDA


Padezco, desde el instante mismo de mi concepción, lo que la ciencia médica no ha vacilado en denominar, un tanto ampulosamente, Síndrome de Simetría Invertida. Un dato al respecto les resultará revelador: su incidencia en la especie humana es de un caso por cada seis mil millones; dicho de otro modo, yo soy (me enorgullezco de ello) la única persona en el mundo que lo padece. Esto ha permitido que mi nombre figure desde la más temprana infancia en insignes volúmenes de Anatomía y de Genética Molecular; no menos relevante ha sido mi inclusión hace unos años en el libro Guinness de los récords, una vez que hube acreditado, mediante los certificados oportunos, ser poseedor de la malformación menos extendida del planeta.



   Para describir mi enfermedad, creo válido aplicar el dicho popular de que una imagen vale más que mil palabras. Les ruego por ello que abandonen por un instante este libro y coloquen sus manos abiertas, con las palmas hacia abajo, sobre una mesa. Ahora traten de imaginar que sus pulgares estuvieran dispuestos hacia afuera (o bien, imaginen que su mano derecha rematara su antebrazo izquierdo, y viceversa). Sé que no es fácil hacerse a la idea pero, si lo han logrado, ya saben en qué consiste el Síndrome de Simetría Invertida.

   Actualmente, me hallo en trámites para rebautizar el síndrome con mi propio nombre. A raíz de ello me he visto involucrado en un desagradable litigio, pues esa mosquita muerta que asistió mi alumbramiento, el indeseable doctor Cerezales, trata de disputarme esta pequeña parcela de inmortalidad. Yo digo: ¿qué derecho puede tener un simple médico de cabecera a dar su nombre a una enfermedad que soy yo, y sólo yo, quien padece? Confío en que finalmente vencerá la razón, y el colegio oficial de médicos fallará en mi favor.



   Sin embargo, no siempre he sobrellevado tan bien este defecto mío. En mi infancia me avergonzaba hasta tal punto que, cuando caminaba por la calle, o incluso cuando salía al encerado, lo hacía siempre con las manos metidas en los bolsillos; el primer día de curso, mis profesores me tomaban por un haragán desvergonzado y provocador, pero en cuanto —previa administración de capones o de tortazos— yo sacaba a la luz mis manos, en sus rostros demudados se dibujaba un horror indefinible que a duras penas lograban disimular. (Cuántas veces, durante una conversación, mi interlocutor no ha mirado de reojo, con insistente curiosidad y creciente espanto, la monstruosidad de mis extremidades).

   Debo agradecer a mi madre la brillante idea de ponerme guantes, que me permitió sobrevivir con cierta dignidad durante aquellos infames años. Eran unos guantes de cuero negro, muy bonitos y elegantes, de los que yo sólo me desprendía una vez que entraba en mi habitación y echaba el pestillo de la puerta (allí, en el ámbito cerrado de mi cuarto, yo podía soñar que no era un monstruo, pues todas las personas que lo habitaban tenían los pulgares hacia fuera). En el cilindro de cuero donde debía ir embutido el meñique (pero donde en realidad se encontraba el pulgar) yo colocaba un relleno de algodón. Por otro lado, para darle apariencia de pulgar al meñique (no sé si me siguen) solía mantenerlo contraído, lo que me provocaba frecuentes y dolorosos calambres.

