Yo he visto llorar a los hombres, y no
hay nada más terrible. Yo los he visto derramarse en lagrimones que
eran su pura esencia, como el semen. Lloran con la pena de su pena y
con la del llanto, luchando para no ver o que no vean sus lágrimas.
Los he visto tragándose la sal del sollozo, que debía saberles
amarga como hiel. Su lloro es una ofrenda, una confesión, no les
hace falta hablar; es como si al elegirte de testigo, tú ya
conocieras toda su amargura. No hay que preguntarles nunca por qué,
no hay que consolarlos, ni intentar comprenderlos; lloran, y debe
contemplarse esa aflicción como se contemplan los montes, con
recogimiento, como se mira a los muertos, con respeto. Siempre lloran
por amor, propio o ajeno, se rompen delante de ti, se cuartean.
(...) Lloraba ya entonces sin parar, a
regueros, sin hacer el menor ruido ni hipar. Yo lloraba también,
borboteando, triturada por dentro, rabiando. Allí acostados,
abrazados el uno al otro, como si nos arrancaran la piel cada vez que
nos separábamos un poco. No oponía resistencia, hijos míos, porque
se daba cuenta de que no había nada que hacer. Él sabía que las
mujeres tenemos una vida y después un amor, en este orden. Ellos no,
cuando tienen un amor ya no tienen nada más, ahí dentro lo meten
todo, por eso da miedo verlos llorar.
ALICIA GIMÉNEZ BARTLETT - "Caídos en el valle" - (1989)
Imágenes: Raphael Guarino
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