Más allá de los bloques, estaba la selva de la Trinidad. Casas con olor a agua de mar y huesos hervidos. Tabernas como agujeros y tiendas que parecían tabernas, siempre con la luz eléctrica encendida y unas mujeres que asomaban a la calle medio deslumbradas de entre aquella penumbra incierta como si salieran de un túnel. Había perros sin dueño, hombres que salían a la puerta sin camisa y mujeres que los llamaban a gritos por las ventanas. Niños entre los cuales los niños de los bloques habrían sido princesas.
Calles dobladas y sin nombres, un laberinto estrecho que avanzaba trabajosamente hacia el río y el centro de la ciudad. Un territorio sin explorar, sólo vislumbrado, como si perteneciera a un futuro remoto, y en cuyos límites yo sólo había puesto los pies una tarde lejana, al salir del colegio y regresar a mi casa solo por primera vez.
«Es un hombrecito», dijo mi madre cuando esa tarde llegué a mi casa y me senté en una silla, balanceando las piernas, callado.
Un hombrecito. Los niños de los bloques nos llamaron un día a Ernestito, a Mauri y a mí princesas. A ellos les importaba poco que Ernestito fuese tan alto como un hombre y pesara casi tanto como todos ellos juntos. Le pidieron prestado su balón de cuero y cuando él se negó empezaron a escupir, a mirarse entre ellos riéndose sin ganas y a llamarnos princesas.
ANTONIO SOLER - "Una historia violenta" - (2013)
Imágenes: Eric Drigny
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