MANUEL MOYANO - "El oro celeste" - (2003)


Imágenes: Malisa Suchanya

martes, 14 de mayo de 2024

LA QUÍMICA EXPLOSIVA DE ORO Y CAFÉ


La ayudante de Bennie, Sasha, le llevó una taza de café, con crema de leche y dos azucarillos. Entonces Bennie se sacó del bolsillo una cajita roja esmaltada, abrió el complejo cierre, pellizcó unos copos de oro con dedos temblorosos y los echó en la taza. Había empezado aquel régimen hacía dos meses, después de leer en un libro sobre medicina azteca que estos creían que el oro y el café combinados garantizaban la potencia sexual. De hecho, el objetivo de Bennie era mucho más humilde: él solo pretendía recuperar su apetito sexual, que se había esfumado misteriosamente. No estaba seguro de cuándo había sucedido, ni siquiera de qué lo había provocado: ¿habría sido su divorcio de Stephanie? ¿Las disputas por la custodia de Christopher? ¿Cumplir los cuarenta y cuatro? ¿Las quemaduras recientes y circulares en el antebrazo izquierdo, sufridas durante «La Fiesta», una debacle que había organizado ni más ni menos que la antigua jefa de Stephanie, que actualmente estaba en la cárcel?



   El oro se posó sobre la superficie lechosa del café y empezó a girar a toda velocidad. Bennie estaba fascinado por aquel torbellino, que consideraba una prueba definitiva de la química explosiva de oro y café, un frenesí de actividad que lo arrastraba en círculos: ¿no era esa una descripción bastante precisa del deseo? A veces Bennie ni siquiera lamentaba su desaparición; casi era un alivio no experimentar el deseo constante de follarse a alguien. El mundo era sin duda un lugar mucho más tranquilo sin la semierección que había sido su compañera constante desde los trece años, pero ¿quería Bennie vivir en ese mundo? Sorbió su café adulterado con oro y echó un vistazo fugaz a los pechos de Sasha, que se habían convertido en la prueba de fuego con la que calibraba su mejoría. La había deseado durante casi todos los años que llevaba trabajando para él, primero al tenerla en prácticas, luego como recepcionista y finalmente como su ayudante (posición que había insistido en conservar, extrañamente reacia a convertirse en ejecutiva por méritos propios), pero Sasha había logrado eludir ese deseo sin tener que decirle que no, herir sus sentimientos o cabrearlo ni una sola vez. Ahora, en cambio, al mirar los pechos de Sasha bajo aquel ligero suéter amarillo, Bennie no sentía nada, ni siquiera un inofensivo cosquilleo de excitación. ¿Sería capaz siquiera de que se le empinara si así lo quería?

JENNIFER EGAN - "El tiempo es un canalla" - (2010)


Imágenes: Carter Asmann

domingo, 12 de mayo de 2024

LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS


Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso».

   Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.

JORGE LUIS BORGES - "Cuentos completos" - (2011)


Imágenes: Benjamin Sack

viernes, 10 de mayo de 2024

¿PARA QUÉ SON LAS VALLAS?


Levanta la vista. Ve que está a pocos metros de la valla que recorre aquellos terrenos públicos, otra clase de voltaje.

 La valla ha doblado su tamaño desde la última vez que la vio. A menos que la vista la engañe, ahora no hay solo una, sino dos en paralelo.

 Es cierto. Detrás de la primera valla, a unos tres metros de distancia y separada por un terreno allanado, han alzado otra alambrada idéntica, coronada por la misma concertina de aspecto repugnantemente frívolo. La otra valla también está electrificada. Cuando Elisabeth empieza a andar junto a la alambrada, la visión intermitente de los rombos que forman la malla metálica resulta algo epiléptica.

 Saca una foto con el móvil. Luego fotografía un par de veces la hierba que crece en el barro donde han plantado uno de los postes metálicos.

 Mira a su alrededor. La hierba y las flores brotan por todas partes.

 Sigue el trazado de la alambrada durante casi un kilómetro antes de que la alcance un todoterreno negro que avanza por el espacio que separa las vallas. La adelanta y se detiene después de unos metros. Apaga el motor. Cuando Elisabeth llega a la altura del vehículo, alguien baja la ventanilla. Se asoma un hombre. Ella lo saluda con un gesto.

 Bonito día, dice Elisabeth.

 No puede andar por aquí, dice el hombre.

 Sí que puedo, dice Elisabeth.

