Citas con los libros.

Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 13 de noviembre de 2025

¿ES LA VIDA DIVERTIDA O DA MIEDO?

 



Pero, en lo referente a la idea del arcoíris, ella estaba convencida. La gente era increíble. Mamá era alucinante, Papá era alucinante, sus profesores trabajaban tanto y tenían, además, sus propios hijos, y algunos se estaban divorciando, como la Sra. Dees, pero, con todo, siempre sacaban tiempo para sus alumnos. Lo que le resultaba especialmente inspirador de la Sra. Dees era que, a pesar de que el Sr. Dees engañaba a la Sra. Dees con la encargada de la bolera, la Sra. Dees seguía impartiendo la mejor clase de Ética al plantear cuestiones como: «¿Puede el bien triunfar o, más bien, son las personas buenas las que siempre acaban puteadas, siendo el mal mucho más temerario?». Esa última parte parecía un golpe bajo que la Sra. Dees le lanzaba a la muchacha de la bolera. Pero, ¡en serio!, ¿es la vida divertida o da miedo? ¿Es la gente buena o mala? Por un lado, esas imágenes de cuerpos pálidos y ojerosos siendo apisonados mientras unas alemanas gordas pasan de largo masticando chicle. Por otro, gente del campo, incluso personas cuya granja se encontraba sobre una colina, que se quedaba a veces hasta tarde rellenando sacos de arena.



   En la votación que hicieron en clase ella había puesto que la gente era buena y que la vida era divertida, y al instante recibió una mirada piadosa de la Sra. Dees mientras enumeraba sus puntos de vista: «Para hacer el bien, solo tienes que decidir hacer el bien»; «Tienes que ser valiente»; «Tienes que defender lo que es correcto». Tras esto último, la Sra. Dees había emitido una especie de gemido, algo comprensible; la Sra. Dees tenía mucho dolor acumulado, pero también era capaz, aún, de encontrar la diversión que contiene la vida y de reconocer la bondad en las personas, porque, si no, ¿por qué quedarse a veces corrigiendo hasta tan tarde y llegar al día siguiente agotada, con la blusa del revés, tras colocártela mal en la penumbra del amanecer, querida alma trastornada?

GEORGE SAUNDERS - "Diez de diciembre" - (2013)


Imágenes: Gerwyn Davies

lunes, 10 de noviembre de 2025

EN NUESTRA FAMILIA HABÍA COSAS DE LAS QUE NO SE HABLABA


Juana echó los ravioles en el agua burbujeante y me acerqué a la sartén para aspirar el aroma de la salsa.

  —La receta de la tía Mari —dijo Andrés revolviendo con la cuchara de madera.

  Tácitamente nos adjudicamos los lugares en la mesa: él en la cabecera, Juana a su izquierda, yo a su derecha. Juana sirvió los platos, el de Andrés y el mío hasta rebasar, el de ella no, como hacía mamá, temerosa de que faltara comida aunque siempre sobrara.

  —¿Nos abrimos un vinito? —Andrés descorchó una botella y llenó hasta arriba mi vaso y el suyo, Juana no bebía. Nos pasó un bol con el queso—. El parmesano, indispensable. Es el hormigón que liga los ingredientes permitiendo que conserven su sabor y potenciándolos. Necesitamos un parmesano en esta familia y voy a ser yo. —Se rio y se acabó el vino.

  En la televisión un conductor de traje brillante y ancha corbata fucsia daba paso a una periodista en exteriores. Qué mal se vestían los comentadores, incluso las modelos que aparecían en los anuncios callejeros. Todo el país se había degradado, el mal gusto llegaba hasta las tipografías de esos carteles bajo las imágenes duplicando lo que veías y escuchabas. La periodista se acercaba a unos ancianos en la puerta de un asilo: habían hecho una inspección y lo cerrarían en una semana por incumplimiento de las normas de higiene. Los viejitos se manifestaban porque no tenían adónde ir.



  —Así voy a terminar yo —bromeé—. Quién sabe dónde va a estar Felipe y quién me va a cuidar.

