Citas con los libros.

Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 30 de octubre de 2025

NO TENÍA MÁS REFERENCIA QUE LOS RITMOS DE MI CUERPO

 


Fuera, más allá de los muros, en ese mundo exterior del que nos ocultaban todo, salvo los alimentos que comíamos y las telas que nos daban, habían tenido lugar unos hechos y sus consecuencias llegaban hasta nosotras. Los guardianes siempre habían sido tan viejos que no los veíamos envejecer. Yo había llegado de niña, era una mujer, definitivamente virgen, pero adulta a pesar de mis pechos inacabados y mi pubertad abortada: había crecido, se podía medir en mi cuerpo el paso del tiempo. Las mujeres ancianas no cambiaban, como tampoco los guardias más viejos, el pelo se volvía blanco, pero tan lentamente que no llamaba la atención. Yo había sido un reloj: al mirarme, las mujeres miraban cómo pasaba el tiempo para ellas. Quizá por eso no me querían, quizá mi mera existencia las hacía llorar. El joven guardia no era un niño cuando llegó, ya era mayor, con su pelo hirsuto, su rostro sin arrugas: aparecerían las primeras marcas de la edad y yo me tocaría la piel para saber si también me llegaban a mí. Él también sería un reloj, envejeceríamos al mismo ritmo, podría observarle y juzgar, por la flexibilidad de sus andares, el tiempo que me quedaba.



   En cualquier caso, había habido un cambio. En algún lugar, alguien había tomado una decisión que nos afectaba, cuyos efectos podíamos comprobar, uno de los viejos había desaparecido, quizá había muerto y lo habían sustituido por otro. ¿Se habría escapado esa información a la atención de quienes regían nuestras vidas?, ¿no les importaba que la tuviéramos?, o bien, ¿habían aflojado la vigilancia?

   No quitaba los ojos de los guardias. Siempre eran tres, iban y venían por la galería. No se hablaban. Cuando se cruzaban, no se miraban, pero me parecía que se vigilaban entre sí tanto como nos vigilaban a nosotras. Quizá temieran que uno de ellos se saltara las consignas, que nos dirigiera la palabra. Tuve de nuevo una intuición fulgurante, comprendía por qué tenían que ser tres: eso impedía que entre ellos naciera una complicidad, no les permitían conversaciones privadas cuya exhibición nos hubiera podido dar información, debían mantener todo el rato su posición de carceleros suspicaces. Los dos hombres que hacían la ronda con el joven guardia ya llevaban mucho tiempo allí. En los primeros años, las mujeres habían intentado hablar con ellos, exigir algo o darles lástima, pero nada había logrado quebrar su impasibilidad hiriente, así que renunciaron y actuaban como si no los vieran, como si hubieran borrado esa presencia de sus mentes, o como si fueran como los barrotes: ya sabemos dónde están y dejamos de tropezar con ellos. Nadie esperaba que les molestara lo más mínimo, pero el orgullo de las prisioneras estaba a salvo. Ya no les pedían nada ni sufrían su carácter imperturbable como un insulto. Eso daría más fuerza a la mirada de una chica sentada, inmóvil.



   Ya no me contaba historias, así que cuando miraba al guardia estaba creando una. Hacía falta paciencia, pero tenía de sobra. Ni sé cuántos periodos de vigilia pasaron así. Reflexionaba mucho, me pareció que ya no había que pensar en términos de días y de noches, sino de periodos de vigilia y de sueño. Cada vez estaba más segura: no vivíamos en ciclos de veinticuatro horas. Cuando bajaba la luz, no estábamos cansadas: las mujeres decían que era porque no tenían nada que hacer. Quizá llevaran razón, yo no sabía lo que era trabajar. Al observar constantemente al joven guardia me convencí de ello. El relevo no tenía lugar cuando nos levantábamos, comíamos o nos acostábamos, cuando circulábamos en todos los sentidos, sino en periodos neutros e irregulares. La gran puerta se entreabría, los tres hombres que giraban alrededor de la jaula se reunían, a veces se marchaban mientras que los siguientes entraban, a veces solo sustituían a uno o dos de ellos. ¿Había alguna relación entre sus horarios y los nuestros? ¿Cómo podría medir el paso del tiempo? No tenía más referencia que los ritmos de mi cuerpo.