 Afirma con la cabeza y le sonríe. Sigue andando. Oye que el todoterreno vuelve a ponerse en marcha detrás de ella. Cuando la alcanza de nuevo, el conductor mantiene el motor en marcha a la misma velocidad de sus pasos. Se asoma a la ventanilla.



 Esto es propiedad privada, le dice.

 No lo es, dice ella. Son terrenos públicos. Público es, por definición, lo opuesto a privado.

 Elisabeth se detiene. El todoterreno la adelanta. El conductor mete la marcha atrás.

 Vuelva a la carretera, grita el hombre en marcha atrás. ¿Dónde está su coche? Tiene que volver al sitio donde ha dejado el coche.

 Eso es imposible, dice Elisabeth.

 ¿Por qué?

 Porque no tengo coche.

 Elisabeth sigue andando. El conductor acelera y la adelanta. Pasados unos metros, apaga el motor y sale del todoterreno. Aguarda junto al vehículo mientas ella se acerca.

 Está cometiendo un delito castigado por la ley, dice el hombre.

 ¿Cuál? Desde mi punto de vista, el castigado es usted. Parece que lo han encerrado en una cárcel.

 El hombre abre el bolsillo de su camisa y saca un móvil. Lo sostiene en alto, como si fuera a fotografiarla o a grabarla.

 Elisabeth señala las cámaras de los postes.

 ¿No tiene ya bastantes vídeos de mí?

 Si no abandona inmediatamente la zona, el personal de seguridad la expulsará, dice el hombre.

 ¿Entonces no es usted el personal de seguridad?, dice Elisabeth.

 Señala el logo del bolsillo donde el hombre guardaba el móvil. Dice: SGRD.

 ¿Y esas letras? ¿Corresponden a «seguridad» o a «sagrado»?, pregunta ella.

 El hombre SGRD empieza a teclear en su móvil.



 Se lo advierto por última vez, le dice. Se iniciarán acciones en su contra a menos que abandone inmediatamente la zona. Está allanando ilegalmente una propiedad privada.

 ¿Se puede allanar legalmente?

 … si continúa cerca del perímetro la próxima vez que yo pase por aquí…

 ¿Perímetro de qué?, dice Elisabeth.

 Mira el paisaje vallado y lo único que ve es paisaje. No hay gente. No hay edificios. Solo hay valla y paisaje.

 … conducirá a acciones legales en su contra, está diciendo el hombre, que podrán implicar su detención, la entrega de su documentación personal y la toma de una muestra de su ADN.

 Prisión para árboles. Prisión para aulagas, para las moscas, para la mariposa blanquita de la col, para las mariposas duende oscuro. Centro de detención del pájaro ostrero.

 ¿Para qué son las vallas?, pregunta Elisabeth. ¿O no le está permitido decírmelo?

 El hombre la fulmina con la mirada. Teclea algo en el móvil y luego lo levanta para fotografiarla. Elisabeth sonríe a la cámara con simpatía, como cuando alguien te hace una foto. Luego da media vuelta y sigue andando. Oye que él llama por el móvil y dice algo, luego se sube al todoterreno y da marcha atrás en el espacio que separa las dos vallas. Después se aleja en la otra dirección.

 Las ortigas no dicen nada. Las inflorescencias no dicen nada. Las florecitas blancas en lo alto de sus tallos, Elisabeth no sabe cómo se llaman, pero lo que dicen es: nada.

 Los ranúnculos dicen nada con alegría. La aulaga lo dice inesperadamente, un nada de un amarillo intenso, tierno y delicado, que contrasta con el mudo y verde nada de sus espinas.