  —Yo, por supuesto —dijo mi hermana con la satisfacción con la que presentaría a una paciente el tranquilizador resultado de un análisis temido. Me cuidaría también de vieja, como había cuidado a nuestros padres. Para eso había venido al bosque, ni su hija universitaria ni su marido millonario la necesitaban, nosotros sí.

  La conversación se detuvo, estudiábamos nuestras caras. Andrés tenía algunas canas, nosotras las teñíamos. Mi tintura viraba al rojo a diferencia de la de Juana, de mejor calidad. Las comisuras de su boca se alejaban hacia las orejas dándole un aire de tiburón. Ya en el viaje en auto lo había notado pero no me atreví a preguntarle. En nuestra familia había cosas de las que no se hablaba: cirugías estéticas, sexo, depresión. Afuera cantaban los grillos. De niña ese sonido metálico me hacía imaginarlos de color plateado hasta que papá me mostró uno, igual a una cucaracha.

  Andrés me miraba con ojos opacos. Su nariz era ahora ganchuda; la de Juana, en cambio, se había respingado como su carácter, el mismo de mamá. También había heredado sus palabras y gestos, como ese de cruzarse el saco y los brazos sobre el pecho.

  —Está refrescando —anunció y se levantó a cerrar la ventana.

  —Vengan que les muestro el jardín —dijo entonces Andrés.

MARÍA FASCE - "El final del bosque" - (2025)


Imágenes: Gregory Crewdson

sábado, 8 de noviembre de 2025

NO HABÍA VISTO MI LOCURA MÁS QUE EN LA CAMA

 


Iba a golpear a la puerta cuando oí su voz. «Ya lo sé… Yo también te extraño… Silvia, Silvia». Me alejé de espaldas como si hubiera recibido un disparo. Caminé en círculos mientras mi cabeza se llenaba y se vaciaba. Arranqué un ramo de jazmines azules de una casa abandonada, me los puse en el pelo y volví sobre mis pasos. Esta vez ladró el perro y golpeé.

  Ernesto miró las flores en mi pelo. Me besó los labios fríos y anunció que iba a hacer té. Lo habían contratado de fotógrafo para otra boda, dentro de unos meses, me contó mientras hervía el agua en la cocina. Había ganado una beca y había empezado un máster en fotografía, ahora sus fotos tenían un discurso. Llenó dos tazas que apoyó sobre la mesa y nos sentamos.

  Silvia, Silvia, recordé y la taza se me cayó de las manos.

  —Ni la taza se va a desromper ni el té va a desderramarse… —recitó él y quise clavarle un trozo de la loza que se agachó a recoger o subirme encima y besarlo y hacerlo allí mismo, sobre la loza rota. Los sentimientos no eran exactos como la física.

  —Es el ejemplo que pone Alok Jha para explicar por qué un sistema aislado permanece cerrado o bien evoluciona hacia un estado más caótico, nunca hacia otro más ordenado. —Buscó otra taza, me sirvió más té—. En el espacio puedes moverte en muchas direcciones, pero en el tiempo solo podemos movernos hacia adelante.

  Bebí para calmarme. Él no tocó su taza.

  —Tengo un proyecto —dijo observándome—: llevar la física a la fotografía.

  Buscaba mi aprobación como yo ante mi madre. No sabía nada de mí. No me había fotografiado, no me había investigado. No había visto mi locura más que en la cama.

MARÍA FASCE - "El final del bosque" - (2025)


Imágenes: Gregory Crewdson

jueves, 6 de noviembre de 2025

EL EJÉRCITO DE SOLITARIOS QUE LLAMA A LA RADIO PARA HABLAR DE AMOR

 


Su momento preferido de la emisión son las canciones que conoce hace años pero que hoy tienen un nuevo significado. Aunque, debe admitirlo, también escucha con atención las llamadas de los oyentes.

   Algunos felicitan por el programa y, por el ruido de fondo, parecen acompañados. Pero la gran mayoría de ellos integra el ejército de solitarios que llama a la radio para hablar de amor. Hombres y mujeres que, a un paso del fin del mundo, recuerdan sus días de gloria e imploran perdón.

