La ayudante de Bennie, Sasha, le llevó una taza de café, con crema de leche y dos azucarillos. Entonces Bennie se sacó del bolsillo una cajita roja esmaltada, abrió el complejo cierre, pellizcó unos copos de oro con dedos temblorosos y los echó en la taza. Había empezado aquel régimen hacía dos meses, después de leer en un libro sobre medicina azteca que estos creían que el oro y el café combinados garantizaban la potencia sexual. De hecho, el objetivo de Bennie era mucho más humilde: él solo pretendía recuperar su apetito sexual, que se había esfumado misteriosamente. No estaba seguro de cuándo había sucedido, ni siquiera de qué lo había provocado: ¿habría sido su divorcio de Stephanie? ¿Las disputas por la custodia de Christopher? ¿Cumplir los cuarenta y cuatro? ¿Las quemaduras recientes y circulares en el antebrazo izquierdo, sufridas durante «La Fiesta», una debacle que había organizado ni más ni menos que la antigua jefa de Stephanie, que actualmente estaba en la cárcel?
El oro se posó sobre la superficie lechosa del café y empezó a girar a toda velocidad. Bennie estaba fascinado por aquel torbellino, que consideraba una prueba definitiva de la química explosiva de oro y café, un frenesí de actividad que lo arrastraba en círculos: ¿no era esa una descripción bastante precisa del deseo? A veces Bennie ni siquiera lamentaba su desaparición; casi era un alivio no experimentar el deseo constante de follarse a alguien. El mundo era sin duda un lugar mucho más tranquilo sin la semierección que había sido su compañera constante desde los trece años, pero ¿quería Bennie vivir en ese mundo? Sorbió su café adulterado con oro y echó un vistazo fugaz a los pechos de Sasha, que se habían convertido en la prueba de fuego con la que calibraba su mejoría. La había deseado durante casi todos los años que llevaba trabajando para él, primero al tenerla en prácticas, luego como recepcionista y finalmente como su ayudante (posición que había insistido en conservar, extrañamente reacia a convertirse en ejecutiva por méritos propios), pero Sasha había logrado eludir ese deseo sin tener que decirle que no, herir sus sentimientos o cabrearlo ni una sola vez. Ahora, en cambio, al mirar los pechos de Sasha bajo aquel ligero suéter amarillo, Bennie no sentía nada, ni siquiera un inofensivo cosquilleo de excitación. ¿Sería capaz siquiera de que se le empinara si así lo quería?
JENNIFER EGAN - "El tiempo es un canalla" - (2010)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.