JACKELINE HARPMAN - "Yo que nunca supe de los hombres" - (1995)


Imágenes: Ayako Kita

martes, 28 de octubre de 2025

LE DIJE CON UN TARTAMUDEO QUE LA ESTABA BUSCANDO


 La lit
eratura se me apareció bajo los rasgos de una mujer de aterradora belleza. Le dije con un tartamudeo que la estaba buscando. Ella se rio con crueldad y dijo que no le pertenecía a nadie. Me puse de rodillas y le supliqué: Pasa una noche conmigo, una mísera noche solo. Ella desapareció sin decir palabra. Me puse a perseguirla, lleno de determinación y de desprecio: ¡Te atraparé, te sentaré en mi regazo, te obligaré a mirarme a los ojos, seré escritor! Pero siempre llega ese momento terrible, en mitad del camino, en plena noche, en que retumba una voz y te alcanza como un rayo; y la voz te revela, o te recuerda, que la voluntad no basta, que el talento no basta, que la ambición no basta, que tener una buena pluma no basta, que haber leído mucho no basta, que ser famoso no basta, que tener una vasta cultura no basta, que ser sensato no basta, que el compromiso no basta, que la paciencia no basta, que emborracharse de pura vida no basta, que apartarse de la vida no basta, que creer en tus sueños no basta, que descomponer la realidad no basta, que la inteligencia no basta, que emocionarse no basta, que la estrategia no basta, que la comunicación no basta, que ni siquiera basta con tener cosas que decir, igual que tampoco basta el trabajo apasionado; y la voz dice además que todo esto puede ser, y a menudo es, una condición, una ventaja, un atributo, una fuerza, sí, pero la voz añade enseguida que, en esencia, ninguna de estas cualidades basta nunca cuando se trata de literatura, ya que escribir exige siempre otra cosa, otra cosa, otra cosa. Luego la voz se calla y te deja solo, en mitad del camino, con el eco de otra cosa, otra cosa, que rebota y se escapa, otra cosa ante ti, escribir exige siempre otra cosa, en esta noche sin amanecer seguro.

MOHAMED MBOUGAR SARR - "La más recóndita memoria de los hombres" - (2022)


Imágenes: Tarta Kings

domingo, 26 de octubre de 2025

YO AQUÍ NO PINTO NADA

 


Yo aquí no pinto nada.

Y tú, ¿qué pintas?

Yo aquí estoy de reserva,

en el banquillo

de los que esperan.

En el banquillo

de los acusados

de no haber actuado.


Yo, ni pincho ni corto.

Ni corto ni perezoso,

pero aburrido,

pero sumido

en el más absoluto caos

mental,

fundamental,

monumental

e instrumental.





Yo, aquí, pinto poco.

Poco a poco,

sin pausa pero sin prisa:

ya me he vuelto loco.

Hace tiempo...

Pero ni siquiera yo lo noto.


16-09-2025


Imágenes: Karla Ortiz

viernes, 24 de octubre de 2025

ESA NEBLINA MENTAL CARACTERÍSTICA


Era agosto. El mar estaba templado, y más templado cada día.

   Alex esperó a que terminara una racha de olas para meterse en el agua, y luego vadeó trabajosamente hasta que fue lo bastante hondo para zambullirse. Una tanda de brazadas enérgicas y ya estaba fuera, al otro lado del rompiente. La superficie se movía en calma.

   Desde ahí la playa se veía inmaculada. La luz —la famosa luz— hacía que todo pareciese ambarino y apacible: el verde oscuro y europeo de los arbustos, los matojos de barrón susurrando al unísono. Los coches del aparcamiento. Hasta el enjambre de gaviotas saqueando una papelera.

   En la arena, las toallas estaban ocupadas por plácidos bañistas. Un hombre con un bronceado como el cuero de una maleta cara soltó un bostezo; una madre joven contemplaba corretear a sus hijos, que iban y venían jugando con las olas.

   ¿Qué verían si miraban a Alex?

   En el agua, era como los demás. No tenía nada de peculiar una chica nadando sola. No había manera de saber si aquel era o no su sitio.

   La primera vez que Simon la llevó a la playa, él se descalzó en la entrada. Lo hacía todo el mundo, por lo visto: había pilas de zapatos y sandalias junto a la baranda baja de madera. «¿No se los llevan?», le preguntó Alex. Simon arqueó las cejas. ¿Quién se iba a llevar unos zapatos que no eran suyos?



