Estaban ahí. La vieja en la fría penumbra. El viejo tendido en el suelo como un sapo, mirando con ese mirar con que el hombre mira el mirar de las vacas que miran las cosas. —Eres mala. Pájara —dijo él.
Estaban ahí. Ella era pequeña y delgada, con cara de raíz, pelos en el mentón como brotes de patata y una melena muy larga, de hebras amarilleadas por los años y el agua de colonia. Olía a hojas y a tierra, a lombriz. Al olor ensordecedor del mar.
Manuel y Lucha Amorodio.
Estaban ahí.
Él llevaba casi dos años encamado en un jergón de ese faiado, confundido entre viejos sedales y anzuelos, el cochecito de la niña, muñecas mutiladas y periódicos de una antigüedad remota. A la altura de los ojos, los frascos con los engendros que coleccionaba —un conejo con cinco patas, un pollo con doble pico—, que tan feliz lo habían hecho sentir durante ese tiempo.
Pero algo había cambiado esa mañana. Algo que lo hizo levantarse, acercarse a la mesa y mirar. Con manos temblorosas, cogió un sobre, extrajo dos folios y los leyó. Con un bufido de rabia, los arrojó a un lado. Avanzó hasta la estantería, tomó la escopeta y con ella comenzó a barrer los frascos, que cayeron al suelo un poco antes que él: un río verde de formol se abrió paso entre las esquirlas de cristal, emborronando la tinta del papel.
El monstruoso secreto de toda una vida al descubierto.
Estaban ahí.
—Pájara.
Las manos suspendidas en el aire como un ratón, Lucha se acercó.
—No digas nada —prosiguió Manuel mirándola desde el suelo, casi sin aliento—. Tan solo escucha y no digas nada. Habría asumido que no me amaras, al fin y al cabo, yo también cometí mis pecados, pero… —Se giró para señalar con un dedo trémulo los folios y el sobre rasgado, tirados por el suelo—. ¡Pero lo que dices ahí! ¡De eso no creí que fueras capaz! ¿No sientes vergüenza?
Lucha no dijo nada, oyendo su respiración sofocada. Pensó en callar porque, seguramente, el silencio sería más elocuente. Pero ahora él esperaba una respuesta; por fin dijo:
—La vergüenza es lo único que me mantuvo viva.
Mirada de decepción. Durante mucho tiempo, al principio de casados, había sido de impotencia, pesadumbre de hombre que no consigue hacerse amar. Luego de rabia. Con el correr de los años, llegó el cansancio. Un cansancio mudo que forzaba a la extravagancia. Algo próximo al hastío que hacía que ella fuera incapaz de mirarlo a los ojos.
Ahora aquella mirada era un erial donde latía el rencor. Lo que durante tanto tiempo había atenazado el cuerpo de él, convirtiéndolo en un silencioso nudo de sufrimiento, acababa de estallar con violencia. ¿Por qué le había hecho eso? ¿Por qué? El corazón le subía hasta la boca. Mala. Eres pájara. Mala.
Al escuchar esas últimas palabras, Lucha se sintió repentinamente triste. Triste por ser incapaz de contar la verdad, que era mucho más bella que todo lo que su marido deseaba oír de ella. Menos mal que no tuvo que contestar.
Con una expresión de fatiga y espanto, Manuel apretó el gatillo. En los oídos de Lucha resonó un rugido espantoso. Pero cuando se quiso dar cuenta, no era ella sino su marido —los ojos desorbitados con las pupilas opacas, pero qué raro, sin sangre ni herida— quien parecía haber muerto. Cristal, su nieta de trece años, estaba de rodillas detrás de él, la mano sujetando el cañón de la escopeta cuya bala había conseguido desviar. Dijo:
—Casi la mata, avoa.
CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE - "La nostalgia de la Mujer Anfibio" - (2022)
Imágenes: Rima Day