El retrato de la madre estaba colgado en el comedor: una señora sentada con sombrero de plumas y una cara larga y cansada con gesto de susto. Siempre había tenido mala salud, le daban mareos y palpitaciones, y cuatro hijos habían sido demasiados para ella. Murió poco después de que naciera Anna.
Anna, Giustino y la señora Maria iban al cementerio algunos domingos. Concettina no, porque ella nunca salía de casa los domingos, eran días que detestaba. Se ponía el vestido más feo que pudiera encontrar y se quedaba encerrada en su cuarto zurciendo medias. En cuanto a Ippolito, tenía que hacerle compañía al padre. En el cementerio, la señora Maria rezaba, pero los chicos no, porque el padre siempre decía que rezar es una estupidez, que Dios a lo mejor existe pero no hace falta rezarle, es Dios y ya sabe por sí mismo cómo anda todo.
Cuando aún no había muerto la madre, la señora Maria no estaba con ellos sino con la abuela, la madre del padre, y viajaban juntas. En las maletas de la señora Maria quedaban pegados cromos de los hoteles donde habían estado, y en un armario guardaba un vestido con botones en forma de abetos pequeñitos, comprado en el Tirol. La abuela tenía el vicio de viajar y nunca había podido quitárselo, en eso se había fundido todo el dinero, porque le gustaba ir a hoteles elegantes. La señora Maria contaba que en los últimos años se había vuelto muy mala, porque no aguantaba haberse quedado sin dinero, y no se explicaba cómo había podido ocurrir. De vez en cuando se le olvidaba y le entraba el capricho de comprarse un sombrero, y la señora Maria tenía que llevársela a rastras del escaparate mientras ella pisoteaba el paraguas y mordisqueaba rabiosa el velito de su sombrero. Ahora estaba enterrada en Niza, donde murió, donde tanto se había divertido de joven cuando era guapa y desenvuelta y aún conservaba su fortuna.
NATALIA GINZBURG - "Todos nuestros ayeres" - (1952)
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