Citas con los libros.

Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 4 de enero de 2025

UN BULTO NEGRO A LOS PIES DE UNA ENCINA


Alguien dijo que el ser humano más seguro que hay sobre la faz de la tierra es aquel que a la caída de la tarde cabalga lentamente sobre un burro. Al alfarero Julio Collado, sin embargo, no le gustaba andar a esas horas por los caminos, pues les tenía mucho miedo a las alimañas y a los aparecidos; en realidad, más a estos que a aquellas. Ese día calculó mal el tiempo que le iba a llevar la vuelta a casa, y la oscuridad lo alcanzó cuando aún le faltaba más de una legua para llegar a su pueblo. De modo que no paraba de aguijonear a su asno para que fuera más raudo. Por desgracia, el animal iba muy cargado y bastaba que su amo lo pinchara para que él se resistiera todavía más a apresurarse. Y, cuanto más tozudo se ponía, más terco se volvía su dueño, que se negaba a dar su brazo a torcer. Al final, el hombre dejó de aguijarlo y optó por apearse y tirar de las riendas para ver si el rucio se mostraba algo menos renuente, pero ni por esas. Así que al pobre alcaller no le quedó más remedio que permitirle que marchara a su paso, lento y calmado, como si se recreara en ello.



     A esas alturas, a pesar de que el cielo estaba completamente despejado y había salido la luna, la noche ya les había caído encima como un manto negro, por lo que Julio Collado cada vez estaba más inquieto. A lo lejos se oía ladrar a los perros, que a él le parecían lobos hambrientos, y cantar a los búhos, que se le antojaban espíritus de mal agüero, y cada sombra que se agitaba le recordaba a un fantasma. También creyó ver una luz intensa rasgar la oscuridad como un relámpago sin trueno. Estaba ya a tiro de piedra de las primeras casas del pueblo cuando descubrió un bulto negro a los pies de una encina, cerca del borde del sendero. Se aproximó a él con gran sigilo y observó que se trataba de un hombre con la espalda recostada contra el tronco del árbol, en una posición extraña. Al ver que no se movía, lo tocó con la punta de la aguijada para intentar reanimarlo, no fuera a ser que solo estuviese dormido. Pero nada.

     —¿Está usted bien? —le preguntó con voz queda.

     Como no respondía, se inclinó para comprobar si el corazón le latía. De repente creyó reconocerlo y dio un respingo. Al retirar la mano, advirtió que estaba manchada de sangre, y eso terminó de alarmarlo. Tras fijarse mejor, cayó en la cuenta de que el hombre estaba muerto y tenía todo el cuerpo lleno de heridas; lo habían apuñalado a conciencia y con saña. El alfarero, aterrado, salió corriendo en dirección al pueblo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y el burro se quedó atrás, olisqueando el cadáver, como si con ello quisiera decirle a su amo: «Cuanto más deprisa huyas de la muerte, más rápido te acercarás a ella».

LUIS GARCÍA JAMBRINA - "El primer caso de Unamuno" - (2024)


Imágenes: David Álvarez

jueves, 2 de enero de 2025

ESE SONIDO EMBROLLADO Y METÁLICO


Cuando nos dijeron que nuestra solicitud para ir a los Estados Unidos había sido aceptada, lloramos durante toda la noche, sosteniéndonos las rodillas y el cabello unas a las otras. Yo sabía pocas cosas acerca de los Estados Unidos. Sabía que a veces le llamaban América, a pesar de que América era también el nombre de nuestro continente. Sabía que todo sería limpio. Todo estaría organizado. ¿Pero cómo íbamos a empezar una vida sin Papá? No quería alejarme más de Papá, pero tampoco quería quedarme.

   Nos fuimos muy temprano al aeropuerto de Caracas, llenas de miedo, pensando que hasta esto nos lo quitarían. Todo parecía un milagro: el agente de viajes entregándonos nuestros boletos, el oficial de inmigración sellando nuestros documentos, el vuelo que no se canceló, el avión que no se cayó del cielo, nuestra llegada a Miami, el perro antidrogas que no nos ladró, la migración de Estados Unidos que no nos deportó, e incluso, cuando cruzamos la salida de la aduana, el hecho de que nadie nos siguió, nadie nos cuestionó, nadie obstaculizó nuestro paso. Debería haber deseado que nos regresaran, porque eso significaría que estaríamos en casa para cuando liberaran a Papá. En cambio, cada fibra de mi ser quería escapar, escapar y sobrevivir, y me di cuenta de que era una cobarde no solo cuando se trataba de Petrona, sino también cuando se trataba de Papá. Había americanos por todas partes: formando filas, preguntando la hora, arrastrando maletas, verificando las llegadas y las salidas. El aeropuerto era un gran murmullo de inglés americano, ese sonido embrollado y metálico.