   Cada vez que esos oyentes cuelgan el teléfono, Érica sonríe con la mitad de la boca, como si ninguno supiera en realidad de lo que está hablando.

FRANCISCO BITAR - "Teoría y práctica" - (2018)

Imágenes: Vanessa German

martes, 4 de noviembre de 2025

EN REALIDAD, SU POESÍA NO ERA TAN BUENA





Conocí a Goran en un festival de poesía. El cabello había empezado ya a encanecerle; ahora lo tiene completamente blanco, y él alberga la ingenua esperanza de que eso forme parte de su «flamante sex-appeal», según me comentó una vez. Lo dijo en broma, claro, pero tengo la sensación de que lo piensa de verdad. En aquella ocasión me dieron ganas de preguntarle si también formaban parte de ese «flamante sex-appeal» el pelo raleado o el cuero cabelludo teñido, con un brillo de cera derretida y solidificada, pero me contuve: él no soporta las críticas. Se cabrea con facilidad, y cuando está cabreado se vuelve intratable durante varios días, y hay que dar una muestra de humildad para que deje de ser insoportable, como por ejemplo recitar de forma «espontánea» algún verso suyo.

   Hace poco se enfadó conmigo porque me negué a leer los poemas que él había compuesto la noche anterior.

   —Ahora no tengo tiempo, dejémoslo para mañana —le dije.




   —¿No tienes tiempo para leer tres poemitas? —Percibí la ira en su voz y en seguida me arrepentí de haber rechazado complacerlo. Pero ya era tarde. Cualquier cosa que hubiera dicho habría sido un error. Por eso guardé silencio—. ¡Anda, vete a empollar! —gruñó, y salió con un portazo.

   «Empollar» es la palabra que suele utilizar al verme preparando mis clases para el día siguiente. Es decir, en su opinión, si yo realmente supiera de historia, no necesitaría prepararme las clases. «El que sabe, sabe», sentenció un día, mirándome con insolencia a los ojos.

   En cuanto a sus poemas, malditas las ganas que tengo de leerlos, y mucho menos de oírlos, pero a veces no me queda otra que pasar por el aro. Cuando todavía estábamos enamorados y no teníamos hijos, a veces, después de hacer el amor, mientras yacíamos sudorosos y jadeando, él me susurraba sus versos al oído. En ellos siempre hablaba de flores, de orquídeas —porque le recordaban «a coños»—, de vientos del sur, de mares, pero también sacaba a colación ciertas especias y tejidos exóticos, como la canela o el terciopelo. Cosas como que yo tenía un sabor a canela, la piel de terciopelo y los cabellos con aroma de mar. Esto último no es cierto: lo sé porque un día mi madre me confesó que mi pelo olía mal. No obstante, en aquellos momentos sus palabras me excitaban muchísimo. Yo ardía en deseos de hacer el amor otra vez, pero a menudo él no podía corresponderme en seguida, de manera que me veía obligada a evocar más tarde las imágenes generadas por sus palabras para reavivar la pasión.




   Ahora ya no hace esas cosas, gracias a Dios. Estoy tan harta de su poesía que no me quedan ganas de leer ni un solo verso suyo, y mucho menos de oírlo recitar. Desgraciadamente, lo último no lo puedo evitar, mal que me pese, porque, como ya he dicho, Goran se enfada con facilidad y las peleas con él no me hacen ninguna gracia, sobre todo si se producen delante de nuestros hijos. Desde que dejamos de hacer el amor con tanta frecuencia, le dio por leerme sus poemas en voz alta en lugar de dármelos para que los leyera por mi cuenta. Viéndolo de pie en medio del salón, bajo la intensa luz de la araña que le acentuaba la nariz bulbosa y la tez desaseada, poco a poco me fui dando cuenta de que, en realidad, su poesía no era tan buena. Muchas veces no se refiere a otra cosa que no sea el proceso de la propia escritura. Creo que eso lo excita muchísimo. Hasta sexualmente.