ALI SMITH - "Otoño" - (2016)


Imágenes: Lina Kusaite

miércoles, 8 de mayo de 2024

LE ATERRORIZABAN LOS NIÑOS NEGROS



Larry echó una mirada al niño que tenía al lado y luego fingió seguir enfrascado en la lectura. Le aterrorizaban los niños negros. El otoño que siguió al verano en el que cumplió once años, pasó a séptimo curso. La reciente redistribución de las escuelas del condado lo había sacado de la escuela pública de Fulsom y lo obligaba a ir a la de Chabot, donde el ochenta por ciento de los alumnos (el subdirector y buena parte de los profesores) eran negros, en su mayoría hijos de los hombres que trabajaban en el aserradero, o talaban árboles, o conducían los camiones de troncos. Aquellos chicos negros podían hacer todo lo que Larry era incapaz de hacer, atizarle a una pelota de voleibol, lanzar o atrapar un balón de fútbol, cazar una bola baja a ras de suelo o jugar al balón prisionero. Podían hacerlo y lo hacían. Manipulaban las pelotas como si fuesen magos, las de baloncesto se meneaban en sus manos de un modo increíble, las de béisbol desaparecían de la vista, chicos de ojos feroces que se lanzaban y tomaban las curvas de la vida con la misma suavidad que un bumerán. Aunque ninguno leía ni entendía el amor de Larry por los libros. Volvió a mirarlo de reojo y vio que Silas tensaba los labios y deslizaba los ojos por la página que estaba leyendo.

   —¿A qué curso vas? —preguntó Larry.

   Silas miró a su madre.

   —Díselo —dijo ella.

   —A octavo —dijo él.

   —Yo también.



   En Chabot, su padre dejó a los niños delante del colegio, salió primero Alice y luego Silas; Larry era plenamente consciente de lo inusual, de lo inapropiado, que era para los negros bajarse de la camioneta de un hombre blanco. Al deslizarse por el asiento, Larry miró a su padre, que tenía la mirada clavada en la carretera. Silas había desaparecido, probablemente tan consciente como Larry de la rareza de la situación, y Larry pasó por delante de aquella mujer llamada Alice, dándose cuenta por primera vez, al fijarse en la sonrisa que le dedicó, de lo encantadora que era.

   —Adiós —dijo ella.

   —Adiós —murmuró él y se marchó con sus libros. Miró hacia atrás una vez y vio a su padre diciendo algo, la mujer negaba la cabeza.

   A la hora del almuerzo, en la cafetería, buscó a Silas entre los chicos negros que ocupaban las dos mesas centrales, pero no lo vio. Tuvo que andarse con cuidado porque, si lo pillaban mirando, luego le meterían una paliza. Como de costumbre, se sentó con su bandeja y la leche a unos metros de un grupo de chicos blancos. De vez en cuando lo invitaban a unirse. Aquel día no.

   Su madre fue a recogerlo por la tarde, como de costumbre, y como de costumbre lo interrogó sobre su día. Le sorprendió lo de los inesperados pasajeros de la mañana. Le preguntó dónde los habían recogido.

   —No tenían abrigos —dijo él—. Se estaban congelando.

   —¿Dónde viven? —preguntó ella.

   Larry sintió que había hablado más de la cuenta y le dijo que no tenía ni idea. Durante el resto del viaje, su madre permaneció callada.

TOM FRANKLIN - "Letra torccida, letra torcida" - (2010)


Imágenes: Max Sansing

lunes, 6 de mayo de 2024

¿PERO VOS CREÉS EN ESAS COSAS?


—En cuanto la mujer me abrió le puse a David en los brazos. Pero esta gente además de esotérica es bastante sensata, así que dejó a David en el suelo, me dio un vaso de agua y no aceptó empezar a hablar hasta que no estuve un poco más calmada. El agua me devolvió algo del alma al cuerpo y es verdad, por un momento consideré que mis miedos podían ser una locura, pensé otras posibilidades por las cuales el caballo podía estar enfermo. La mujer miró fijamente a David, que se entretenía acomodando en fila unas miniaturas de adorno que había sobre la mesa del televisor. Se acercó y jugó un momento con él. Lo estudió con atención, disimuladamente, a veces apoyaba una mano en sus hombros, o le sostenía el mentón para mirarle bien los ojos. «El caballo ya está muerto», dijo la mujer, y yo no había dicho nada todavía del caballo, te lo juro. Dijo que a David le quedaban todavía algunas horas, quizá un día, pero que pronto necesitaría asistencia respiratoria. «Es una intoxicación», dijo, «va a atacarle el corazón». Me quedé mirándola, ni siquiera me acuerdo cuánto estuve así, helada, sin poder decir nada. Entonces la mujer dijo algo terrible. Algo peor a que te anuncien cómo se va a morir tu hijo.