   En el aeropuerto de Miami a Cassandra y a mí nos tocó encontrar el área de reclamo de equipaje. La azafata que venía con nosotras desde Colombia nos dijo que habría un letrero colgando del techo y que todo lo que tendríamos que hacer era seguirles la pista a los letreros. Dibujó la señal en una servilleta para que estuviéramos seguras. Trazó con tinta negra un círculo y adentro dibujó un maletín. No encontramos la señal por ningún lado, y Mamá no quería que le preguntáramos a nadie porque no quería llamar la atención. Cassandra recorrió el pasillo del aeropuerto de arriba abajo, sosteniendo la servilleta en el aire con sus dedos temblorosos, comparando el dibujo de la azafata con cualquier signo que veía. Finalmente encontramos nuestro rumbo. Era mi responsabilidad recordar las palabras Committee for Refugees and Immigrants y las siglas uscri porque eran ellos quienes irían a buscarnos. Repetía la frase en voz baja y justo cuando íbamos a reclamar nuestro equipaje el hombre del comité se acercó a nosotras con un papel en la mano en donde aparecía nuestro apellido —era evidente que solo nosotras éramos las refugiadas, que solo nosotras nos veíamos débiles, cansadas y aterrorizadas—, e, incluso cuando se presentó, alcé la voz y pregunté: «¿Committee for Refugees and Immigrants? ¿uscri?».



   El hombre era colombiano, como nosotras, y su nombre era Luis Alberto. A su esposa también la habían secuestrado. Nos aferramos a este hombre en cuyo rostro resonaba un eco de nuestra cara, que hablaba con un eco de nuestra voz. Estábamos colgadas a sus brazos cuando nos llevó a nuestro cuarto del hotel. Luis Alberto nos alquiló una película, puso nuestras maletas en un maletero y nos programó la alarma del reloj para el siguiente día. Pero no estábamos en condiciones de disfrutar de nada. Qué raro era estar en un lugar con paredes. Se me había olvidado lo silencioso que podía ser. No había niños llorando, ni se escuchaban peleas, ni se escuchaba el viento amenazando con tumbar la carpa. Luis Alberto nos pidió que descansáramos, que volvería temprano en la mañana para llevarnos al aeropuerto. Mamá apagó el aire acondicionado. Yo tomé agua sin hielo. Ninguna nos pusimos piyamas. Yo dormí sin almohada.

INGRID ROJAS CONTRERAS - "La fruta del borrachero" - (2019)


Imágenes: Mike Kelley

domingo, 29 de diciembre de 2024

MENDICIDAD A LA INVERSA


 A principios de otoño de ese año, tres meses después de mi viaje al este, estaba yo en la estación de Waterloo, de camino a dar una charla en una biblioteca de Hampshire. No tenía ya ninguna opinión positiva sobre los servicios de comida de ningún lugar de Inglaterra. Cuando volvía del mostrador de bocadillos sosteniendo en equilibrio una barrita de pan que me proponía transportar cuidadosamente hasta Alton, un joven alto tropezó conmigo y lanzó volando de mi mano mi cartera.

   Era una cartera llena, hinchada de calderilla, y las monedas se fueron volando y rodando entre los pies de otros viajeros, desperdigándose y esparciéndose por el suelo resbaladizo. Estaba de suerte, porque la gente que salía del Eurostar empezó a reírse y a cazar mi pequeña fortuna, convirtiendo en un deporte perseguir cada monedita y atraparla: tal vez pensasen  que era mendicidad a la inversa, o algún tipo de costumbre de Londres como la de los Pearly Kings. El propio joven sorteaba bamboleándose entre los pies de los europeos, y acabó siendo él quien vació un puñado de calderilla de vuelta en mi bolso y, sólo por un segundo, me apretó la mano para tranquilizarme. Alcé la vista hacia su cara, asombrada: tenía grandes ojos azules, una apostura tímida pero segura; debía de medir uno ochenta y estaba ligeramente bronceado; fuerte pero suavemente cortés, la chaqueta color índigo hábilmente arrugada, la camisa de un blanco impecable; era, en conjunto, tan dulce, tan limpio, tan dorado, que retrocedí temerosa de que pudiera ser americano y estar a punto de convertirme a algún culto.