RUMENA BUZAROVSKA - "Mi marido" - (2014)



Imágenes: Georgia O'Keeffe

sábado, 1 de noviembre de 2025

ADI FUE UNO DE ELLOS



 Uno de los que sufrieron debido a la extensión de la guerra fue un joven cadete de veinticinco años; aspirante a artista, había rehuido el servicio militar obligatorio de todas las formas posibles, hasta que la policía llegó a buscarlo al número 34 de la calle Schleissheimer, en Múnich, en enero de 1914. Bajo amenaza de prisión, se presentó al examen médico en Salzburgo, pero lo declararon «no apto, demasiado débil e incapaz de portar armas». En agosto de ese año —⁠cuando miles de hombres se inscribían voluntariamente en las fuerzas armadas, sin poder contener sus ganas de participar en la guerra venidera⁠—, el joven pintor tuvo un súbito cambio de actitud: le escribió una petición personal al rey Luis III de Baviera para poder servir como austriaco en el ejército bávaro. El permiso llegó al día siguiente.



   Adi, como lo llamaban cariñosamente sus compañeros del Regimiento List, fue enviado directamente a la batalla que en Alemania llegó a ser conocida como Kindermord bei Ypern, la matanza de los inocentes, ya que cuarenta mil jóvenes recién enlistados murieron en solo veinte días. De los doscientos cincuenta hombres que formaban su compañía, solo cuarenta lograron sobrevivir; Adi fue uno de ellos. Recibió la Cruz de Hierro, fue promovido a cabo y nombrado mensajero de la Sede de su Regimiento, por lo que pasó los siguientes años a una cómoda distancia del frente, leyendo libros de política y jugando con un fox terrier que adoptó y llamó Fuchsl, zorrito. Ocupaba sus tiempos muertos pintando acuarelas azuladas y haciendo bocetos a carboncillo de su mascota y de la vida en las barracas. El 15 octubre de 1918, mientras languidecía esperando nuevas órdenes, fue momentáneamente cegado por un ataque con gas mostaza lanzado por los ingleses, y pasó las últimas semanas de la guerra convaleciendo en un hospital del pequeño pueblo de Pasewalk, en Pomerania, sintiendo que sus ojos se habían convertido en dos carbones al rojo vivo.



  Cuando supo las noticias de la derrota de Alemania y la abdicación firmada por el káiser Guillermo II sufrió un segundo ataque de ceguera, muy distinto al que le había causado el gas: «Todo se volvió negro ante mis ojos. Volví al pabellón a tientas y tambaleando, me lancé en mi litera, y hundí mi cabeza ardiendo en mi almohada», recordó años después, en una celda de la prisión de Landsberg, acusado de traición por dirigir un fallido golpe de Estado. Allí pasó nueve meses consumido por el odio, aún humillado por las condiciones impuestas a su país de adopción por las potencias vencedoras, y por la cobardía de los generales, que se habían rendido en vez de pelear hasta el último hombre. Desde la cárcel planeó su venganza: escribió un libro sobre su lucha personal y detalló un plan para alzar a Alemania sobre todas las naciones del mundo, algo que estaba dispuesto a hacer con sus propias manos si llegase a ser necesario. En el periodo de entreguerras, mientras Adi escalaba hasta la cima del Partido Nacionalsocialista Obrero, gritando las arengas del discurso racista y antisemita que lo acabaría coronando como el Führer de toda Alemania, Fritz Haber hacía sus propios esfuerzos por recomponer la gloria perdida de su patria.

