Aún no ha empezado la batalla y la nieve huele a sangre. Al frente de su caballería, muy derecho en la montura, el rey admira lo que en breve será campo de fuego. Desenvaina el sable, vira grupa hacia sus filas para ordenar una carga y sólo entonces descubre lo imperdonable más allá de tricornios, banderas y capotes relucientes. El monarca pica espuela y cabalga entre el vapor de cien alientos hasta alcanzar al oficial que recula y tiembla. La mirada del rey es Desdén Luminoso; su voz, la Voz del Destino; sus palabras, el Martillo del Tiempo:
—¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?
El rey es Federico de Prusia. El oficial, uno de tantos. La batalla, Leuthen. «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?» El joven oficial sabe inútil cualquier respuesta; domina el miedo, acepta la vergüenza y se lanza contra las filas austríacas para jugar los albures del plomo y del acero. El regimiento sigue con ímpetu y alarido al cobarde transfigurado, y los jinetes pasan ante Federico con estrépito de ventisca. Cuando ya sólo le rodea su guardia y a lo lejos retumba el primer choque, Federico observa los cien caminos de huellas que se unen y deslindan hasta una trémula visión de caballos volcados, humo y súbitas erupciones de escarcha rojiza. No hay imprevistos esta vez; todo fluye según la estrategia. Y la nieve huele mucho a sangre. Y la sangre huele a esturión. A esturión podrido. O a estiércol. O a savia de pino tronchado. O a la espuma enjabonada que, cuando era niño, flotaba en la bañera con curvas de cisne.
No hay duda: los fervores de la guerra alteran el olfato. Su médico tendrá que verle. Hará llamar a su médico…
FRANCISCO CASAVELLA - "Lo que sé de los vampiros" - (2008)
Imágenes: Christoffer Relander