   Pero fue lo primero que pensó: lo fácil que sería llevarse cosas en aquel lugar. De todo tipo. Las bicis apoyadas en la cerca. Las bolsas descuidadas en las toallas. Los coches abiertos, porque nadie quería ir con las llaves encima en la playa. Un sistema que solo se sostenía porque todos creían estar entre iguales.

   Antes de salir hacia la playa, Alex se había tomado un calmante de los de Simon, sobras de una antigua operación, y había descendido ya sobre ella esa neblina mental característica, con el agua salada envolviéndola como segundo narcótico. El corazón le latía agradable, perceptiblemente en el pecho. ¿Por qué sería que bañarse en el mar lo hacía sentir a uno tan buen ser humano? Hizo el muerto, con el cuerpo meciéndose un poco en el vaivén, los ojos cerrados al sol.



   Había una fiesta esa noche, la daba uno de los amigos de Simon. O un colega de negocios: todos sus amigos eran colegas de negocios. Hasta entonces, horas por llenar. Simon pasaría el resto del día trabajando, y Alex abandonada a su suerte, como siempre desde que habían llegado, hacía cerca de dos semanas. No le importaba. Había ido a la playa casi todos los días. Mientras, iba vaciando el alijo de calmantes de Simon a un ritmo sostenido pero indetectable, o eso esperaba. E ignorando los mensajes cada vez más desquiciados de Dom, cosa bastante fácil. Dom no tenía ni idea de dónde estaba. Había intentado bloquearlo en el móvil, pero él conseguía contactarla desde números nuevos. Alex se cambiaría el suyo en cuanto tuviera ocasión. Esa mañana le había pegado otro toque:

   

     Alex

     Alex

     Dime algo


   Pese a que los mensajes seguían haciéndole un nudo en el estómago, solo tenía que apartar la vista del móvil y todo pasaba a parecer controlable. Estaba en casa de Simon; las ventanas con vistas a puro verdor. Dom estaba en otra esfera, una que podía hacer como si ya no existiera del todo.

EMMA CLINE - "La invitada" - (2023)


Imágenes: Tom Hegen

miércoles, 22 de octubre de 2025

LAS CONNOTACIONES ERÓTICAS DE LA GRANADA


Me parece importante resaltar que Granada no debe su nombre, como se suele creer, a la hermosa fruta así llamada en español, sino a un topónimo muy antiguo, prerromano, Karnattah o Garnata, de significación incierta y quizá de raíz púnica. Cuando la ciudad fue tomada por Fernando e Isabel prevaleció la etimología popular al constatar sus nuevos dueños la proliferación del granado en los jardines y huertas árabes de la misma (debido al hecho de ser el frutal por excelencia del Paraíso coránico). Convertida en símbolo oficial del reino cristiano, la granada se añadió al escudo real. Cabe deducir que favoreció su incorporación la coincidencia de que, caída su hermosísima flor bermellón, los puntiagudos sépalos del cáliz se van abriendo para figurar una llamativa corona invertida.

  Richard Ford comenta que, de haber querido los árabes dar el nombre de la granada a la ciudad, hubiesen utilizado el que les proporcionaba su propio idioma, Romman. Le entusiasmó descubrir que los granadinos comían todavía una ensalada, conocida como ensalada romana, hecha con los suculentos granos de la fruta.

  Al recibir el encargo de diseñar una entrada monumental a la Alhambra, Pedro Machuca, discípulo de Miguel Ángel y arquitecto del palacio de Carlos V, decidió adornar su frontón, centrado por el escudo del emperador, con tres enormes ejemplares, medio abiertos, de la simbólica fruta. Se trata de la hoy conocida Puerta de las Granadas, situada en la empinada cuesta de Gomérez, que arranca en Plaza Nueva.


  Hoy no se puede dar un paso por la ciudad sin tropezar enseguida con representaciones de la granada. Figura en todos los rótulos callejeros de cerámica —la famosa cerámica azul y verde del barrio albaicinero de Fajalauza—, en los célebres empedrados de la ciudad (con su mezcla de guijos blancos y negros), en las bocas de riego y hasta en los innumerables bolardos instalados en filas, como soldados diminutos, para impedir el indebido aparcamiento de coches en las aceras. En medio de Puerta Real, epicentro de la ciudad, el Ayuntamiento ha plantado un granado que, en mi última visita, ya prometía una cosecha abundante. La insistencia sobre la etimología popular y errónea del nombre de la ciudad es, pues, absoluta. ¡Granada está llena de… granadas!