BENJAMÍN LABATUT - "Un verdor terrible" - (2020)


Imágenes: Shepard Fairey

jueves, 30 de octubre de 2025

NO TENÍA MÁS REFERENCIA QUE LOS RITMOS DE MI CUERPO

 


Fuera, más allá de los muros, en ese mundo exterior del que nos ocultaban todo, salvo los alimentos que comíamos y las telas que nos daban, habían tenido lugar unos hechos y sus consecuencias llegaban hasta nosotras. Los guardianes siempre habían sido tan viejos que no los veíamos envejecer. Yo había llegado de niña, era una mujer, definitivamente virgen, pero adulta a pesar de mis pechos inacabados y mi pubertad abortada: había crecido, se podía medir en mi cuerpo el paso del tiempo. Las mujeres ancianas no cambiaban, como tampoco los guardias más viejos, el pelo se volvía blanco, pero tan lentamente que no llamaba la atención. Yo había sido un reloj: al mirarme, las mujeres miraban cómo pasaba el tiempo para ellas. Quizá por eso no me querían, quizá mi mera existencia las hacía llorar. El joven guardia no era un niño cuando llegó, ya era mayor, con su pelo hirsuto, su rostro sin arrugas: aparecerían las primeras marcas de la edad y yo me tocaría la piel para saber si también me llegaban a mí. Él también sería un reloj, envejeceríamos al mismo ritmo, podría observarle y juzgar, por la flexibilidad de sus andares, el tiempo que me quedaba.



   En cualquier caso, había habido un cambio. En algún lugar, alguien había tomado una decisión que nos afectaba, cuyos efectos podíamos comprobar, uno de los viejos había desaparecido, quizá había muerto y lo habían sustituido por otro. ¿Se habría escapado esa información a la atención de quienes regían nuestras vidas?, ¿no les importaba que la tuviéramos?, o bien, ¿habían aflojado la vigilancia?

   No quitaba los ojos de los guardias. Siempre eran tres, iban y venían por la galería. No se hablaban. Cuando se cruzaban, no se miraban, pero me parecía que se vigilaban entre sí tanto como nos vigilaban a nosotras. Quizá temieran que uno de ellos se saltara las consignas, que nos dirigiera la palabra. Tuve de nuevo una intuición fulgurante, comprendía por qué tenían que ser tres: eso impedía que entre ellos naciera una complicidad, no les permitían conversaciones privadas cuya exhibición nos hubiera podido dar información, debían mantener todo el rato su posición de carceleros suspicaces. Los dos hombres que hacían la ronda con el joven guardia ya llevaban mucho tiempo allí. En los primeros años, las mujeres habían intentado hablar con ellos, exigir algo o darles lástima, pero nada había logrado quebrar su impasibilidad hiriente, así que renunciaron y actuaban como si no los vieran, como si hubieran borrado esa presencia de sus mentes, o como si fueran como los barrotes: ya sabemos dónde están y dejamos de tropezar con ellos. Nadie esperaba que les molestara lo más mínimo, pero el orgullo de las prisioneras estaba a salvo. Ya no les pedían nada ni sufrían su carácter imperturbable como un insulto. Eso daría más fuerza a la mirada de una chica sentada, inmóvil.



   Ya no me contaba historias, así que cuando miraba al guardia estaba creando una. Hacía falta paciencia, pero tenía de sobra. Ni sé cuántos periodos de vigilia pasaron así. Reflexionaba mucho, me pareció que ya no había que pensar en términos de días y de noches, sino de periodos de vigilia y de sueño. Cada vez estaba más segura: no vivíamos en ciclos de veinticuatro horas. Cuando bajaba la luz, no estábamos cansadas: las mujeres decían que era porque no tenían nada que hacer. Quizá llevaran razón, yo no sabía lo que era trabajar. Al observar constantemente al joven guardia me convencí de ello. El relevo no tenía lugar cuando nos levantábamos, comíamos o nos acostábamos, cuando circulábamos en todos los sentidos, sino en periodos neutros e irregulares. La gran puerta se entreabría, los tres hombres que giraban alrededor de la jaula se reunían, a veces se marchaban mientras que los siguientes entraban, a veces solo sustituían a uno o dos de ellos. ¿Había alguna relación entre sus horarios y los nuestros? ¿Cómo podría medir el paso del tiempo? No tenía más referencia que los ritmos de mi cuerpo.

JACKELINE HARPMAN - "Yo que nunca supe de los hombres" - (1995)


Imágenes: Ayako Kita