   Cuando llegué a la biblioteca habían dispuesto en semicírculo un ambicioso número de sillas (quince, en primera cuenta). La mayoría estaban ocupadas: un triunfo silencioso, ¿no? Di mi charla en piloto automático, salvo porque cuando llegué a mis influencias me puse un poco loca e inventé un escritor portugués que dije que dejaba chiquito a Pessoa. El joven dorado seguía invadiendo mi mente, y yo pensaba que me gustaría mucho irme a la cama con alguien de aquella índole, para variar. ¿No tenía todo el mundo derecho a un cambio? Pero él era un orden de ser diferente de mí: una persona de otro plano. Mientras transcurría la velada empecé a sentir frío, desvalimiento, como si silbase a través de mis huesos un viento.

HILARY MANTEL - "El asesinato de Margaret Thatcher" - (2014)


Imágenes: Shaun Hughes

viernes, 27 de diciembre de 2024

ASÍ QUE ME QUEDÉ CON LA CARTERA

   


—Fue en el verano del 72 —dijo—. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero, cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego desistí. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

   »Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le detuviera. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre  desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado, a los nueve o diez años, vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué más daban un par de libros de bolsillo?



   »Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin en un estante de la cocina. Pienso, qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

   »La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas de protección oficial. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

   »—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.



   »Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

   »—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

   »Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

   »Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

   »—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

   »No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

   »No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un desconocido y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir y, puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.



   »Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

   »—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo—. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

   »Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos al cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me lo he perdonado.

   »Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada pero, en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.



   »No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

   —¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

   —Una sola —contestó—. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

   —Probablemente había muerto.

   —Sí, probablemente.

   —Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

   —Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

   —Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

   —Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamar a eso una buena obra.

   —La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es lo mismo que si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

   —Todo por el arte, ¿eh, Paul?

   —Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

   —Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?

   —Sí —dije—. Supongo que sí.

   Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

PAUL AUSTER - "El cuento de Navidad de Auggie Wren" - (1990)


Imágenes: Jeff Bartels
 

miércoles, 25 de diciembre de 2024

TODO LO QUE LA SUBIDA DEL MAR DESTROZARÁ


Por las noches hago listas de todo lo que la subida del nivel del mar destrozará. No puedo parar. La Colonia Güell, el Teatre Nacional, el bingo Billares, el centro de arte Hangar, todos los Mercadona, la sede de la Agencia Tributaria de Letamendi, el bar Lord Byron de la calle Valencia, el Institut del Teatre, el cuartel del Bruc.

   Caerá el Sutton, caerán las chocolaterías de la calle Xuclá. Las golondrinas, esos barquitos turísticos de madera que olían a petróleo, ya no estarán en el puerto sino que habrán aterrizado extrañamente sobre algún arbolito de Montjuïc, donde el agua también habrá sorprendido a dos amantes en plena acción, por lo que morirán con los pantalones bajados.

  Es con esa imagen en la cabeza y no otra que, al volver del trabajo, cuando hago la compra en el supermercado, empiezo a pedir más bolsas de plástico. Tengo tantas ganas de que nos ahoguemos todos que dejo las luces encendidas en casa y no reciclo. Si supiera conducir lo haría a toda velocidad por la carretera de les Aigües, despegaría por la ronda de Dalt a ciento cincuenta, con gasolina altamente contaminante, algo para chamuscar la flora, algo para ahogar a los jabalíes, algo para acelerar el proceso. Vamos a envenenarnos todos juntos, vamos a darle caña a este ritual conjunto, vamos a darlo todo, once more with a feeling.

   Pero no lo logro. En su lugar, me voy a vivir a Madrid. Que es algo bastante parecido a la muerte.

LUCÍA LIJTMAER - "Cauterio" - (2022)


Imágenes: Nick Brandt

lunes, 23 de diciembre de 2024

CON SUS NAVIDADES ABURRIDAS Y CONVENCIONALES


Así que no debería sorprenderme que me haya quedado atrapada en un atasco, avanzando a paso de tortuga por West Side Highway en el asiento trasero de un taxi amarillo. He abandonado la esperanza de poder maquillarme durante el trayecto. Hacerme rabillo con el delineador era apuntar muy alto; me puedo dar con un canto en los dientes si no vomito por el mareo.