  El nombre procede del latín malus granata, o sea «fruta llena de granos». Y se entiende porque, cuando en otoño se empieza a abrir su dura coraza protectora, revela dentro centenares de semillas repletas de zumo rojo. ¿Quién fue el primero en intuir, contemplándola así, la posibilidad de fabricar un pequeño artefacto metálico, redondo como ella, que cupiera en la mano como una pelota y llevara en sus entrañas semillas mortíferas? No lo he podido descubrir, pero hay que reconocer la genialidad del invento. Desde entonces, la granada (en inglés y francés grenade) ha causado muchos estragos en el mundo.

  Por otro lado habría que tener en cuenta las connotaciones eróticas de la granada, relacionada de manera estrecha, en la cultura grecorromana, con Afrodita o Venus, diosa del amor, quien, según uno de sus mitos, se la regaló al pueblo de Chipre nada más poner los pies en tierra tras su nacimiento de la espuma del mar. Hay incluso quienes mantienen que la fruta prohibida del Edén, no especificada en el Génesis, fue en realidad, más que manzana, una granada. ¡Quién sabe!

IAN GIBSON - "Poeta en Granada" - (2015)


Imágenes: Sonia Rentsch

lunes, 20 de octubre de 2025

A MAMÁ LE DECÍAMOS LA ROCA

 


A mamá le decíamos La Roca. En la historieta de Stan Lee que se llama Los Cuatro Fantásticos, uno de los Cuatro es un tipo hecho de piedras a quien se llama The Thing, La Cosa. Esa fue la inspiración. A mamá no le gustaba demasiado que la comparásemos con un tipo calvo y patizambo, pero comprendía el reconocimiento a su autoridad que el mote escondía. Eso la dejaba contenta, siempre y cuando fuésemos el Enano y yo quienes hiciésemos uso del alias. Cuando era papá quien la llamaba así —y papá era el peor—, el tema adquiría características sensurround, como las películas de catástrofes que hacían vibrar la butaca del cine.

Mamá siempre fue rubia para nosotros, aunque las fotos más viejas revelen que se volvió rubia con el tiempo. Era menuda y vivaz, en esto era la antítesis de The Thing. Cuando yo era más chico le gustaban los crucigramas y las películas. En su mesa de luz tenía una foto de Montgomery Clift, de la época en que todavía era lindo, antes del accidente de auto que le arruinó la cara. Además era fanática de Liza Minnelli. Por las mañanas nos despertaba con la música de Cabaret. Mamá cantaba bien y se sabía las letras de memoria, desde el wilkommen, bienvenue, welcome del inicio hasta el aufwiedersehen, à bientôt que precedía al platillazo final. En el contexto de sus adoraciones está claro que yo debería ser gay, pero esa es tan sólo una de las cosas que se torció por el camino.



Yo la veía lindísima. Todos los varones piensan eso de sus madres, pero debo decir, en mi favor, que la mía tenía la Sonrisa Desintegradora, un superpoder por el que Stan Lee pagaría buen dinero: cada vez que se sabía en falta, por ejemplo cuando le reclamaba la plata que recaudé en mi cumpleaños y que me pidió prestada, recurría a la Sonrisa Desintegradora y a mí se me derretía algo adentro y me quedaba sin fuerzas para seguir la marca a presión. (Esa plata no me la devolvió nunca, si vamos al caso.) Papá decía que no nos quejásemos, que en el dormitorio mamá solía utilizar la Sonrisa para fines más siniestros, y se quedaba en silencio, mientras la imaginación hacía su trabajo en nuestras febriles cabezas.

Pero los poderes que le valieron su alias eran otros, que la misma Cosa habría envidiado. Mamá podía recurrir a la Mirada de Hielo, al Grito Paralizador y, en el caso más extremo, al Pellizco Fatal. Para peor, no le conocíamos talón de Aquiles alguno. Con mamá no había kriptonita que valiera. Lo cual no impedía que la pusiésemos a prueba diariamente, que nos expusiésemos de forma intrépida a la Mirada, el Grito y el Pellizco y que, vulnerables, sucumbiésemos al fin. En nuestros enfrentamientos siempre hubo algo atávico, como entre lobos y hombres, como entre Superman y Lex Luthor, una contienda que era más grande que la vida misma y que repetíamos a sabiendas de que se trataba de un drama escrito para deleite de alguna deidad de sensibilidad isabelina. Combatíamos porque el combate nos definía, a unos y a otros. En la batalla éramos.



