Escenas que llegan como traídas por el viento. La primera vez que la inspectora de la escuela la llamó a su oficina y la sermoneó durante varios minutos acerca de la disciplina, de la necesidad de formar seres rectos (esa palabra usó, «rectos», y Ania imaginó un ejército de niños marchando con las espaldas muy erguidas, rectos de cuerpo y de espíritu, rectos de habla, tiesos e inquebrantables como un paredón). Que fuera más estricta, le exigió la inspectora. Que controlara las escrituras de los estudiantes, que no permitiera barbaridades como las del último diario mural, que llevaba crónicas con erratas como «alcohón» en vez de halcón (o de alcohol, vaya una a saber), «murmurllar» en vez de murmurar, «barbosa» en vez de babosa, «dientista» en vez de «dentista» o «baldrar» en vez de quién sabe qué. En el escrito del niño que puso los pelos de punta a la inspectora, un animal baldraba y Ania pensó en la extraña sugerencia de ese sonido: un ladrido o un balido que taladran el aire. A ella, a decir verdad, le parecían fabulosas las invenciones lingüísticas de los alumnos.
Pensaba que las palabras tenían pliegues y estaban siempre en la frontera entre la carne y el mundo. Sin embargo los niños (la gente en general, pero los niños en particular) no le gustaban demasiado. Si soltaba la imaginación, incluso, podía llegar a verlos como figuras diabólicas. Los niños, esos niños que le tocaban como aprendices, succionaban cada milímetro de su vida. De todas formas no se le pasaba por la cabeza corregirlos ni coserles la boca: volver rectas esas lenguas sueltas, tan vivas, aún sin la espuma de la adultez. A veces pensaba que no tenía tacto para relacionarse con la gente, que era mucho más llevadero un animal o una planta que un ser humano. Ella solo tenía un gato, un atado de pelos de color naranja convertido en un pariente involuntario, y con eso le bastaba.
A veces sentía que no servía para trabajar. No en una escuela al menos, no vigilando las conductas de los demás. Y estaba el otro asunto: Ania no sabía dormir. Con el paso de los años había olvidado cómo se dormía. Calmosedán, adormix, zopiclona, lo había probado todo. Andaba siempre cansada, bostezando en medio de las conversaciones. Así no se podía estar a cargo de un curso, hacer clases de nada. Tienes que cuidar tu higiene del sueño, le advertían en la escuela. Y a ella la expresión le hacía gracia. Se imaginaba pasando una esponja con jabón a sus somnolencias, escobillando sus pesadillas.
ALEJANDRA COSTAMAGNA - "El sistema del tacto" - (2018)
Imágenes: Ardila C
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