   —¿Qué dijo? —preguntó Nina.

   —Andá, abrí los chupa-chupa —le digo.

   Nina se saca el cinturón, agarra el topo y sale corriendo hacia la casa.

   —Dijo que el cuerpo de David no resistiría la intoxicación, que moriría, pero que podíamos intentar una migración.

   —¿Una migración?

   Carla apagó el cigarrillo sin terminar y dejó su brazo estirado, colgando casi del cuerpo, como si todo el asunto de fumar la hubiera dejado completamente agotada.

   —Si mudábamos a tiempo el espíritu de David a otro cuerpo, entonces parte de la intoxicación se iba también con él. Dividida en dos cuerpos había chances de superarla. No era algo seguro, pero a veces funcionaba.

   —¿Cómo que a veces funcionaba? ¿Ya lo había hecho otras veces?

   —Era la única manera que tenía de conservar a David. La mujer me acercó un té, dijo que beberlo despacio me calmaría, que me ayudaría a tomar mi decisión, pero yo me lo tomé en dos tragos. No podía ni siquiera ordenar lo que estaba escuchando. Mi cabeza era una maraña de culpa y terror y el cuerpo entero me temblaba.

   —¿Pero vos creés en esas cosas?



   —Entonces David se tropezó, o mejor dicho, me pareció que se había tropezado, y tardó en levantarse. Lo vi de espaldas con su remera de soldaditos preferida, intentando coordinar los brazos para incorporarse. Fue un movimiento torpe e inútil, que me recordó a los que intentaba unos meses atrás, cuando todavía aprendía a levantarse por sí mismo. Era un esfuerzo que él ya no necesitaba y entendí que la pesadilla estaba empezando. Cuando se volvió hacía mí tenía el ceño fruncido, y un gesto extraño, como de dolor. Corrí hacia él y lo abracé. Lo abracé con tanta fuerza, Amanda, con tanta que me parecía imposible que algo o alguien en el mundo pudiera quitármelo de las manos. Lo escuché respirar, muy cerca de mi oído, un poco agitado. La mujer nos apartó con un movimiento suave pero firme. David se quedó sentado contra el respaldo del sillón, y empezó a refregarse los ojos y la boca. «Hay que hacerlo pronto», dijo la mujer. Le pregunté a dónde iría David, el alma de David, si podíamos mantenerlo cerca, si podíamos elegir para él una buena familia.

   —No sé si entiendo, Carla.

   —Sí entendés, Amanda, entendés perfectamente.

   Quiero decirle a Carla que todo es una gran

barbaridad.

   Ésa es una opinión tuya. Eso no es importante.

   Es que no puedo creerme semejante historia, ¿pero en qué momento de la historia es apropiado indignarse?

   —La mujer dijo que ella no podía elegir una familia —dijo Carla—, no podía saberse dónde iría. Dijo también que la migración tendría sus consecuencias. No hay sitio en un cuerpo para dos espíritus y no hay un cuerpo sin espíritu. La trasmigración se llevaría el espíritu de David a un cuerpo sano, pero traería también un espíritu desconocido al cuerpo enfermo. Algo de cada uno quedaría en el otro, ya no sería lo mismo, y yo tenía que estar dispuesta a aceptar su nueva forma.

SAMANTA SCHWEBLIN - "Distancia de rescate" - (2014)


Imágenes: Aron Wiesenfeld