Mamá se doctoró en Física y trabajaba como profesora en la Universidad. Siempre decía que en realidad quiso estudiar biología, y que su desvío hacia las leyes del universo había que atribuírselo a su también inflexible madre, la abuela Matilde. Hay que conocer a la abuela Matilde para darse cuenta de lo absurdo de la alegación. No creo que a la abuela le interesase otra cosa del futuro de mamá que su capacidad de seducir a un muchacho de buen pasar. (Otra de las frases que hacía las delicias del Enano: ¿significaba ese buen pasar lo opuesto a, por ejemplo, pasar tropezándose?) Descartada esa posibilidad tras la aparición de mi padre —que tenía un pasar, simplemente—, a la abuela Matilde le debe haber dado igual la física, la biología o la acupuntura. Y además me resulta difícil imaginar a mamá sometiéndose a sus designios. Ignoro a qué se debe este mito fundacional de la familia. Pero lo cierto es que mi afición por las ciencias que estudian lo que el mexicano llamó el misterio de la vida se la debo a mamá.

Eso y el fanatismo por Liza. ¿Algún problema?

MARCELO FIGUERAS - "Kamchatka" - (2003)


Imágenes: DU Kun

sábado, 18 de octubre de 2025

SIN MÍ EL MUNDO FUNCIONARÍA PEOR



 —Sí, igual que cuando te dio a luz.

   —Estaba de guardia en el hospital y cuando empezaron las contracciones se limitó a seguir trabajando. Hasta que no sintió las contracciones de presión no se tumbó en una habitación libre, y cuando salí, pinzó el cordón umbilical a la altura del ombligo y se concentró en echar la placenta. Tiró del cordón y le dijo a una enfermera que se ocupara de mí. Después siguió trabajando.

   —No.

   —Sí. Había que hacer varias cesáreas esa noche y mi parto no tuvo complicaciones.

   —Es una historia increíble.

   —Y eso no es todo. Cuando acabó la guardia a la mañana siguiente, se le había olvidado que había tenido un bebé. Al menos eso es lo que lleva diciendo todos estos años, y yo me lo creo. Me creo que se le hubiera olvidado. Solo se acordó cuando la enfermera entró en la sala de guardia conmigo en brazos.



   —Pero entonces llamó a tu padre, ¿no?

   —Sí, entonces llamó por fin a mi padre. Él no sabía nada. Él quería divorciarse y venir a vivir con nosotras, pero mi madre no quiso. Desde el primer momento, contrató a una estudiante que me cuidaba a cambio de alojamiento y manutención, y así siguieron las cosas, una estudiante después de otra, hasta el día en que mi madre descubrió que yo llevaba varios meses yendo y viniendo sola del colegio, y entonces no contrató a nadie más, y desde ese momento, yo tendría unos cinco años, me las he arreglado sola. Cuando se fue la última estudiante, ya nadie hacía las tareas domésticas, y cuando cumplí siete u ocho años me empecé a fijar en que las casas de los demás estaban mucho más limpias y ordenadas. Si nunca hubiera salido de Oscars gate, tal vez no me habría dado cuenta de nada, pero cada vez que iba a casa de unos amigos y a ver a mi padre en Drammen y volvía a casa, sentía el fuerte olor a suciedad y a polvo y a basura. La comida del frigorífico a menudo estaba verde de moho. En el alféizar de las ventanas había una capa de polvo tan gruesa que yo creía que era gris, hasta que lo limpié con un trapo húmedo y descubrí que en realidad era blanco.



   Bjørn me mira recostado. De vez en cuando niega con la cabeza y profiere algún sonido de incredulidad.

   —Mucha gente no se lo cree. Creen que exagero o que me lo invento. Pero cuando veo reportajes del Tercer Mundo, con fotos de niños que llevan a sus hermanos a la espalda, hay algo en sus rostros en lo que me reconozco. Un gesto serio y formal, porque se les ha confiado un puesto importante, una tarea fundamental. Pienso en ello a menudo cuando vienen pacientes jóvenes y deprimidos a la consulta; jóvenes que aparentemente lo tienen todo, unos padres que los quieren más que a nada en el mundo y que los cubren de amor, de atenciones, de dinero y de ayuda, y, sin embargo, a estos jóvenes les falta algo que yo sí tenía: la sensación fundamental de que «sin mí el mundo funcionaría peor».

NINA LYKKE - "Estado del malestar" - (2020)


Imágenes: Brooke DiDonato