     —¿Eres de la Gran Manzana? —me pregunta mi taxista sexagenario con un marcado acento neoyorquino.

     —No, de Jersey —contesto, intentando encontrar el equilibrio entre la buena educación y dejarle claro que no quiero hablar.

     —Pero seguro que tienes familia en la ciudad, ¿no? ¿Tías? ¿Primos? —pregunta—. Seguro que vas a pasar la Nochebuena con ellos.

     —No. No tengo familia, estoy sola.

     Me mira por el retrovisor y veo compasión en sus ojos azul grisáceos.

     Él lo siente por mí, pero yo lo siento por todos los demás con sus Navidades aburridas y convencionales. Hay gente que piensa que es triste estar sin la familia durante estas fiestas, pero la Navidad es mi día favorito del año. Y esta va a ser la mejor de todas. Tiene que serlo después de las catástrofes de los dos últimos años. Lo de esta noche solo es para ir abriendo boca.

     Estoy planteándome la idea de corregir las suposiciones del taxista, pero el burrito que he comido se me revuelve en el estómago cuando frena por enésima vez, y decido cerrar los ojos y fingir que duermo. Que piense lo que quiera.

BECCA FREEMAN - "El club de la Navidad" - (2023)


Imágenes: Newburgh Action Group

viernes, 20 de diciembre de 2024

SON MÁS BIEN COMO INSECTOS GIGANTES


 Bajé a por la mochila y subí de nuevo las escaleras. Aparte de las escaleras a la cámara, en el piso de arriba solo hay una habitación que comparto con la vieja. Dejé la mochila sobre mi cama, la pequeña. Antes había sido de mi madre y antes de mi abuela. En esta casa no se hereda dinero ni anillos de oro ni sábanas bordadas con las iniciales, aquí lo que nos dejan los muertos son las camas y el resentimiento. La mala sangre y un sitio para echarte a la noche, eso es lo único que puedes heredar en esta casa. Ni siquiera me tocó el pelo de mi abuela, que a su edad la vieja sigue teniendo el cabello fuerte como soga que da gloria verlo cuando se lo suelta y yo con cuatro pelos lacios y raquíticos que se me pegan a la cabeza y se me llenan de grasa a las dos horas de habérmelo lavado.

   La cama me gusta porque el cabecero está lleno de estampas de ángeles de la guarda pegadas con celofán. De vez en cuando el celofán se cae de viejo y de podrido pero yo enseguida corto otro trocito con los dientes y lo cambio.

 


Mi preferida es una en la que el ángel vigila a dos niños que están a punto de caerse por un barranco. Los niños están jugando en un risco y sonríen con cara de imbéciles como si estuviesen en el patio de su casa y no al borde de un despeñadero. Son bastante mayores pero ahí están los idiotas como si nada. Muchas mañanas la miro nada más despertarme a ver si los niños se han caído ya. También hay otra estampa en la que un bebé está a punto de prenderle fuego a la casa, otra en la que unos gemelos están intentando meter los dedos en un enchufe y otra en la que una niña está a punto de amputarse una falange con un cuchillo de cocina. Todos sonríen como psicópatas con los mofletes redondos y rosados. La vieja puso las estampas ahí cuando nació mi madre para que los ángeles la protegiesen y todas las noches antes de dormir las dos se arrodillaban al lado de la cama con las palmas de las manos juntas y rezaban cuatro esquinitas tiene mi cama cuatro angelitos que me la guardan. Pero luego la vieja vio a los ángeles de verdad y se dio cuenta de que los que habían dibujado las estampas no habían visto uno en su vida porque ninguno tiene esos rizos rubios y esas caras hermosas. Todos son más bien como insectos gigantes, como mantis religiosas. Y mi abuela dejó de rezar porque quién querría que viniesen cuatro mantis religiosas con sus cientos de ojos y sus bocas de pinzas a la cama de su hija. Ahora les rezamos porque tenemos miedo de que se posen sobre el tejado y metan sus antenas y sus patas largas por la chimenea. A veces oímos ruido en la cámara y subimos a mirar y vemos sus ojos vigilándonos por entre los huecos de las tejas y entonces les decimos un avemaria para que se espanten.

LAYLA MARTÍNEZ - "Carcoma" - (2021)



Imágenes: Amahi Mori