Un estilo, en efecto, imposible. Larry Snider no es el primero en observarlo. En preguntarse cómo se las compone Emil.
Hay corredores que parecen volar, otros bailar, otros desfilar, otros parecen avanzar como sentados sobre las piernas. Algunos dan tan sólo la impresión de ir lo más rápido posible a donde acaban de llamarlos. Emil, nada de todo eso.
Emil parece que se encoja y desencoja como si cavara, como en trance. Lejos de los cánones académicos y de cualquier prurito de elegancia, Emil avanza de manera pesada, discontinua, torturada, a intermitencias. No oculta la violencia de su esfuerzo, que se trasluce en su rostro crispado, tetanizado, gesticulante, continuamente crispado por un rictus que resulta ingrato a la vista. Sus rasgos se distorsionan, como desgarrados por un horrible sufrimiento, la lengua fuera intermitentemente, como si tuviera un escorpión alojado en cada zapatilla de deporte. Está como ausente cuando corre, tremendamente ausente, tan concentrado que ni parece estar cuando está ahí más que nadie, y su cabeza, encogida entre los hombros, sobre el cuello siempre inclinado hacia el mismo lado, se balancea sin cesar, se bambolea y oscila de derecha a izquierda.
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